Osvaldo Baigorria - El ladrido del tigre

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A la desaparición de siete perros le sigue la desaparición de una mujer y, más tarde, la aparición de unos cadáveres en un arroyo isleño del delta del Tigre. De todo se esboza una explicación, unas conjeturas a veces delirantes. Con esos motores y con el particular clima social de la isla,
El ladrido del Tigre toma impulso narrativo y se lee desde la primera página como una novela de misterio situada en un paisaje de arroyos, riachos y juncales y con personajes pintorescos que no son lo que parecen, que cambian a medida que avanza el relato. En la isla «había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas», escribe el narrador, inquietante. Novela de misterio, novela de género, en
El ladrido del Tigre la pintura social es la excusa para entregarse a la narración de una trama intrigante que es al mismo tiempo una reflexión sobre las conductas humanas.

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La vida isleña es como el agua de los ríos, arroyos y canales opacos que ocultan su fondo, en un delta de agua dulce que arrastra toneladas de sedimentos durante cientos de kilómetros, donde el lodo abunda y el agua sube y baja según la luna o el viento. Hay pleamar y bajamar todos los días y si el viento sopla en cierta dirección, sube el agua, y si sopla en la dirección opuesta, baja. Recuerdo que cuando descendía a tal punto que mostraba las arenas y el limo del fondo cercano a las orillas, reaparecían muchos objetos perdidos: quizá una sandalia, botellas, vidrios rotos, juguetes de niños, algún teléfono celular. El accidente más común era la caída de un teléfono celular de las manos cuando uno estaba hablando o manipulándolo sobre un muelle: el aparato sería demasiado pesado para que lo arrastrara la corriente, pero en aguas tan opacas y arcillosas es difícil abrir los ojos sumergidos para encontrarlo, a menos que se porten antiparras, y aun así la oscuridad sería total. Si el agua no estaba muy alta, uno podía meterse a revolver con los pies descalzos por si tocaba algo duro en ese fondo, aunque de repente se podía llevar la sorpresa de alzarse con un hueso. De animal, en principio.

Las gentes del lugar tenían el mal hábito de arrojar sus desechos orgánicos al agua, con el justificativo de que los huesos de carne o aves y otros restos de comida podían terminar siendo alimento para peces. A veces también arrojaban desechos inorgánicos, porque al Pavo Fiambre nunca llegaba el servicio de recolección de basura, y aunque las más responsables se acostumbraron a transportar sus vidrios y plásticos hasta tierra firme, muchas continuaron enterrando esos residuos en el fondo de sus terrenos como relleno para que las tierras ganen altura, y unas cuantas se acostumbraron a volcarlos disimuladamente al agua. Así que se podían encontrar sorpresas durante los días de bajante.

Una de esas sorpresas fue el cuerpo humano que apareció sumergido cabeza abajo en el limo del fondo un mes más tarde de que desaparecieran los siete perros junto a la mujer del vecino. Dos niños lo divisaron; el primero habrá anunciado: “Ahí veo una bota con un pie adentro” y apenas el agua bajó un poquito más, el segundo gritaría: “Hay otro pie con una bota puesta”. Distintos puntos de vista desde dos orillas, la izquierda y la derecha. El agua bajó un poco más y se descubrió que se trataba efectivamente de dos pies, pantorrillas, rodillas, muslos, cadera y medio pecho sumergido. Algún vecino dio aviso a la policía y pocas horas más tarde ya estaban las lanchas de la prefectura y agentes con trajes de neopreno intentando sacar el cuerpo enterrado en el limo, tarea difícil porque al primer tirón se quedaron con las botas en las manos. En resumen, fue una improbable zambullida de cabeza al agua de alguien que llegó a tocar fondo y ahí quedó.

Que la isla es un aislante fue siempre lugar común. Digamos que está permitido ser parco. Eso es parte de su encanto y parte de lo que me encantó cuando hice pie en el barrizal. Apenas me mudé a la casa isleña que habité en suspenso todo el tiempo que dura esta historia, que para quien la lee podrá ser de algunas horas y para quienes la vivieron unos cinco años, advertí que allí se luchaba contra el barro y contra el barrio que no era como un pueblo serrano, estable, con familias de larga data y camposantos en los que viven enterrados los ancestros. Sin tumbas a la vista, había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas, en donde se oían ruidos desconocidos y se temblaba sin saber por qué, como escribió Guy de Maupassant: las tumbas estaban ahí pero en movimiento. El delta como un no-lugar de raíces flotantes, sedimentos o camalotes arrastrados de aquí para allá por la corriente y que siguen formando nuevas islas sin pausa, islas que comienzan con los primeros juncos que nacen en el limo arcilloso durante las bajantes, y que luego parecen marchar hacia el mar; por eso es difícil encontrar los límites.

“Hay cinco mil islotes y el mismo número de canales repletos de árboles y de una vegetación exuberante y húmeda semejante a una especie de un gran ramo tropical”, exageraba quizá Witold Gombrowicz para la sección polaca de la radio Free Europe en la década del cincuenta. “Cinco mil” era una figura retórica, no una cuenta, y podía atraer polacos. A mí la ilusión de vida en los trópicos se me vino abajo apenas llegó el primer invierno. En verano siempre había más circulación, turistas, gente que alquilaba cabañas o tenía casa propia para pasar las vacaciones o como refugio de fin de semana. En invierno, hasta los más estables dejaban de ser estables. En ese primer invierno hubo días tan fríos que el único lugar de la casa donde podía sacarme el gorro y los guantes era al lado de la salamandra. Llevaba la campera de duvet casi siempre puesta, salvo para dormir, que era cuando me la quitaba para extenderla como manta extra sobre todas las otras cobijas. Y el resto de la ropa puesta, a veces con el pantalón y las botas.

Había llegado a la isla como todo el mundo, primero como turista, luego inquilino de fin de semana y finalmente pude instalarme en vivienda propia gracias al dinero que heredé de la venta de la casa de mis padres. Dejé en alquiler mi departamento urbano y me mudé cuando obtuve mi jubilación, retirado ya de la enseñanza en la universidad, con la idea de vivir y escribir algún otro relato, no este. Pero como dice un chiste que creo que es de origen judío, si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes.

Al inicio tenía grandes planes para la supervivencia isleña: montar paneles solares y hélices para energía eólica sobre los árboles, hasta compré una bomba para extraer gas de los pantanos que nunca puse en funcionamiento, con la idea de que una combinación de sol, viento y metano tenía que ser suficiente energía para luz, cocina y baterías del motor de alguna pequeña embarcación que en parte podía funcionar a motor eléctrico y en parte a remo. Todo calculado. No llegué a implementarlo, subejecuté el presupuesto. Me atrapó la isla con todo el peso de sus aguas calmas y la agitación sorda de su vida social en guerra.

Pronto me di cuenta de que vivir en ese ecosistema requería de un talento particular. Era romántico pensar que sólo se trataba de imitar al junco que se dobla sin romperse y aguanta el embate de las aguas lo suficiente para empezar a juntar barro, formar tierra, fundar territorio. En realidad, había que endurecerse mucho más que un junco. Veía que alguna gente lo lograba, hasta florecía en medio de la ciénaga. Pero era gente que venía de lugares más inclementes. Como la del Paraguay, en general campesinos iletrados en castellano y de habla guaraní, que en su tierra natal se habían dedicado a trabajos rurales, doma de potros incluso. Se adaptaban como nacidos en el lugar en vez de emigrados de norte a sur. Los vecinos de otras etnias de origen se quejaban de ese influjo constante de paraguayos que llegaban en oleadas quizá a la búsqueda, como sus ancestros, de esa Tierra sin Mal que debía ser todo lo contrario a la Tierra sin Mar. El mar estaba lejos, pero se olfateaba, se paladeaba en el agua dulce con una pizca salobre en el fondo y cada tanto aparecían caracoles marinos que arrastraba la corriente cuando soplaba el sudeste. Esa era la parte más romántica. Después aparecían otros cuerpos.

Dos semanas más tarde del hallazgo de aquel cadáver enterrado de cabeza, por habladurías de unos agentes de policía se supo que el difunto era Carlitos, un ladronzuelo de bombonas de gas al que le decían Carlito y que habría tenido problemas con la ley y también con algún narcotraficante de la zona. Me explico: robaba esos tanquecitos de gas que aquí llaman garrafa y en otros lados balón, pipa o tambo, pero me gustaba decirle bombona, que creo viene del francés bonbonne. Se trata de esos cilindros de metal de diez kilos con gas butano, imprescindible para cocinar y calentarse y que la mayoría de los vecinos siempre dejan fuera o debajo de sus casas, en algún cobertizo, para tentación de ladrones. Comprar una bonbonne llena de gas requería llevar una vacía al almacén que llamaban La Pulpería, o al barco-almacén los días que atracaba en el muelle público, para hacer el cambio de vacía a llena y pagar el precio correspondiente. Pero no había dónde comprar una vacía, salvo al ladrón de garrafas. Así que cada tanto a algún vecino le faltaba una garrafa, o bonbonne , y tenía que encargarle una nueva al ladrón, que en dos o tres días la conseguía; el preciado objeto iba cambiando de manos. Por suerte Carlito no era el único ladrón en el rubro, porque nos hubiésemos quedado sin proveedor tras su muerte. Había otros.

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