Osvaldo Baigorria - El ladrido del tigre

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El ladrido del tigre: краткое содержание, описание и аннотация

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A la desaparición de siete perros le sigue la desaparición de una mujer y, más tarde, la aparición de unos cadáveres en un arroyo isleño del delta del Tigre. De todo se esboza una explicación, unas conjeturas a veces delirantes. Con esos motores y con el particular clima social de la isla,
El ladrido del Tigre toma impulso narrativo y se lee desde la primera página como una novela de misterio situada en un paisaje de arroyos, riachos y juncales y con personajes pintorescos que no son lo que parecen, que cambian a medida que avanza el relato. En la isla «había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas», escribe el narrador, inquietante. Novela de misterio, novela de género, en
El ladrido del Tigre la pintura social es la excusa para entregarse a la narración de una trama intrigante que es al mismo tiempo una reflexión sobre las conductas humanas.

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Uno de estos muchachos fue quien me llevó la noticia de que se había incendiado la cabaña de Zara. Fue el primero que me lo dijo, ese chico que llamaré simplemente el Misionero, y que más adelante me traería otras noticias en torno a esos misterios isleños. El incendio ocurrió una noche en la que ella se habría ido a la ciudad o quizá a lo del falso veterinario. Zara le alquilaba esa cabaña a un viejo isleño que tenía unas cuantas propiedades gracias a las que vivía de rentas, aunque parece que Zara le debía varios meses. Y el viejo dudaba, con razón, de que se hubiera producido un corto circuito espontáneo, o una descarga de tensión alta después de un microcorte de luz que nadie pudo haber detectado porque el siniestro fue de noche. Además, la bombona que estaba debajo de la cabaña había desaparecido, como si se la hubiesen llevado antes del incendio. El viejo –y pronto el vecindario entero– estaba convencido de que el fuego había sido intencional. Ya sin casa, Zara se mudó de inmediato a vivir con el falso veterinario.

Le decían Jack. La gente en la isla se contentaba con apodos y no preguntaba por los verdaderos nombres, y menos los apellidos. Igual que la cuestión sobre a qué se dedicaba o de qué trabajaba uno. Si se preguntaba, la respuesta siempre sería una mentira, a medias o entera. El curioseo frontal estaba mal visto.

Con la nueva convivencia el hombre pareció recobrar años de vida. No volvió a tener perros, pero la casa se llenó de luces por las noches. Especialmente los “findes”, esos fines de semana largos en los que alquilaba la casa a turistas para hacer unas monedas, según decía. Tenía una lancha llamada Beija Flor; con ella iba a buscar gente al continente. Y hacía fiestas privadas en la isla. Digo claramente privadas porque no invitaba a ningún vecino. Los huéspedes, jóvenes de ambos sexos que venían en grupos de ocho o diez, nunca familias con niños, traían sus tambores, sus adornos, sus drogas, su música y su alcohol fuerte, y tocaban y bailaban toda la noche para exasperación de los vecinos más cercanos. Entre ellos, una parejita gay que vivía al lado.

Al mayor de la pareja le decían Almirante y al menor, Contraalmirante. El primero había servido en un buque de guerra, caminaba erguido como un oficial de alto rango y casi no hablaba con el vecindario, al que despreciaba por demasiado ecologista. El segundo había construido una choza de barro y paja en medio del monte que después de una gran crecida terminó disolviéndose en el río. Sin techo, el Contraalmirante derivó hacia la más sólida mansión del Almirante y empezaron a vivir juntos. No tenían perros, aunque sí un gato que recuperó las ganas de salir al predio e incluso al muelle después de la desaparición de los siete canes vecinos, pero que cuando empezó el ruido de las fiestas en casa de Jack empezó a desaparecer en el monte y debían ir a buscarlo cada dos por tres. Un día no lo encontraron más. Fue alrededor de la época en la que también desapareció Zara.

Una segunda desaparecida en menos de un año ya tenía que ser noticia, aunque al principio a casi nadie le sorprendió del todo, no sólo porque se dijo –de nuevo– que las mujeres van y vienen y a veces no vienen más, sino porque se la escuchaba pelear con Jack a grito pelado. A medida que pasó el tiempo y nada más se supo de ella, el lugar de segunda desaparecida de la vida de Jack se volvió más sólido en la imaginación isleña.

Pero no se podía hablar de “desaparecidas” así nomás, porque el imaginario tenía toda una historia tallada, incrustada en el silencio de los recuerdos, un silencio como el nombre de aquella otra isla en la que en épocas de dictadura encerraban a presos políticos en la parte inferior de las casas, allí donde siempre está húmedo y oscuro y a merced de las crecidas. El Silencio de las catacumbas: esa isla estaba cerca del encuentro entre el Chañá-Miní y el Paraná-Miní –se acostumbra a acentuar la última sílaba aunque “mini” figure sin tilde en los mapas, porque en el delta todo deviene guaranítico en seguida– y alguna gente más vieja recordaba a aviones y helicópteros arrojar bultos al agua, si bien nunca se mencionaba el tema cuando esa práctica estaba operativa. Tuvo que pasar mucho tiempo para que se animaran a dar testimonio a periodistas e investigadores. Incluso la palabra “desaparecido” cobró estatus de desaparecida en la isla. Porque en realidad la mayoría de los cuerpos terminaban apareciendo, a flote o descubiertos por la bajante. Entonces, en vez de “la época de los desaparecidos”, los isleños se acostumbraron a decir “la época de los muertos”. Los cadáveres irrumpían por todas partes: en los muelles/ en los canales/ sobre los lirios/ en los juncales, diría Perlongher. Cuando el agua subía tanto que obligaba a la gente a dejar sus casas anegadas, al regresar podían encontrar un cuerpo sobre el techo: era corriente. Esa corriente –la del agua– siempre arrastraba restos de animales o de humanos y nadie denunciaba nada a menos que fueran de la familia. Además, con mover el cadáver con un palo para que se lo llevara el agua, ya sería suficiente: con el tiempo los peces se encargarían de remover la carne y todo quedaría reducido a hueso.

Hay que comprender que en la isla no había mucho que hacer, si se mide el quehacer en términos urbanos convencionales: el costo de vida era bastante bajo, no había tantas cosas para comprar, sólo lo indispensable de almacén y de ferretería, y para todo lo demás había que viajar a la ciudad. Algunos recién llegados se vestían bien al principio, aunque al poco tiempo tendían a parecer pordioseros; la ropa se ensuciaba fácil. Las condiciones de higiene eran precarias, fuese por la escasez de agua limpia o porque no había demasiada presión social para bañarse; en invierno muchos se embadurnaban con litros de perfumes y soltaban sus efluvios al paso. Con buen tiempo, el paisaje incitaba al ocio, al cigarro entre los labios, al vaso de vino o de whisky, según el poder adquisitivo, y la mente se disparaba en fantasías de todo calibre. Las habladurías entretenían la existencia. Un lugar ideal para el uso y el abuso del pronombre impersonal, que en otros idiomas sería imposible: el inglés they say , you say , I say sería un límite demasiado estricto para la isla; había que poder decir “se dijo”, “se escuchó”, “se supone” o “se cree”.

Y se cree que a la parejita vecina de Almirante y Contraalmirante le vino como anillo al dedo la desaparición de Zara, porque las fiestas menguaron. Aunque Jack continuó yendo al continente a buscar gente en su lancha para reuniones esporádicas, las músicas que se escucharon ya eran más lentas o melódicas, los tambores quizá acompañados de alguna guitarra, había menos luces encendidas por las noches y la casa a veces se alumbraba con velas. Pero se corrió, o más bien se deslizó, otra voz: parece que se hacían rituales de una oscura religión africana. Eran candomblés, aseguraba un pastor evangelista autoconvocado que los domingos invitaba a gente a su casa para escuchar sermones y recibir donaciones. Era un pícaro el pastor, así que no había que darle crédito ni siquiera a lo que decía. De hecho, estuvo preso por un robo importante antes de llegar a la isla, donde también fue conocido por sus habilidades como mecánico de embarcaciones y se decía que su vocación evangélica había surgido de la simple necesidad de ganar dinero extra. Eso de los rituales ocultos podía ser un invento de alguien que no quería competencia religiosa, pero abonaban la inquietud que producían esas noches en las que retumbaban los parches y se oían los cantos incomprensibles contra el fondo sonoro del croar de las ranas. Los jóvenes que asistían a esas fiestas o ritos llegaban un día y se iban al siguiente, generalmente los fines de semana, y no tomaban contacto alguno con el vecindario.

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