Sonia Rita Colomba - Caminar sobre su sombra

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Tres historias que acontecen en los comienzos de la pandemia. Días inciertos como lo es el destino mismo del ser humano.
Los interrogantes que subyacen en todos los estadios de la vida: los de un hijo que parte sin rumbo, en «Caminar sobre su sombra»; una madre nacida en los albores del siglo veinte, precisamente en mil novecientos diecisiete, año de guerras y revoluciones sociales, mientras las mujeres se debaten entre los límites de la propia libertad individual, en «Chicas del diecisiete»; y la memoria de un padre desde la propia vejez del narrador, en «El pan de cada día».

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—Un error actuar en caliente —falló el vendedor en el juego de dar ventaja sopesando el entorno.

—Interesante cómo se acuerda de todo, Danunzio.

Me sobresaltó escuchar mi apellido. En los últimos tiempos, solo en la escribanía me llamaron por mi nombre, pero entonces se trató de algo neutro, como si no fuera yo ese tal Ramiro Danunzio.

Pugliese continuó enumerando cualidades vistas en mi persona. “Cáscara”, pensé, pero es como si el tipo hubiera adivinado, últimamente, debo reconocer, ando un tanto desatento; se lo confieso al espejo que justifica todo: “la puta pandemia, no estás hecho para el encierro”.

Pugliese cuenta la historia de su vida sin ahorrar detalles. Como con la mayoría de la gente, adivino el desarrollo del mapa mientras recorro estanterías y objetos acumulados sobre las mesas; por eso no me es extraña la composición de los libros, temas, títulos que dan forma, que llevan por el camino del centro, las vías por las que marcha el tren, pero son los desvíos, las callejas secundarias las que argumentan y lo ponen a uno en alerta. Si se tiene sentido de orientación, uno no olvida lo esencial; no se somete al influjo de los personajes, será siempre el que domine la historia.

Yo solo soy el camino por el cual los otros, clientes y proveedores transitan.

Alguien como Pugliese, un tipo corrido, se ha dado cuenta de mi modo. Creo que lo aprecia y hasta me sigue el juego: perder en una venta con tal de tenerme. Apuesta fuerte:

—Usted es una oreja atenta, es algo muy apreciado en estos días, pero en tantos años no puedo decir que lo conozca —y enseguida el zarpazo—: algún secreto debe tener; todos lo tenemos.

—Algo que no está bien, que no va conmigo —me apuro a contestar—. Mi vida es lo que se ve, muy simple: la visita a los clientes, el corretaje de los productos que conoce —me trabo, el tipo está notando que me incomoda.

—No, no se ataje, Danunzio —empieza a fastidiarme esa manera de remarcar el apellido—. Si yo solo decía, los secretos uno los comparte con una mujer. Usted no es casado, pero debe tener alguna novia, o varias —enseguida la risita cómplice, como las insinuaciones del encargado cuando me trae algún recado de la chica del frente.

—Pero si no es para tanto lo del distanciamiento social —remarca lo de distanciamiento con ese guiño montado a los lentes sobre el tabique nasal; tipos cancheros como el vecino de balcón.

—Yo no veo nada, usted sabe que soy un tipo discreto, mi función es la portería, usted es un propietario.

—Ajá —dice Pugliese y es un sonido que retumba en el cuarto que hace de oficina—, pase al escritorio —suele decirme—. Tómese un cafecito, tanto tiempo tratando con usted. Más que el representante de Splendorth, usted es un amigo.

Las palabras, pero más aún esos “ajá” que replican en los rincones, en el ángulo en el que se unen o cierran las cosas, en la taza de café, en el vaso de agua.

La inquietud amplía el sonido en la caja interior: apenas una exclamación, ese “ajá” de Pugliese me empuja a la calle; su eco no deja de golpear en todo el trayecto del colectivo.

Solo eso faltaba, sacar permiso para viajar.

—Todo igual que en Rusia, que en Cuba —dicen mis vecinos.

Ella llenó el formulario de la aplicación para circular por las calles. En realidad, es para tomar un colectivo.

Ella es Marina. Hace tiempo que no pienso en alguien nombrándolo, algo que no sea más que el nombre de un negocio de ropa, el nombre de la firma en el membrete del talonario; acabar confesándome que, por muchos atributos que le ponga a ese nombre, las chanzas esconden el hecho perturbador de no pensar en una mujer con un nombre propio, una voz, porque ahora hablamos por teléfono, y un rostro particular, la foto del perfil que repaso una y otra vez.

La mejor elección: el acercamiento a Marina, para acabar con las suspicacias, los corrillos que no conozco, pero intuyo; además, sintonizar con ella me deja buen rédito, sus conocimientos, el manejo de la tecnología.

Adaptándome a ese agostarse de la ciudad. La que se reduce a la mirada cercana, a ser desde un balcón; no hay más allá que la mancha espesa y mugrosa de la calle.

Alcanza este baño mañanero del sol filtrando desde el reflejo del choque de la luz con los techos y las terrazas de los edificios. Negociar con esta pantalla tiene su rédito, apreciar, sopesar el ahorro en transporte, el comer en la calle; pero también esos juegos del toma y doy con los clientes se facilitan con la mediación de la tecnología.

Después de tanto andar, de conocer la ciudad y los pueblos como el mapa de la propia mano, la ciudad se volvía nuevamente extraña.

Recomenzaba, aprendía a andar sin sacar los pies de la habitación, adaptándome al achicarse de la ciudad. El silencio glacial, las voces apagadas, fuego que no da calor, el temor del contagio.

Golpes de timbal, aislados contrapunto de voces que se pegan a las baldosas que repicarán con la protección de la oscuridad, junto a cientos de cacerolas nocturnas, protestando porque “queremos libertad”, y la respuesta que no se hace esperar, “salgan, contágiense y déjennos dormir en paz”; las réplicas interminables acerca del silencio de los cementerios, la cobardía a la que se pinta de un color u otro dependiendo del derecho de autor.

Hasta que sacian la bronca; después, otra vez el silencio, pesado y con algo de amenaza.

La sombra de alguien que avanza por la vereda. Me asomo, pero estoy en un piso demasiado alto para distinguir más allá de los contornos.

Por la manera de moverse, es una mujer; alguien, a pocos metros, la sigue. Hablo en femenino no porque esté seguro de que se trata de una mujer, sino porque el recorte de su figura lo parece.

Las sombras se han detenido, no al mismo tiempo, primero ella; ahora que se ha acercado estoy casi seguro de que se trata de una mujer, luego el que supongo su perseguidor.

Después de un momento, como si dudara, la sombra de contornos femeninos retoma el movimiento y dobla en la esquina.

Ya no la veré, salió de las posibilidades de mi foco; al menos que baje. Estoy esperando el grito, el sofoco, algo que anuncie el encuentro, hasta que observo que la otra, la sombra imaginada como perseguidor, reaparece entre la mudez de los árboles, un perro se le acerca, la sombra se vuelca hacia él y, después de un breve momento en que se inclina hacia el animal, parten juntos, el perro tomado por una cuerda y el hombre con paso rápido, desaparecen bajo las sombras de la noche que se cierra sobre la esquina por la que doblaron.

Marina ha hecho los trámites para que tenga una obra social, todo sin que tuviera que moverme de mi casa y con la mediación del encargado, que me entrega el carnet con su mirada cómplice, los ojitos risueños, ahora no lleva anteojos:

—Una mujer es necesaria, son muy diligentes.

Entendí que no se puede andar por la ciudad sin obra social, muchas veces había dado marcha atrás con el trámite, soy joven, la plata mejor la ahorro, pero ahora con la pandemia decidí, por mi seguridad, hacerle caso a Marina.

Hoy el hombre ha ido más lejos:

—Suertudo. Esta le hace el favor por nada, debe estar muy interesada en usted, no tiene idea de cuánto cobra un gestor —lo dice sin dejar de mostrar el rictus de desagrado, porque él se dedica a facilitar los trámites a los vecinos de este edificio y de algún aledaño. Marina se enteró por él—.Tenés pasaporte, has viajado y sin un seguro de salud, me lo dijo Fermín.

Me tomó de sorpresa.

—¿Fermín? —pregunté para ganar tiempo. El personaje del encargado empezaba a ser un hombre con nombre propio.

—Conocés Europa —insistió Marina.

—Italia —dije y traté de llevarla por otro camino. Mejor olvidar ese tiempo, tachar del mapa esa estación absurda.

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