Osvaldo Baigorria - El ladrido del tigre

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El ladrido del tigre: краткое содержание, описание и аннотация

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A la desaparición de siete perros le sigue la desaparición de una mujer y, más tarde, la aparición de unos cadáveres en un arroyo isleño del delta del Tigre. De todo se esboza una explicación, unas conjeturas a veces delirantes. Con esos motores y con el particular clima social de la isla,
El ladrido del Tigre toma impulso narrativo y se lee desde la primera página como una novela de misterio situada en un paisaje de arroyos, riachos y juncales y con personajes pintorescos que no son lo que parecen, que cambian a medida que avanza el relato. En la isla «había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas», escribe el narrador, inquietante. Novela de misterio, novela de género, en
El ladrido del Tigre la pintura social es la excusa para entregarse a la narración de una trama intrigante que es al mismo tiempo una reflexión sobre las conductas humanas.

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Aunque hubo un par de excepciones. Uno de esos visitantes cierta vez alquiló una cabaña para instalarse por al menos dos meses. Era un barbudo de aspecto temible que andaba en una lancha nueva, bastante cara y bien pintado a un costado el nombre de La Veloz, del que se decía que era narcotraficante o policía o ambos. No se quedó mucho tiempo. Una madrugada La Veloz se prendió fuego a toda velocidad y casi quema entero el muelle y un árbol cercano, si no fuera porque otros vecinos salieron aún más velozmente a juntar agua del arroyo y pasando un par de baldes de mano en mano lograron apagar el incendio. Ni me enteré, yo dormía profundamente y esto ocurría a casi un kilómetro de mi casa. Cuando supe del siniestro, fui a ver ese muelle ya en parte carbonizado, La Veloz totalmente destruida, el árbol de casuarina negro como de luto.

Ahora bien. Una lancha no se incendia sola. Y menos estando anclada, con el motor apagado. Alguien dijo que vio un bidón de combustible flotando por el arroyo. Otro que esa lancha estaba por ser comprada por Jack e incluso se rumoreó que su dueño había aceptado una reserva de dinero para la venta. A esto no lo pude corroborar y, poco después, el misterioso narco o policía barbudo también desapareció de la isla.

¿Por qué me tenía que meter en estos temas? ¿Qué interés podía tener yo en la vida de esta gente? Bueno, todo estaba ocurriendo demasiado cerca. Uno de los que ayudó a apagar el fuego era de la teoría de que Jack fue quien incendió esa lancha para amenazar a su dueño por algo que éste sabía o sospechaba. Y se ofreció a contarme su versión de los hechos.

Trafalgar era uruguayo, como su nombre lo indica, y buen bebedor de mate, al que agregaba un chorrito de whisky. Un día me invitó a tomar unos tragos y a recorrer su casa en ruinas: vivía como ocupante ilegal en un viejo hotel abandonado, del que se decía que en otros tiempos había hospedado a grandes personalidades y exiliados famosos, desde Perón hasta el rey Juan de Borbón. Alto, robusto, cara redonda y morada, ojos sacados, Trafalgar era de esos que hablan todo el tiempo moviendo los brazos como para distraer la atención, y se rascaba o tocaba la cara cuando quería poner un acento, un énfasis. Sus opiniones sobre el vecindario eran lapidarias:

—La población de la isla se divide entre hijos de mil putas y tarados. Si uno no quiere pertenecer a ninguno de esos dos grupos, la pasa difícil. Como yo. Nadie me da pelota y entonces vivo aparte sin darle pelota a nadie.

—¿A nadie, realmente?

—Maticemos: hay muchos que son más o menos malos, y algunos que son más o menos buenos pero idiotas y también algunos realmente buenos que se fueron volviendo malos: por el clima, el reumatismo, las peleas entre vecinos y contra la naturaleza, limpiar el barro que dejan las crecidas, cortar la selva que avanza sobre el terreno, barnizar las maderas que se pudren con el tiempo, arreglar las goteras, como mínimo. Toda esta tensión endurece al hombre, a la mujer, al niño y al anciano. Me parece.

A mí me pareció y me sigue pareciendo que era coherente. Pero se lo consideraba un loco, lo cual –siendo locuaz– ya era mucho decir para la isla, o sea que estaría más loco que el promedio. Cierto que no terminaba de contar una historia y ya saltaba hacia otra. Mientras hablaba, Trafalgar me llevó a recorrer ese viejo hotel con arañas y candelabros de bronce, antiguos muebles, mesas de mármol, un retrete en uso que estaba guardado en un armario (o sea que para sentarse a cagar había que meterse dentro del armario) y otras curiosidades, como la habitación llena de telarañas con la cama matrimonial donde se supone que habían dormido el rey y María de las Mercedes de Borbón y Orleans. También una habitación siempre cerrada con llave, a la que no se podía entrar porque en ella habrían ocurrido varios crímenes irresueltos en venganzas de nunca acabar.

—Ahí las paredes, si pudieran hablar, llorarían sangre. Como la mayoría de las casas de la isla, pero acá por suerte al recuerdo lo tengo guardado en una sola habitación, bajo llave.

O sea que era supersticioso. ¿O tenía mucho que ocultar, como la mayoría de la gente en la isla? Cuando hablamos del caso de Jack, Trafalgar me propuso una teoría disparatada pero que con el tiempo adquirió más consistencia: el tipo habría matado a su mujer para quedarse con la casa y la herencia, como había hecho antes con la casa y la herencia del anterior marido de la anestesista, un millonario norteamericano que había acumulado extensas propiedades en las secciones más alejadas del delta como reserva de especies salvajes en extinción. Había llegado a criar leopardos, osos y lobos. Algunos se escaparon, y todavía andaban por ahí aterrorizando isleños. Los lobos se mezclaron con perros y se volvieron domésticos. Algunos leopardos se cruzaron con yaguaretés y formaron una nueva especie felina, más feroz y corpulenta; una especie atigrada, veloz, que corre y salta de árbol en árbol como el viento, más débil que el oso pero más ligera. En cuanto a los osos, no escaparon realmente, sino que fueron criados en la reserva e introducidos en áreas silvestres como medio de control de la plaga felina, pues los grandes gatos no se acercan a lugares donde merodean los osos. Una idea de la anestesista, que tampoco le salió del todo bien, ya que después de anestesiar, transportar y soltar a una pareja de osos pardos en el delta, estos se reprodujeron como nueva plaga. ¿Osos isleños? Debería decir oses porque eran macho y hembra, acotaba Trafalgar. Oses que tuvieron oseznes. Que después crecieron y se volvieron adultes. La única forma de mantenerlos a raya era introducir nuevos perros, o perres, y nuevas cruzas de perrolobos, o perrelobes. Trafalgar se reía. Cierto es que los osos suelen detestar el sonido agudo de los ladridos de perros y eso explicaba que se escondieran y no se dejaran ver por la isla. Una sola vez un turista dijo haber avistado un grizzly chapoteando en el pantano, pero podría haber sido una alucinación. Igual, la culpa de todo este desbarajuste original había sido por idea de la anestesista.

Es decir que ella tampoco tendría las manos limpias. ¿De dónde había sacado esos datos el uruguayo? No me quiso decir. Y agregó más: a la muerte de su esposo, que aparentemente habría caído bajo las garras de jaguaretés de su reserva, la anestesista vendió la propiedad a una multinacional conservacionista y se vino a vivir con Jack a La Reculada. El apodo al hombre le vendría de Jack el Destripador, claramente. Destripador o Descuartizador, era uno que tenía todo planeado desde el principio, tanto la muerte del millonario como después la de su esposa. Sólo que como ésta finalmente había desaparecido y no se podía probar que hubiese muerto, la herencia habría quedado en disputa con los hijos del primer matrimonio que se negaban a reconocer el testamento que la madre habría dejado a nombre de Jack. Sería un inconcebible testamento que –según Trafalgar– el viudo habría conseguido mediante ciertas técnicas de hipnosis, porque la mujer había firmado que todos sus bienes serían legados a su nuevo marido en caso de muerte o desaparición durante más de un año; esto último como previsión que debía tomarse en caso de que ella se ahogara y su cuerpo no fuese encontrado luego de doce meses, ya que se lo habrían devorado los peces. Así rimaba, así cerraba sus historias Trafalgar.

Sus leyendas parecían adaptaciones no tanto de lecturas de Horacio Quiroga como de alguna película o serie de terror animal; tal vez habría visto muchas en su pasado, porque en el viejo hotel abandonado no tenía televisión y mucho menos internet. En realidad, estaba ocupando ilegalmente ese caserón, pero se las arreglaba para alojar y cobrar a huéspedes de fin de semana. Como el edificio estaba totalmente en ruinas, asediado por la humedad constante de las crecidas durante décadas, los huéspedes dormían en colchones sobre el piso, en un living comedor mugriento, junto a una cocina gigante y siempre sucia, con poca luz, todo rodeado por las sombras de árboles centenarios. O sea que el target de huéspedes debía ser, si no de la misma clase, de una parecida a la del falso hotelero.

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