Autores Varios - La lengua en corazón tengo bañada

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Este volumen dedicado a Miguel Hernández presenta, en cuatro grandes apartados, una serie de aportaciones sobre aspectos muy significativos de la vida y la obra del gran escritor oriolano, poco tratados hasta ahora por la crítica. Así, se analizan los ejes temáticos articuladores de su mundo poético y sus obras teatrales, un relevante homenaje poético y una guía bibliográfica.

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POETAS FUERA DE COMBATE

Hasta los años ochenta del siglo pasado el poeta, como hombre de letras, se integraba en la casta o grupo social del intelectual, y por mucha querencia que tuviera a encerrarse a cal y canto en su torre de marfil, la turbulencia histórica lo sacaba a menudo a la calle, y tenía que definirse y elegir entre estos o aquellos, aquí o allí, con estos o con los otros. No era posible la neutralidad ni concebir la poesía como un lujo cultural. El intelectual tenía un papel comprometido y crítico, era el que prescribía valores, suministraba criterios y se investía de una misión salvadora y utópica. El hombre de izquierdas –cuya estética disidente y misionera se manifestó en la etapa final con barbas, humo de pitillos, pantalones costrosos y mochila en bandolera– murió tras un coma largo. No es que hoy el poeta, un ciudadano invisible, sea indiferente a los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, porque los hombres siguen matándose y falta sopa a mucha gente, que diría Mafalda, pero ya no maneja su verso como blande el capitán su espada. La poesía hoy no es «arma de combate», ni puede serlo. El verso no es cosa necesaria «como el pan de cada día y el aire que respiramos trece veces por minuto...». Hoy el intelectual –y más aún el poeta– ha descubierto sus límites y la sociedad del zapping no le da cancha.

Una cara de la indiferencia se presenta al suponer que la obra de los poetas implicados con testimonio poético en el remolino de la historia ya no sirve para estos tiempos. Durante los años sesenta y setenta los versos de Miguel Hernández se usaron como eslóganes y su figura de soldado y poeta, Garcilaso rojo, pero pastor real, no zagal de églogas y ovejas líricas, se proyectó como bandera del pueblo tiránico contra el comendador. Hay poetas grandes cuya vida y obra dicen muy poco de su circunstancia histórica, pero él había prestado sus versos en la contienda civil, era ejemplo de compromiso y de testimonio personal, su obra fue luego proscrita y silenciada. Su reivindicación se hizo con lecturas, recitados, canciones, invocaciones asamblearias, homenajes al pie de la tumba... Se le asociaba a valores éticos, de libertad, de solidaridad, de militancia política y de representación popular. Era un paradigma de poeta del pueblo, por su origen pobre, por los destinatarios de su obra a los que daba voz, porque fue ruiseñor sobre las balas, porque el pueblo unido jamás será vencido y porque hablaba de millones de niños jornaleros, mujeres de ubres resecas y de que «nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente, / los que entienden la vida por un botín sangriento...». Todo eso es pasado y hoy parece antiguo. Empezando por la palabra pueblo, voz en desuso hasta en la acepción más genérica de «gente de un país», salvo en boca de nacionalistas terruñeros, heraldos del ayer. No soplan vientos del pueblo, ni ventalles de poetas, sino –no sé si por razones jurídicas, políticas o sociales– vientos de la ciudadanía. ¿Chapuzarse de pueblo?, como decía Unamuno. ¿Dónde está Blas de Otero?, el que proclamaba «yo no quiero ser famoso, / que quiero ser popular». «Los poetas somos vientos del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos...?».

¿Quién se cree hoy que el poeta sea conductor de ojos y sentimientos? Los tiempos han cambiado. Si ese papel del poeta como vigía de horizontes y afectos está ya anticuado y en desuso, no se necesita la poesía que surgió de un compromiso personal en tiempos turbulentos o de mordaza, no conmueve la poesía de encargo social, que diría Luckács, la poesía «militante o de circunstancias». Si se conmemora a Miguel Hernández, es por interés académico (congresos, publicaciones, créditos para el currículo, exposiciones varias), y por oportunismo político (inauguraciones, presupuestos, fastos localistas, resonancia mediática...), y por astucia mercantil (discos, reediciones, talleres escolares...).

LA POESÍA NOS DEJA FRÍOS

La pregunta es: ¿qué hacer hoy con Miguel Hernández y su obra? Se dirá: desbrocemos su poesía de aliento populista, de lo que tenga de alegato y arenga, de la brillante retórica del principiante y quedará aún poesía auténtica e intemporal. Se dirá: un poeta como MH es un caso único de aprendizaje y evolución, y queda aún mucho campo para el estudio científico, la deconstrucción del poema, el análisis de los ingredientes fónicos e imaginativos, como haría un bromatólogo en el laboratorio con los alimentos, la pesquisa

«hidrográfica» –la que busca fuentes, influjos, ecos de San Juan, joyería gongorina...–. Estos trabajos enseñan ciertamente a leer los versos, a entenderlos mejor, a desmontar sus mecanismos, a fijar sus ecos y sugerencias. Pero al despojar el texto de la vicisitud biográfica y la circunstancia histórica en que surgió, pierde sentido y resonancia afectiva, se ignora su intención, se formaliza y empobrece, creo yo. ¿Alguien escribe sin ninguna intención? Si el poeta ya no es ojo para el lector ni conductor de sentimientos, la poesía no se considera útil para satisfacer aspiraciones o enriquecer sensibilidades del presente, no interviene en lo que Luis Vives llamaba cultura animi, la cultura del corazón, tan rezagada hoy respecto a la cultura de la cabeza, la relacionada con el formidable progreso de la ciencia y de la técnica.

Hay hoy, en efecto, una general indiferencia hacia la poesía como bien cordial y cultural. Dicho en términos económicos y sociales, la poesía siempre fue un bien limitado, exquisito y «difícil». Pero tuvo cierto prestigio cuando en una sociedad mayoritariamente analfabeta los escritos gozaban de respeto y autoridad. Alcanzó cierta resonancia popular: versos del Tenorio, poemas de Bécquer en cartas de enamorados, lapidarias humoradas de Campoamor, romances gitanos de Lorca, poemas aprendidos de memoria en la escuela... Aquel prestigio y aquella resonancia se han desvanecido. Hay otros productos culturales que se fabrican en cantidades masivas, se transmiten urbi et orbi, están al alcance de la mano y llenan el tiempo de ocio. En la pantallita del teléfono se puede seguir una película de marcianos y con un aparatito en el bolsillo del chándal escuchar a Mozart trotando por la playa a pleno día. La imagen lo es todo y aunque el mundo es más sonoro que nunca, la palabra ha perdido valor artístico, poder dramático, uso poético y formal. A diario cae sobre cada uno de nosotros un diluvio babélico de palabras. En el cine, en la televisión, en el aula, la lengua, que es una especie de lasaña con variadas capas lingüísticas y registros sociales, ha quedado laminada en una pizza coloquial aliñada con cháchara y parloteo de moderno sainete. La moda pedagógica desdeña la palabra artística: la poesía no se considera útil en la formación sentimental ni en la magia verbal de los párvulos, no se lee en la escuela, no se comenta en el bachillerato, no se necesita a solas para el amor y el duelo, no se recita en ninguna parte. Ni siquiera se fomenta la lectura oral.

ESCRITURA Y VIVIDURA

Entonces, ¿qué semblanza interesada se puede hacer ahora de Miguel Hernández y qué proyección lectora? A estas alturas, en el 2010, derrengado o no el toro de España, no hay necesidad de salvadores. A casi 70 años de la muerte del autor del Cancionero y Romancero de Ausencias podría quedar bien sólido lo que en él es permanente: un compromiso ético y estético, un testimonio vital inseparable de sus versos, el reclamo civil y la conmovida voz de la experiencia íntima. Para no reducir su obra al estudio científico (tan completo ya), ni a la exégesis política (tan inservible hoy), lo imprescindible para que el poeta hable después de muerto es quizás relacionar vida y obra, el hombre y su trabajo, las vicisitudes personales y la creación artística. Surgiría así un relato, y los relatos no dejan indiferente a nadie. El relato sitúa en el tiempo a los protagonistas y sus hechos –el hombre y sus versos–, desarrolla un proceso de aprendizaje y experiencia, muestra en una dimensión temporal lo que queda y lo que se pierde, «el río que durando se destruye». Desde esa perspectiva Miguel Hernández es un caso apasionado, experimentador, laborioso y ejemplar de vividura –que diría Ortega– marcada por una suerte de fatum trágico y de destino artístico: nacido para poeta. Radicalmente humano, según el testimonio de Buero, y entrañable poeta. En la dedicatoria a Vicente Aleixandre de Viento del pueblo, escribió: «A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres». Sintió como un designio agónico hacer su vida y escribir versos, inseparablemente. Por eso, creo yo, en esta conmemoración la voz poética no puede desligarse de la circunstancia vital, como el caudal de un río sigue su curso entre el paisaje por el que se abre paso. Ese recorrido recoge el relato biográfico y el testimonio de sus allegados con el proceso de creación poética. El aprender a vivir es asignatura difícil y el aprender a escribir (poesía, novela...) es oficio que requiere maestros, mucha práctica, destreza y cierto don especial. En Miguel Hernández esos procesos son fervorosos e inseparables. Su formación escolar con los jesuitas fue breve, por lo que hay que considerar, como decía Lázaro, el mérito de los que con la suerte en contra, remando con fuerza y maña, llegan a buen puerto; en el caso de Miguel Hernández, con pasión, constancia y autenticidad llega a ser poeta, y ser reconocido, y ser poeta para el pueblo y para sí mismo. Una persona es una experiencia irrepetible y la de Miguel Hernández ofrece ese interés agónico por salir de la penuria y de la ignorancia, desclasarse culturalmente, conseguir la tutela magistral de Aleixandre y Neruda, ser poeta, sin perder su «faz térrea», su «rudeza de cuerpo», la «infinita delicadeza de su alma benevolente», según Aleixandre, sin desprenderse de lo que era ab origine. El proceso de abrirse paso, de hacerse persona y poeta, está ya en el relato de un viaje, de Orihuela a Madrid. Hay anécdotas que lo reflejan muy bien.

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