—Una equivocación ese viaje, fue en un momento de confusión del país. Muchos partían, entre ellos algún amigo.
Le enseño el pasaporte a través de la imagen del teléfono en el video llamado. Enseguida advierte que hay sellos de otros países.
Curiosa, mala costumbre de los que pierden el tiempo metiendo el hocico donde no les importa. Pregunta, quiere saber cómo me las arreglé para conseguir trabajo, vivienda.
—Sobre todo el idioma —dice—. Moverse en un país con una lengua que decís que era desconocida para vos.
—Mirando los carteles, siempre atento a los movimientos. Todo está escrito, no hace falta andar preguntando, las cosas no son diferentes en un país y otro.
Rápida en el juicio:
—Digo, porque son una sociedad individualista —me estaba fastidiando tanta suspicacia. Consiguió contrariarme y, contra mi costumbre, comencé a dar detalles, recordar.
—Un español con el que trabajamos en el puerto de Génova me dijo que a ellos esto de la modernidad los obligó a aprender a leer.
La política no me interesa. Las diferencias, nada. ¿Por qué tenía que defenderme, dar explicaciones? Nunca me pasó con los clientes.
—Aquí dice que visitaste Suiza, qué hermoso debe ser todo aquello.
—Solo estuve en la frontera, hacía demasiado frío como para darme cuenta de los detalles.
—Pero el paisaje no pudo pasarte inadvertido. Dicen que nuestro sur se le parece.
Cómo yo callaba, intentó otro camino:
—“Claro”, dirás, “es el mismo planeta, los paisajes se repiten”. Soy una tonta.- Como todos los que no pudimos salir al mundo, yo no pierdo las esperanzas.
—Dormía durante el viaje y, al llegar a la aduana, tenía que estar muy atento para que no me deportaran. Finalmente fue lo que me pasó. Me vino bien. Los franceses se hicieron cargo de mandarme de vuelta, lo del pasaje no estaba muy en regla, pero ellos me facilitaron los trámites.
—Entonces no solo fue tu pericia. La lectura de los carteles, como decís. Parece que la gente ayudó.
—Tenían que sacarse de encima al inmigrante.
No se conformó, quería saber más, empezaba a sospechar que el encargado tenía razón, estaba interesada en mi persona.
—Si te fuiste de tu casa estando en segundo año, trabajando, ¿cómo hiciste el secundario?
Algo se ablandó dentro de mí. “No es un cliente”, me dije, y comencé a sentir que aquel viaje en el que perdí el contacto con mis amigos me había afectado realmente.
—Terminé con el plan del gobierno. Me esforcé; facilitaban todo, en menos de dos años ya tenía el certificado.
Inútil hablar. Cualquier cosa que diga, no sé, siento que se ríe de mí.
Una masa humana en torno de las estaciones. Con mi permiso para circular, que muestro a la vigilancia, me ubico en la cola de los aceptados. Me pregunto si toda esta gente tendrá su permiso correspondiente.
Robots, dice un viejo que va tres puestos delante; intenta hablar con todos, pero solo le responde una vieja como él que está en la cola del lado.
—Nos van a poner un código en la frente que diga “registrado”, como decía la propaganda en los setenta.
La que lo precede en la fila se da vuelta y el tipo que la empuja.
—No me tire su saliva, señora.
La veo venir. La mujer se baja el barbijo chillando, que se ahoga, que tiene ochenta años y, apuntando hacia el viejo, se queja de los malos modales.
Un policía la saca de la cola, un grupito la sigue; no tienen permiso, es evidente que es una treta para pasar.
Paso el control sin problema. Apenas salgo de la estación, la calle desierta. Toda aquella aglomeración: ¿adónde iría tanta gente? A trabajar seguro que no, todos muy mayores.
Camino. Hago varias cuadras, nadie en las calles. Los pocos con los que me cruzo evitan acercarse, algunos bajan a la calle. En algún quiosco abierto se forma cola para cargar las tarjetas de teléfono, recorro los barrios donde viven los clientes más seguros, barrios populares, de gente ruidosa, de modales abiertos. Ahora todo es un hablar quedo, apenas susurran, como si temieran decir algo que fuera a escucharse más allá de la acera.
Llego a la avenida; hay más movimiento. Una chica con los pantalones en hilachas, muy a la moda, se detiene a mirar los objetos en la vidriera. El cuerpo se inclina para husmear entre las cosas alineadas en los escaparates; sin embargo, no parece que estuviera interesada en algo en especial. Su rostro y el mío, más atrás, reflejados en el cristal junto con el pedazo de paisaje que nos rodea.
Un cuerpo armado para seducir-. La manera de pararse, la ropa, los adornos que lleva.
Estudiar a la gente, todos pueden ser probables clientes, es una costumbre que se hizo carne. Pero cómo abordar a nadie en la ciudad cerrada sobre sí misma.
El aspecto de la chica no difiere del de Marina, pero más suelta, más moderna, curiosa.
A Marina debo reconocerle su recato, sus maneras de otra época, no necesita decir nada, todo en ella habla de una educación refinada- Bueno, no sé si esta es la palabra; profunda más bien. Ese quedarse escuchando, aunque no esté interesada, no interrumpir, aunque no esté de acuerdo.
Contrastes. Los rústicos guiños del encargado, siempre indagando.
—Tendría que comprarse una tablet. Me dice su amiga que son más baratas que las computadoras- Usted que anda en eso de las ventas de importados, ¿habrá alguna oferta?
Lo dejo hablando, siempre tuve paciencia, estoy cambiando el carácter, debe ser el encierro.
“El amor crece en los sentimientos, el acercamiento de los cuerpos no es todo”.
—A veces creo que a ella no le importo como hombre, “solo amigos” —le dijo a Fermín y lo que uno le dice a este hombre es para que sea retransmitido.
Sensaciones; nada más pensar en ella y comienzan los cosquilleos, no solo ahí, no, más arriba, algo se enciende en el pecho. No creí que alguien despertara algo así, no sé cómo llamarlo, solo estuve con putas, al choque o aliviarme por mí mismo, de esto mucho, un trámite barato y sin complicaciones.
Las mujeres debieran pensarlo antes de la calentura. Tanta muerte por aborto, y los partos, por lo que muestran las películas, puede ser algo cruento.
—Mi abuela murió después del séptimo hijo.
Ella quiere saber.
—Nunca hablás de tu familia, incluso creo que evadís el tema del pasado.
Le cuento acerca de esa abuela.
—Eran santiagueños, la familia de mi padre, murió o se fue cuando yo era pequeño y mi madre ha sido hermética en todo lo que respecta a su familia. Solo sé que cortó lazos con ellos al mudarse a la costa.
»Decía que descendía de una familia de prosapia. Yo no supe el significado de la palabra hasta que aprendí a leer y me dio la manía de buscar todo en el diccionario, como ahora en el Google; buscaba una palabra y luego seguía la cadena familiar, los sinónimos y los antónimos.
»En su biblioteca, muy escasa, por cierto, había libros que hablaban de esa familia con la que no se volvió a ver. Quizá fuera por un romance que tuvo. Ella decía que chocaba mucho con sus padres a causa de las ideas encontradas. Me señaló una novela, que leí pero apenas recuerdo, en la que se hablaba de una heroína de ese tronco familiar. Perseguida por un tirano, la mujer fue tras el rastro del marido. Vivían en un monte, entonces, la cárcel era un destierro, lejos de la ciudad; el marido, que me pareció un cobarde, permitía que la mujer viviera en esas condiciones, En cambio, ella tenía el temple de un soldado, de un general.
Muy perspicaz, Marina: pregunta si lo del temple de un militar es por lo de la obediencia a las reglas, a seguir a aquel con el que estaba unida en matrimonio.
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