Sonia Rita Colomba - Caminar sobre su sombra

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Caminar sobre su sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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Tres historias que acontecen en los comienzos de la pandemia. Días inciertos como lo es el destino mismo del ser humano.
Los interrogantes que subyacen en todos los estadios de la vida: los de un hijo que parte sin rumbo, en «Caminar sobre su sombra»; una madre nacida en los albores del siglo veinte, precisamente en mil novecientos diecisiete, año de guerras y revoluciones sociales, mientras las mujeres se debaten entre los límites de la propia libertad individual, en «Chicas del diecisiete»; y la memoria de un padre desde la propia vejez del narrador, en «El pan de cada día».

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»Los chicos están en un refugio, junto con la madre de Aylín, ella se estuvo ocultando en diferentes casas, cuando la detectaban pasaba a otra casa. Las compañeras me pidieron que la tuviera yo, nadie me conoce en ese ambiente, sigue temiendo, cree verlos merodeando; el día que te enojaste, cuando sonó el portero y atendió ella, la encontré con un cuchillo que tomó de la cocina.

—Ese día sentí que alguien me seguía, toqué a tu puerta porque tuve miedo. Yo, que nunca temí a nada, a los hombres, a la intemperie. Pero no conseguir una venta en una semana. Me pasó en el dos mil uno, el lunes ya estaba haciendo la cola en la federal para sacar el pasaporte y ahí mismo, charlando con los que aguardaban, me enganché con unos pibes que iban a trabajar al puerto de Génova.

¿Qué podía saber yo de estiba, de barcos? Ellos tampoco, era corazonada, los había contratado alguien, apretaron los puños y cerraron los ojos.

Pero Marina, siempre escudriñando en el pasado, ahora no se muestra interesada en mi relato, más que eso, Marina parece inquieta porque entré en el suyo, por llevarla al lugar de la inquietud. Tampoco encuentra relación entre mi perseguidor y el marido de su amiga.

—Tuvo tiempo de cazarte en la puerta del edificio, no sé cómo no te das cuenta, huías de vos mismo, de tu sombra, tus propios miedos.

—En cuanto al hombre que puede ser tu padre no tiene relación con Aylín ni con nada que puedas estar imaginando, algo casual, cruces de camino, no se puede estar huyendo toda la vida del destino.

Estábamos viendo la tele y escuché el nombre, lo corroboré en los datos que me diste para hacer los trámites del permiso de circulación y lo de la obra social. Eneas no es un nombre común, tampoco es demasiado corriente el apellido Danunzio; el cronista había conseguido la nómina de las personas del geriátrico que trasladaban al hospital.

Una corriente fría me corrió por la piel al escuchar ese nombre, no había visto mi partida de nacimiento, no me ocupé de nada, un verdadero descuido no preguntarle, Marina la tramitó por Internet, caía en la cuenta de lo fácil que resultaba conocer la identidad de las personas.

—Ramiro —aún no volvía en mí. Aquel nombre olvidado, tan lejano en la memoria; un nuevo escalofrío me sacudía al escuchar mi nombre. No podía resistir ni dejar que sucediera como todos los demás acontecimientos, ese nombre que tomaba forma en la voz de Marina.—. Yo no soy el villano, Ramiro, no lo somos tus vecinos, tampoco mis amigos, nadie del presente.

Prendo la televisión.

—Aunque hayan trasladado a los internos del geriátrico —dice el locutor—, el operativo continúa.

Fija, la misma imagen en todos los canales, coches de la policía y una ambulancia estacionados frente al edificio del geriátrico; grupos humanos se van congregando, los perros callejeros que nunca faltan en la cita donde se reúnen las personas. Todos quieren opinar, decir lo suyo, y los cámaras especulan con esa ansiedad de vecinos y familiares de los ancianos; empleados, dueños, todos en la mira de las sospechas, “pobres abuelos”, es la voz que crece en los corrillos.

Una mujer que dice ser mucama del lugar, apunta a los hombres junto al portón de entrada.

—Me toca el turno de la noche, pero no me permiten entrar- Yo los amo a los abuelos, además de necesitar el trabajo, por supuesto, temo que después me digan que no llegué para cubrir mi puesto y me echen.

En un movimiento de la cámara enfocan a un grupo entre los que se encuentra Marina, no espero más, apunto la dirección y salgo hacia el lugar. Cuando llego, Marina está hablando con los de seguridad- Me acerco, escucho que pregunta por el paciente Eneas Danunzio; no pueden dar información, le dicen, pero un enfermero que merodea el lugar, lo recuerdo de haberlo visto hace un momento en la tele, le hace señas para que se acerque. El hombre reitera los mismos comentarios del resto del personal que llega para cubrir el nuevo turno, las sospechas de que los dueños aprovechen para echarlos del trabajo; Marina escucha pacientemente, al enfermero le da algún dato del paciente en cuestión.

—Uno de los que llamamos catatónicos —enseguida se pone en guardia—, cariñosamente, para individualizar los casos; postrados casi todos, pero algunos están como muertos.

Hijos no sabe si tiene:

—Un sobrino. Lo vi por ahí junto con algunos familiares de los pacientes, todos tratan de averiguar adónde se los llevaron- Vea, es aquel morochito que habla con la señorita Estévez- Se llama Nacho, por ese nombre lo conocemos, no tengo más datos, salvo que es maestro y además escribe en algún diario- Buena gente, pero más no sé. —Pero sigue argumentando—: suele ayudarnos cuando no hay un familiar de alguno de los abuelos, le delegamos el cuidado, de los pocos que vienen a la hora del almuerzo para hacerles la comida a los abuelos.

Amable, sencillo, como lo describió el enfermero. Discute con la policía que consigue hacer que se retiren las personas que aguardan información.

—No somos curiosos, esperamos noticias de nuestros familiares.

—La pandemia nos iguala, les puede tocar a ustedes también, nadie está libre de ser infectado.

—Precisamente, señor —le lanza con autoridad el policía—- Si se amontonan, pronto estaremos todos contagiados.

Se acercan más policías que consiguen hacerlos retirarse, pero los presentes se rearman después de cruzar la calle que corta la del geriátrico.

Los seguimos hasta la trinchera, en medio de la calle, al público se le han unido algunos empleados que les advierten:

—Tengan cuidado. No los vayan a confundir con esos locos que están diciendo que la enfermedad no existe, que esta es una batalla que se juega por la hegemonía mundial, pero que en el tire y afloje, en la conducción del mal están todos de acuerdo, lo que llaman el gobierno del planeta.

—Eso dicen las sectas religiosas- Siempre me parecieron gente tranquila —le digo a Marina—. Cada cual tiene derecho a creer lo que quiera.

—Pero estos son peligrosos. —Alguien detrás me toca el hombro, advierte con voz potente—: son peligrosos, violentos, meten ideas en la cabeza como si se tratara de productos con los que lustran los muebles de sus casas, no son religiosos, ni anarquistas, gente que piensa, que tiene sus ideas, obran siguiendo el grito de la selva.

Se acerca uno de los de seguridad que se dirige a Marina, ella se hizo pasar por familiar del tal Eneas, también está el muchacho.

—Su tío está en el Muñiz —dice.

Apenas escucha la explicación, el muchacho se aleja sin saludar. Cruza la calle hacia la fila de taxis que aguardan en la parada medio dormidos.

Lo seguimos, Marina toma la delantera con el teléfono en alto pidiéndole que aguarde.

—Perdonen, no me despedí —. Ha hecho detener al chofer que ya se había puesto el coche en movimiento. Marina le pide el teléfono, el muchacho se lo dice y ella apunta en el mismo aparato.

—Te hago una llamada para que registres mi número —le dice Marina mientras el coche vuelve a ponerse en movimiento.

Habla con Marina mientras el auto comienza a avanzar nuevamente. Ella quiere seguirlo en otro auto. —No hay premura —le digo—, ya sabés dónde está el viejo y además tenés el número del pibe, mejor vamos a comer algo.

Marina me recuerda que todos los lugares de comida están cerrados.

—No puedo creer que te mantengas imperturbable. Puede tratarse de tu padre, estar en el final.

Detrás del barbijo no puedo descubrir qué expresa su rostro, sospecho que desilusión, se resiste a perder la batalla; no me importa, estoy cansado, fastidiado de todas estas historias que trama Marina; solo me limito a recordarle que tiene el teléfono del muchacho; por la fuerza de la evidencia, acepta mis términos no sin alguna resistencia, al llegar a nuestra calle, y antes de despedirnos, me pide que no haga nada sin consultarle, pero apenas la veo desaparecer en la entrada del edificio, tomo el camino hacia el hospital.

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