Al comienzo me divertía un poco ese conjunto de excentricidades medio salvajes o del todo atraídas por la cubierta vegetal y la lejanía del control social. No había cámaras de vigilancia ni patrullajes policiales, ningún vecino se metía en la vida del otro, se respiraban aires de libertad inconcebibles en los barrios urbanos del continente. Aunque para algunos, o mejor dicho algunas, esa libertad tenía sus límites.
Para algunas, el límite era encontrarse con un borracho en medio de la oscuridad. Esto me lo dijo la Gallega de entrada. La Gallega fue esa mujer que cambió mi idea de la isla por completo y que finalmente resultó fundamental para aclarar el caso del Descuartizador de Pavo Fiambre. Pero no es momento de hablar de ella todavía.
Estaba claro: las noches en la isla, sin luces salvo por las de la luna y las estrellas, con la cortina musical de las ranas para subir el telón a un escenario de ensueño, era distinta para una mujer que se largara a caminar a solas a orillas del río que para un hombre, en especial un hombre del cistema o, dicho en términos más precisos, para uno que portara pene y testículos y se vistiera con los atributos correspondientes a esos genitales. Aun así, vestido de hombre, a mí también me estremecía y me daba cierto temor toparme en una caminata nocturna por la ribera del río a un grupo de ebrios hablando guaraní, que a veces se reían cuando pasaba, sin entender su lengua por supuesto, aunque saludara y ellos respondieran en castellano, quizá por un atávico reflejo de otros tiempos en los que como muchachito de músculos débiles o poco trabajados me asustaban los grupetes de machitos habituados al bullying en la escuela pública. Eso era todo: un estremecimiento, una piel de gallina, una sensación en la nuca que duraba dos segundos; en realidad, no me sentía en peligro en la isla. No todavía. Para cuando llegó la Gallega, ya el clima había cambiado por completo.
Por cierto, el discurso que en aquellos tiempos más se escuchaba en conversaciones vecinales era el de la religión de la naturaleza. Ese credo en el que todo lo natural es bueno en sí mismo, aunque no se supiera definir bien la palabra “natural”. Reconozco que fui uno de los tantos y tontos creyentes en la leyenda urbana del delta como paraíso, palabra persa puesta a circular por la publicidad de quienes vivían del turismo. Un jardín de Edén donde se podía jugar a la niñez primitiva por un fin de semana antes de volver a la vida urbana plagada, plegada y encerrada en obligaciones, pestes importadas, facturas impagas, trabajos precarios, temor al despido, consumo de bienes y de males necesarios e innecesarios. El delta como remanso y descanso, aun cuando picaran los mosquitos sin piedad al caer el sol y uno se tuviera que untar con repelente de insectos de pies a cabeza, frente y espalda. El resto prometía paraíso. Fantasías de gente urbanizada, nacida o no en la ciudad, porque hay gente que pasó su niñez en cierta zona rural y después la perdió (a la niñez y a la zona rural). Por ejemplo, Reinaldo Arenas, isleño célebre aunque de isla muchísimo más grande, que en el recuerdo desmedido de su infancia sostenía una imagen de vida campestre erotizada, con las gallinas que se pasaban el día entero cubiertas por el gallo, las yeguas por el caballo, la puerca por el verraco y las gatas en celo aullando por las noches con tal vehemencia que despertaban los deseos más recónditos, según escribió en Antes que anochezca . Serían pocos, afirmaba, los hombres de campo que no habrían tenido relaciones sexuales con animales y con otros hombres e incluso con agujeros en los árboles. Desmesurado el cubano.
A esa desmesura pude entenderla un poquito más durante mis años de vida en isla más pequeña. Sólo un poquito: no había mar cercano ni bloqueo y una ciudad de millones de habitantes extendía sus suburbios a escasos veinte kilómetros de distancia. Se podría haber ido caminando si bajaran por completo las aguas, algo absurdo y en realidad imposible, porque habría que sortear ciénagas profundas, arenas movedizas, trapos podridos, latas oxidadas y pedazos de vidrio rotos diez o quince kilómetros hundiéndose hasta las ingles. El barro y las ciénagas. Por todas partes. Pisar barro, resbalar en el barro, hundirse en el barro. A cada paso: ¡plop!, como en la novela de Rafael Pinedo: caminar y caminar tanto tiempo que la caravana nacería en el barro, viviría en el barro, moriría en el barro.
Decir continente era otra exageración, pero esa palabra le daba contenido a la isla. Tal como escribió Aira en Lugones, hablando del tropezón del escritor: ¿acaso se iba a una isla a otra cosa que a buscar un universo virgen donde todo pudiera recomenzar de nuevo? “Ir a una isla era llegar al fondo imposible del pensamiento”. Sí, el aislamiento incentiva la imaginación. Y en el delta había un movimiento que aumentaba la sensación de cárcel, de imposibilidad de salida: la crecida. Cuando el agua de más obligaba a aprovisionarse para después quedarse quieto a contemplar desde el porche, la veranda o terraza, ese lago que cubre el terreno en cuestión de minutos y que horas más tarde la tierra absorbería como esponja en la bajante. Porque las aguas bajaban; rara solía ser la crecida que duraba un día o dos. Por esos días las colectivas no pasaban y era difícil salir en lancha particular: uno podía chocar contra un muelle sumergido o la copa de un árbol, por ejemplo. Para turistas de fin de semana, ese encierro transitorio era una aventura barata, al alcance de los pies. Turistas que se sentían más primitivos, más auténticos cuando había agua alta. Y hubo un importante influjo de migrantes de la ciudad hacia el delta cuando la temperatura y el temperamento urbano se volvieron insoportables.
En otras épocas se refugiaban forajidos, contrabandistas, perseguidos, bandoleros de una traza que asustaba. En tiempos recientes, los amantes de la naturaleza fueron mucho más ingenuos. Claro que después de la desilusión solían llegar las quejas. Que alguien ponía la música muy alta, que otro cortó demasiado la cerca de ligustro que hace de medianera, que otro nunca la cortaba y el follaje sube y entonces tendría que ocuparse el vecino, que la señora de enfrente se negaba a podar sus árboles y le quitaba a otra la luz solar en invierno: todo podía ser motivo de queja. Aun así, nada de estas molestias eran comparables a incendios de casas o de lanchas, de homicidios, femicidios y muertes dudosas o disputables.
Una muerte dudosa (o, mejor dicho, muerte definitiva porque la finada ya no dudaría) fue la de esa señora mayor de 70, según creo, que vivía sola a medio camino de la desembocadura del Pavo Fiambre en el río y que algunas veces vi pasar frente a mi casa en camino a hacer las compras y volver acompañada por alguno de los mozos de La Pulpería que le cargaba las provisiones. Una mañana encontraron su cuerpo flotando en la orilla, enredado entre los juncos. ¿Qué había ocurrido? Se dijo que quizá se habría caído por la noche desde su muelle; que solía tomar pastillas para dormir y tal vez habría salido algo mareada a tomar aire o remojar los pies desde el último escalón. No era de nadar de noche, ni siquiera de día se la había visto chapotear en el arroyo. Sí se encontraron sus pantuflas sobre el muelle. También se dijo que el cadáver de la mujer había sido rescatado intacto. Se lo llevó la policía para hacer la autopsia de rigor y alguno dijo haber observado que tenía un golpe en el cráneo que podía haberle sucedido al caer desde el muelle, mareada quizá por sus pastillas. ¿Un golpe en el cráneo? Trafalgar me aseguró que meses antes la había visto consultar y hasta discutir con Jack por un perro que tenía una infección y al que el falso veterinario había ayudado a sacrificar. O sea que ese cadáver debía ser cargado a la cuenta del Descuartizador que, sin embargo, no había llegado a descuartizarlo o no habría tenido la necesidad. Yo no sabía ya qué creer. Era algo exótico imaginar que por los ríos y arroyos de donde uno extraía el agua para bañarse, beber y cocinar, pasaba cada tanto un cadáver humano. Le daba otro sabor al asunto. Pero me sentía cada vez más inquieto. ¿Un descuartizador que no descuartiza? ¿Podía asegurarse que Jack estuviera detrás de todas las muertes y desapariciones de la isla sólo porque no hubiera explicaciones sobre la ausencia de su mujer y de sus siete perros? Quizá no quería creerlo. Quizá me resultaba insoportable la sospecha de que me había mudado a un lugar siniestro.
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