1Gabriela Seghezzo y Nicolás Dallorso: “Elogio de la policía del cuidado”, Página/12, 28 de marzo 2020.
2Sebastián Márquez: “El ‘Familiar’ en los ingenios azucareros: El mito, su origen y vigencia”, La Historia en Disputa, 18 de noviembre de 2018.
3Osvaldo Aguirre: “El crimen de Ingallinella”, Todo es Historia, junio de 2005, núm. 455.
4Osvaldo Soriano: Artistas, locos y criminales, Buenos Aires, Norma, 1997.
5Osvaldo Bayer: Los anarquistas expropiadores, Buenos Aires, Planeta, 2009.
CAPÍTULO 1
Violencia institucional y represión estatal
La policía es, en general, una institución
destinada a reprimir a la clase trabajadora
por el gobierno que la comanda.
Rodolfo Walsh,
“Vuelve la secta del gatillo y la picana”, CGT, 1969.
Desaparecer en democracia
El delito de desaparición forzada de personas consiste en el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación ilegal de la libertad hecha por un agente del Estado, donde la institución ha prestado su apoyo o aquiescencia y esta se niega a dar información o reconocer esa privación de libertad. Si la persona aparece muerta se agrava la pena a prisión perpetua, es decir que el hallazgo del cuerpo no cancela el crimen. Es un delito federal y en el país de los 30 000 desaparecidos de la dictadura llevamos más de 200 desapariciones en democracia.
La “existencia” de desaparecidos a partir del período institucional abierto en 1983 tomó visibilidad pública como consecuencia de la desaparición de Jorge Julio López en 2006.6 Sabemos que la dictadura asesinaba, torturaba, robaba bebés y desaparecía personas. Se los busca, se juzga a sus victimarios, se transita el camino de la memoria, la verdad y la justicia. ¿Y las desapariciones forzadas en democracia? No hay registros oficiales de ellas, aparecen junto a personas extraviadas y poco conocemos sus historias. “Todos los presidentes desde 1983 hasta ahora tienen varios desaparecidos sobre sus espaldas”, dice el documentalista Patricio Escobar, quien durante la investigación para el film Antón Pirulero descubrió que había “desaparecidos en democracia por todos lados”.7 Cuando fueron anuladas las leyes de Obediencia Debida, Punto Final e indultos, el presidente Néstor Kirchner anunció el “fin de la impunidad”, pero la continuidad de este tipo de prácticas represivas puso en crisis tal afirmación. La cantidad de casos en períodos constitucionales replantea la consigna Nunca Más, porque además el Estado propicia con sus recursos su invisibilización, para que pasen a ser desaparecidos sociales. Más grave aún, sus agentes encubren, se niegan a investigar, entorpecen y generan consenso para naturalizar esas prácticas represivas, vuelven a instalar el “algo habrá hecho”: el pibe chorro, la prostituta, el terrorista. Claro está, con algunas pocas excepciones. Para la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), “si bien la desaparición forzada de personas en la dictadura fue una herramienta de aniquilamiento hacia un sector social y político organizado, en democracia estas prácticas son una forma de propiciar el disciplinamiento social de sectores populares que ya padecen políticas de hambre, miseria y exclusión”. Muchos sectores, incluidos algunos organismos de derechos humanos, sostenían que López era el primero en desaparecer en democracia. Sin embargo, no fue ni es una excepción o un crimen aislado, hubo casos previos y los sigue habiendo con diversas características cuya descripción y análisis quedarán en evidencia tras el repaso exhaustivo de cada historia de vida y muerte. Podría decirse que son un subgrupo dentro del listado de asesinados por las fuerzas represivas del Estado, donde muchísimos desaparecieron antes de que sus cuerpos mutilados, torturados y fusilados fueran encontrados.8
“La representación procesal de la familia Walter Bulacio fue asumida por un grupo de militantes independientes que, desde bastante tiempo antes, venía pugnando por instalar la cuestión de la represión policial en la ‘agenda’ del movimiento de derechos humanos y de las organizaciones populares [...] el demonio anatemizado por las organizaciones políticas vestía de verde, no de azul, y los organismos de derechos humanos no se ocupaban de ‘casos policiales’”.9 Estos militantes consideraban que “la represión explícita de la dictadura, cumplida su función de exterminio y ‘limpieza contrainsurgente’, cedía el paso a más sutiles métodos orientados preventivamente al control social”. En 1992 solo faltaba elegir el nombre.10 La abogada María del Carmen Verdú, una de las fundadoras de Correpi, coincide con Vanesa Orieta –hermana de Luciano Arruga– en hablar de represión estatal sistemática y planificada, en lugar de “violencia institucional”. Ella considera que si es institucional no es violencia, es lisa y llana represión. “Violencia institucional es que tu vieja se tenga que levantar a las cuatro de la mañana para poder conseguir turno en el hospital porque si va más tarde no la atienden. Si a todo lo llamas violencia institucional, en realidad, estás desdibujando una responsabilidad directa e intencional como lo es la de la política represiva”, dice.11 Por su parte, Daniel Satur, periodista especializado en la materia coincide, aunque con algún matiz. “Hay un uso equivocado del concepto de la violencia institucional, ya que en el Estado capitalista todas las instituciones ejercen alguna forma de violencia, incluso la escuela y el hospital, aunque al estar naturalizado no se dimensiona. Violencia institucional le viene de perillas al Estado, para circunscribir el término a los hechos extremos de criminalidad de policías o penitenciarios. Pero deja afuera al poder judicial, a las secretarías y ministerios cómplices. Tampoco tenemos un término preciso, el de represión estatal está bien en general pero a su vez no es lo mismo la represión tipo dictadura o a piquetes que un ‘suicidio’ creado en una comisaría. Es como un campo que está abierto”, reflexiona.
Desde el punto de vista jurídico, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas –incorporada a nuestra legislación el 14 de noviembre de 2007 con la aprobación de la ley 26 298– define que “se entenderá por ‘desaparición forzada’ el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado, o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”. Es decir, la piedra fundamental es la participación directa del Estado, ya sea a través de sus uniformados o de bandas que cuenten con apoyo o complicidad de las instituciones estatales. Los casos desarrollados a continuación tienen estas características, con toda la perversidad que implican, y demuestran que son parte de una metodología específica que articula la desaparición, el encubrimiento, el silencio, las amenazas y las trabas a cualquier investigación con tal de garantizar la impunidad de sus perpetradores, sus superiores y sus mandantes políticos.
El mensaje siniestro que esparcen las desapariciones es la incertidumbre por la falta del cuerpo, la ausencia del derecho al duelo, el desasosiego permanente. “Es una incógnita… no tiene entidad. No está. Ni vivo ni muerto, está desaparecido”, dijo el dictador Jorge Rafael Videla, mientras se acomodaba el traje gris y movía sus manos en el aire gesticulando exageradamente.12 El impacto de la desaparición del testigo Jorge Julio López hizo admitir al ex presidente Néstor Kirchner que “aún sigue existiendo la oscuridad, porque evidentemente continúan los procesos de complicidad y porque evidentemente hay fuerzas que siguen actuando corporativamente de alguna manera, a nuestras espaldas”. Por eso los organismos de derechos humanos “críticos” con su gobierno le presentaron un pliego de reclamos. Un comunicado del Encuentro Memoria Verdad y Justicia (EMVJ) denunciaba en febrero de 2007 las amenazas que estaban recibiendo querellantes, testigos y abogados de las causas contra los genocidas. “El presidente ha tenido que reconocer que existen grupos paramilitares y parapoliciales organizados, vinculados con las fuerzas regulares, que siguen actuando en busca de la impunidad y la amnistía. Pero no anunció ninguna medida para enfrentar esa situación. Por eso cabe preguntar, ¿cuáles son esos grupos y dónde están? ¿Por qué no los investiga, los desmantela, los enjuicia y los castiga? ¿Por qué no exonera ni investiga a los 9026 efectivos de la Policía Bonaerense que actuaron durante la dictadura? ¿Por qué no hace lo mismo con los efectivos de las fuerzas armadas, la Prefectura, la SIDE, la Gendarmería y las demás policías vinculadas al genocidio?”. Un mes después fue el turno de Daniel Scioli, cuando en una reunión los y las militantes de derechos humanos le pidieron que echara a los efectivos que habían revistado en centros clandestinos de detención (CCD) de 1976 a 1983, que se revisaran los nombramientos de los nuevos jefes departamentales, 12 de ellos formados en dictadura, que fueran inhabilitadas las agencias de seguridad que tuvieran represores en sus filas y que se prohibiera a exonerados formar parte de nuevas agencias porque consideraban que era un ejército de 120 000 hombres. “La lucha de ustedes es nuestra lucha, estamos por la memoria, la verdad y la justicia”, respondió Scioli. Tampoco pasó nada. En noviembre de 2006 en La Plata más de 3000 personas habían marchado para exigir que “no haya un solo desaparecido más en democracia”. Diez años antes, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) ya había denunciado que la práctica de desaparición de los cuerpos venía siendo aplicada en reiterados casos por la Bonaerense y otras fuerzas policiales.13
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