El tren se había devorado la Costa Azul, “eso es Mónaco”, voces que llegaban desde el sueño; “país de filibusteros”, replicó alguien. Amanecía y nos deportaban; otra vez decidía el azar.
Regresaba a la Argentina en un mismo viaje, aquel de los trece años.
Salvo que ahora no estaba solo, los otros protestaban, corrían, acusaban con nombres propios.
Llegar a Buenos Aires, el hermetismo, lo mismo repitiéndose.
Gente que pasa rozando, sombras que dejan estelas, chisporroteos fugaces que se apagan apenas se los roza.
Una ventisca perdida se traga las imágenes que salen del subte, nada que haya cambiado, nada diferente a todas las ciudades en las que anduve intentando.
Corridas subiendo y bajando de los trenes, de los colectivos; el océano, desde los aviones, apenas fue un paréntesis.
El mundo detenido en los bancos de las plazas; me he acostumbrado a dormir donde se resiste la noche, allá y acá, el departamento estará alquilado hasta después del verano. Unos ojos muertos, cuencas vacías, estar alerta, cosas que se aprenden de la intemperie, relojeo a los que se tienden a mi lado, pero en esta ciudad la amenaza tiene un color indefinido; no son estos vagabundos, hay solidaridad de mantas compartidas, perros que dan calor en la humedad del estío; el temor llegaba desde otros ojos, peregrinos, hombres impermeables a los aguaceros, ojos ardientes de alcohol.
No sé, les digo, algo a lo que no se le puede dar nombre, todo está demasiado quieto en esta ciudad.
Quieren saber de allá. Aquellos te obligan a ver sin que se note que mirás, parquedad de los solos, los ojos secos de andar, encendidos solo en la llama que alumbra el cigarrillo.
Se duermen en silencio, no piden más, sintiendo que lo escuchado les basta, no hace falta cruzar al otro lado del mundo.
Me entregaron el departamento, sin ganas, protestando. No hay quién alquile en la ciudad incierta.
Vísperas y la espera del invierno bajo el cobijo de un techo; las horas muertas a las que obliga la pandemia saben al budín que se come en las fondas: no importa el relleno, solo calmar el crujir en la panza.
Empecé a leer por curiosidad y también por tener con quién compartir la abulia de las horas, los títulos sugeridos en los mensajes escritos en grandes caracteres sobre el reverso de hojas de impresión, que envía la vecina del edificio del frente.
Relaciones que el ingenio y la soledad de la urbe se esfuerzan por adaptar a las disposiciones de una realidad de película de ficción.
Fundamental para evitar el contagio es evitar el contacto físico, no necesitan explicármelo, lo experimenté en Europa donde la gente toma distancia para hablar con un sudaca, en Italia incluye a sus compatriotas de la costa del mediterráneo, la piel sudorosa, lo que puede trasmitirles nuestro aliento, el temor en los rostros imaginando lo que pudiera contagiarles ese minúsculo hombrecito que le pregunta por una calle, un lugar en el mapa.
No es el caso de la chica del frente que, siguiendo las disposiciones sanitarias por la pandemia, y sin que yo lo solicitara, me dejó una pila de libros en la portería, que el encargado me entregó con los guiños cómplices que suelen hacer los hombres al referirse a una mujer.
Me gustó, de Borges, una cierta inquietud que sugiere y, por lo breve, toques que no dejan marcas, que aunque hagan pensar, no sacuden ni despiertan pasiones. Toques risueños, los guiños, la suspicacia del encargado se me hacen parte de la ambientación de esos relatos. Y los tonos sepia, no los de Borges, los de estos, nuestros días, iguales, un sol sucio, ensañándose, ensanchando el mal humor de la calle; solo el alivio del rocío mañanero que apacienta la lluvia de hojas en esta quietud otoñada que huele a muerto.
Como ya no es posible corretear con lo importado, mi mayor rubro en las ventas, salí, medio a tientas, confiando en mi olfato, a buscar el modo, algo por mi cuenta.
Sin negar la buena suerte que siempre me acompañó, todo lo debo a ese olfato, a mí mismo, por otra parte, si hay que morir, me dije y les digo a los clientes, que sea andando.
Andar por las calles sin gente, con sonidos que salen de los balcones, las ventanas.
Golpear de ollas desde los agujeros de sus celdas, cuerpos encorvados, rostros macilentos, abulia. Anoche me dieron ganas de decirle al tipo del balcón del lado que tanto entusiasmo con la música no lo va a resucitar al corro de vecinos, hay de los que viven y los que protestan, solo yo sé del tufillo que llega de su casa, el olor de los velorios, los rostros, el color, el suyo y el de sus amigos, macilento, la pátina de cera en la piel de los muertos, y el gris de la calle que las luces de la noche, transfiguran.
Los tambores en las fiestas patrias, las campanas que llaman a misa siempre suenan a muerto en los pueblos que he recorrido; todo eso y más querría decirles, pero a qué sumarme al malestar general, mejor no buscarse problemas. Ya ni habrá quien reclame por los productos que he vendido, como las ollas de acero quirúrgico con las que golpean a toda hora.
Recuerdo que fueron de un lote que Pugliese consiguió de un industrial “ahorcado”.
—Difícil olvidar un apellido como el mío, igual al músico —repite la cantinela cada vez que lo visito sumando detalles a la biografía de la “celebridad”, las orquestas típicas en los bailes de club, la vigencia del tango. Yo me limito a escuchar, es de oficio
Callando, ignorante en casi todo, fui adquiriendo saber en la escucha.
—Tengo remanentes estacionados acá, no hay a quién vender con esto de la crisis.
Pugliese conoce la ciudad, ha vivido la noche, pero habla de más, y eso le hace perder frente a alguien paciente como yo: sin decir “esta boca es mía”, me llevé todo el lote de ollas, las de acero y más de doscientas cajas de las de aluminio que revendí en los barrios al precio que, a medida que pasaban los días, con la inflación y la escasez, ponía mayor distancia con el de compra.
—¿A cuánto el lote entero? —dejé la pregunta en suspenso y largué la oferta cuando noté el empalago del hombre en su propio discurso. Titubeó, pero ya estaba hecho:
—Vamos, Pugliese, si lo consiguió por nada. Y, además, usted mismo lo está diciendo: vaya a saber lo que va a pasar con el país.
El corretaje es ir siempre adelante, correr y adelantarse, aunque nadie esté limpiando las calles, las aceras mugrosas, no temerle a la caída, a resbalar sobre los rastros del gasoil; andar sin saltear estaciones, no dejarse llevar por el aspecto de ninguna, una fachada en ruinas puede esconder el mayor tesoro.
Era linda pero aún no lo sabía, una mancha al otro lado de la calle; no sabía que era linda ni lo que vendría con ella. Eso fue después, cuando mi vecino, el del balcón de al lado me hizo su contraoferta, después de pagarme por las tres ollas de aluminio sin chistar, el precio que le pedí. Con la compra venía un lance que pude advertir enseguida.
—Vienen mis amigos después de tocar. Todos ellos son músicos, vamos a jugar. ¿Por qué no te nos unís?
Antes de que avanzara, me fui de costado para esquivar el tiro. Con el corretaje uno anda por cualquier lugar, tocando mercadería que pasó por muchas manos, y con la advertencia de que uno puede estar contagiado pero sin síntomas. No quisiera infectar a alguien.
Intentó minimizar, con esa manera que tienen ellos, pero la pelota que le había lanzado había pegado en el centro. No protestó, me metí en mi departamento y él en el suyo. Pobre desgraciado, debe estar rociando con lavandina y alcohol en gel hasta el mismísimo intento de hacerme participar en sus orgías.
Pero esa pelota que tiró quedó picando en mí: ¿por qué me hacía esa oferta? Un hombre solo suele despertar sospechas, debía mover el juego para limpiar el terreno, quizá hubiera alguna señal equívoca en las insinuaciones del encargado, que no fuera discreción esa de mirar desde el rabillo de algunos vecinos.
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