No me incomodó el comentario.
—Otros tiempos —dije.
Hablé largamente, empezaba a dar rienda suelta a la imaginación, adornar los hechos con matices diversos; permitirme alguna mentira. Apenas tenía noción de la lectura cuando leí ese libro. Luego, mi madre ya no quiso hablar del asunto.
—Se trataba de la Delfina Correa, la santa —dije. No estaba seguro del personaje, pero el tren se había lanzado en su carrera y no podía detenerlo.
Marina no se impresionó por la estatura de la heroína, hablaba naturalmente:
—Obedecían al destino, lo azaroso que era todo aquello, quizá no eran tantas las diferencias en esas épocas.
Una vez más me sentía ridículo, no había motivo para envanecerme, me dijo. Y hasta creo que sospechaba que le estaba mintiendo.
Pero las cosas entre nosotros después de esa conversación… No sé por qué estoy usando con tanta soltura el “nosotros”. Lo cierto es que el entusiasmo de Marina creció después de ese día.
Me escribió unas horas después. Me acercaba datos del autor de la supuesta novela, un tal Abelardo Arias. No voy a olvidar ese nombre, aunque por el momento no pienso en leer su libro.
La chica de los pantalones con flecos ha entrado al negocio donde suelo comprar al bulto. En el foco de la luz, el sol del mediodía cayéndole a pleno, su figura y su ropa no desentonan con el barrio. Su aire grácil, ligero, pero un tanto vulgar en comparación con las chicas de mi barrio. Quizá la juventud sea el único bien con que cuentan estas chicas.
Como ella ha entrado al local, dudo si seguir de largo, pero enseguida reacciono. “Caramba”, me digo, “¿de dónde viene esta timidez? Jamás fui pusilánime, esto sí que es nuevo: la gente dentro de un local de ventas siempre te ha impulsado a entrar y desarrollar tu arte. Ellos quieren comprar y vos enganchás el anzuelo, siempre hay pique en tu río”.
—Vení, pibe, pasá que con vos la fiesta es completa —Pugliese levantaba el pulgar hacia arriba en signo de aprobación.
—Te presento a Roxana, o como se llame, jaja. —Le palmea el traste con una de sus manos; con la otra le junta los labios formando una trompa que vuelve algo cómico el rostro de la chica.
—Acercate, Danunzio —insiste Pugliese. —No te va a morder. ¿No ves que le estoy apretando el hocico? —y vuelve a reír.
La complicidad de machos; era la primera vez que me tuteaba, al menos por lo que yo recordaba. El trato era muy abierto, pero siempre de “usted”. La chica se había sonrojado, lo que me hizo pensar que no se trataba de una experta.
Enredado en mi propio cuerpo, argüí algún pretexto; busqué la salida tropezando con las cajas dispersas por el piso, casi me caigo en el escalón de la entrada, llegué hasta la puerta de entrada y. ya fuera del local, aún seguía escuchando la risa del viejo y el vozarrón:
—Por lo menos cerrá la puerta, pibe.
Perdí el contacto, me dije. Un fastidio, el tipo conseguía mercadería muy en precio, no digo barata porque la calidad del producto no daba para vender en el centro. Era mercadería que colocaba todo entre gente de los barrios alejados, entre las mujeres que se dedicaban a la reventa.
El estanque de hojas otoñadas
Crecía la ciudad en su soledad. Las calles se ensanchaban, el gris enorme en un infinito sin estrellas; lejos, extraña, pequeña y abigarrada la ciudad, cerrada sobre sí misma. Calles que se desangran con el corte filoso del hachazo del tren; las huellas de los neumáticos sobre sus propias heridas encostradas.
Almas robadas en los escaparates de los negocios. Y el contraste, ojos pegados a las vidrieras. Ellos no pueden ser robados porque al hambre no le sobran migajas, ni la prisión de algún abrigo.
¿De dónde viene? No reconozco a este que se sienta a mi lado y piensa; sopla en mi oído el viento feraz de la calle; pone ojos en el rostro que solo ha visto un paisaje protocolar.
—Es Marina, es la pandemia —le digo a ese que fastidia en el asiento del lado.
Por qué viajar uno por asiento cuando, apiñados, palpitábamos en un sudor colectivo que no nos hacía volubles.
Hojas amontonadas en los charcos, una luz macilenta pegada a la ventana.
El frío de afuera cuando se abre la puerta; está entrando él, debo llamarlo papá, pero él solo es mi padrastro.
Aunque del otro no tengo recuerdo.
La persiana y la luz de cortante; fogonazo en los ojos, raspa la legaña, aplasta el cuerpo adormilado en la silla.
—Dejame —chilla el niño- Ni siquiera mira el reloj, el instinto y la oscuridad de la calle le dice que aún es temprano.
—Qué pasa con él, —Si ella interviene, se van y no hay nada más que el desayuno frío.
Quizá él simplemente quiso tentarte con el perfume de las tostadas y el café con leche caliente.
—Es un pibe huraño —le dice, pero ella le advierte:
—Dejalo hacer.
Ahora ya no dice, solo enciende la luz y por las tardes llega con el frío del puerto pegado al abrigo de loneta.
También enciende el fuego porque llega antes que ella y a él le tienen prohibido abrir la garrafa de gas.
Es poco lo que debe hacer, sacar la ropa del lavador y tenderla, barrer y pasar el trapo al piso.
Por la tarde va al colegio. No es mal alumno, al contrario.
Cuando ellos llegan ya hizo las tareas; estudió y amplió lo del manual con los escasos libros que hay en la biblioteca de ella.
No ve televisión.
—Un pibe raro —solía comentar él, cuando todavía opinaba.
Cuando baja para el cambio de estación, este otro le dice:
—Quedate en ese tren, no ves que ya no pasa nada.
Pero él baja y luego toma el colectivo nada más que para fastidiarlo.
—Aquella mañana —le dice, porque el tipo, el que camina con él, lo ha seguido al colectivo y se le sienta al lado—. Aquella mañana no hubo nada; nada diferente a los otros días, me dejé llevar. Vení otro día, ahora estoy cansado, no pienso seguirte a ninguna parte.
Cosas del azar. Hasta Miramar no me pidieron el boleto, era el final del recorrido, debía bajar y subir a otro coche que tomaba el camino de vuelta.
Tenía algo de plata, siempre llevaba los ahorros encima. Nunca me pregunté por qué, nunca me importan los detalles.
Un camionero, de esos que necesitan compañía y no preguntan dijo:
—Voy a Bahía y sigo adonde me lleve la carga. —Y después de tensar las sogas con las que ataba la lona de la caja, me invitó—: Por si te interesa, hasta Buenos Aires voy seguro.
Conocí las sierras, le ayudé a descargar los cajones de fruta y verdura. En Olavarría consiguió un cargamento de papa que vendió cerca de la capital al triple de lo que la había comprado.
—Podía haber sacado más —comentó—, pero no hay que ser ambicioso. Hice buen negocio, pibe, me trajiste suerte.
En Buenos Aires, me presentó en la pensión donde paraba habitualmente. Tampoco preguntaron. Tuve suerte con la gente que iba conociendo.
¿El corretaje? Sí, me inicié y aprendí con él. Lo observé negociar, sin emplear palabra, escuchaba. Compraba, vendía, ese primer viaje, fueron varios días de travesía, después hubo otros.
La mujer de la pensión me presentó con gente que revendía importado. Ella tomaba una parte, era lo justo, me cedía un negocio que había sido de ella.
—Me la hice solo —te digo y vos, que te sabés las respuestas de los libros, y que me tirás un pleno con la hoja del primer capítulo de algo, porque mucho de lo que decís lo aprendiste de oídas.
Después del Gordo hubo muchos maestros, pero ese camionero fue fundamental. Y los ángeles que te cubren la espalda, nombres familiares que tratás de recordar.
Avanzás en los capítulos, tu pertenencia, una familia, una escuela, el entorno, las raíces.
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