No me vas a chamuyar tan fácil, las “buenas razones” que argumentás son el culo que me pelé solito, rodando por las estaciones, los pueblos perdidos.
Negociemos al mitá y mitá, y me dejás tranquilo, se me están ocurriendo ejemplos de hombres notables que se hicieron desde el peor de los pozos, y tantos millonarios de los que uno se entera que se suicidan de puro aburrimiento, de insatisfacción.
—Excepciones a la regla —decís. Bueno, no soy un experto, apenas intento encontrar en vos un mí, el que fue aprendiendo del barro que lo modeló, porque hasta ahora no me habías importado, pero desde que apareció ella.
Marina me está pareciendo el comienzo de otro viaje; el Gordo me enseñó a comerciar, ella a llenar los espacios que quedaron vacíos
Yo pongo lo mío. Intento, con mayúsculas, eso es la vida.
—Somos tan distintos —le digo. No me deja continuar.
—Podemos unir los menús de ambos y disfrutar de un buen almuerzo—, qué metáfora de mierda, pero es lo que me salió. Me fallaste vos.
Ella disimula. Lo que más aprecio de Marina es el esfuerzo por igualar; que baje tres pisos para abordarme desde mi manera simple, mi modo de ver el mundo.
Dialéctica entre el ser y el hacer.
—Somos lo que hacemos, pero lo que pensamos se construyó en ese hacer —le digo. Marina no replica, avanza sobre mis palabras:
—La introspección, indagar te modela. Imagino que pensás qué pérdida de tiempo esta gente como yo.
Niego con un gesto, a la sombra del teléfono; no ver los rostros, ni cercanía de los cuerpos, no atreverme a decir.
—Hablás con cierto desprecio del que cae, la gente que es porque es, todos estamos comprometidos en una cadena que nos eslabona; no importa si nos soltamos, ¿si sufrieras de un bloqueo de la mente? El Alzheimer hace que la persona pierda el libre albedrío, aunque igual habrá el devenir que nos mueve a todos.
Sí, estoy de acuerdo con vos, Marina, cómo hacértelo saber, cruzar la calle y decirte.
Está parapetada sobre la baranda, el torso inclinado hacia la calle.
—Se va a tirar. —Es el vecino, el tono apagado, como si temiera que sus palabras se escucharan del otro lado de la calle.
“Marica jodido”, pienso, pero viéndola bien, puede que acierte.
Esperar a que se resuelva, o bajar y avisarle al encargado; el jodido del vecino tiene razón, pedirle que se retire del borde, gritar, la asustaría.
Podría tomar alguna droga, no conozco sus costumbres. Estar viendo, el embudo del vacío que no parece tener fondo, queriendo tragárselo a uno.
—¿Por qué no la llamás por teléfono? Ustedes son amigos.
Y vos cómo sabés, entrometido de mierda.
—Hay que disuadirla —insiste.
—Solo está viendo la calle —digo.
Marina, ¿por qué tenías que aparecer a complicarme la existencia?
—Mujeres…—lo decía el camionero—. Si se te mete una entre ceja y ceja, chau pibe, se te cierra el camino.
Fui con él la primera vez, insistió en que el hombre tiene que iniciarse con una puta. No me gustó. Un regusto a vómito después que eso salió de mi cuerpo.
—¿Qué pasa? ¿No te gustó?
En el patio, la rueda de risas.
—Es la iniciación, se le va a pasar —dijo el Gordo.
No volví nunca a eso.
Esas mujeres me disgustan. Las jóvenes me dan pena; la piba en lo de Pugliese.
Marina sigue inclinada, me relajé pensando en esas mujeres, no creo que vaya a tirarse.
—Busca caer por su propio peso, mirá como oscila —dicen al lado.
—No me parece —digo.
Quizá tengan razón los del lado, quizá deba advertirla, es peligroso ese juego, Marina, pero cómo hacer para no sobresaltarla.
Llamarla por teléfono; y si lo tuviera encima, suele llevarlo en el bolsillo posterior del jean, mala costumbre, perdió uno al caérsele al inodoro
—Qué quiere probar esa tarada —dice el amigo de mi vecino.
—No es el teatro —les grito—. ¿Qué se están pensando?
Discutimos, cuando me vuelvo ella ya no está en el balcón.
Miro hacia abajo. Nada, nadie que transite por la vereda siquiera.
Entro y la llamo por teléfono.
Algo en el tono de la voz, ronco, informe. Balbucea.
Bajo las escaleras, pero al llegar al palier, algo me detiene; el sentido del ridículo.
—Vos nunca harías cosas como estas. —El tipo ese, tan molesto, y ella, están trastornando mi seguridad.
Pero sigo adelante. En la calle piso algo informe, el cuerpo caído, dice el persecuta, pensé que no volverías, jodido entrometido.
Toco el portero sin saber qué decir, el otro se fue, siempre es así, aparece, me manda al frente y se retira.
Acariciar nuestras voces en el teléfono, preguntar sin decir. Ella nombra las cosas con golpeteo de alas.
“La ternura de la tarde”. Es eso. Miraba detrás de ese follaje de plumas, eso que ella intenta tocar en las cosas: “la ternura de la tarde”.
Cómo no lo pensé antes, cuando estaba allí, apoyada en la baranda. Son esos del lado, ellos me inquietaron.
Qué decirle, que tengo miedo, que pensé que te caías, que he comenzado a sentirme voluble y temo por todo, por mí, la soledad de la que ya no disfruto como antes.
Bajás por la escalera, sonreís y sos vos que decís, el gesto amplio de los brazos acompañando el tararear de la voz.
—No tomo el ascensor porque aquí vive gente que llegó de Europa y no respeta las reglas sanitarias ni la cuarentena. —Hacés una pausa y ya no sonreís—. La primera vez que estamos de cuerpo presente.
Y nos quedamos viendo no sé qué. Es linda, los ojos la iluminan; pero nada de eso puedo decirle, algo que raspa en la garganta, la boca seca.
Debí lavarme los dientes antes de presentarme en su casa.
—¿Estás bien? —pregunto. Es todo lo que puedo sacar del paso cavernoso de la carraspera.
—Te duele la garganta —dice—. Te haría pasar, pero no sé si está bien.
No te das cuenta de que me expuse. Crucé la línea permitida por si acaso.
No, no le importa, me está viendo como un estúpido.
—¿Tenés alguna otra molestia? —indaga. Faltaba eso, que desconfiara.
—Nada más me atraganté, no tengo nada, no te preocupes.
Cierta inquietud, algo la incomoda. Al fin se explica:
—Estoy hospedando a una amiga que con la cuarentena se quedó en la calle.
Saludo con la palma en alto, me vuelvo y cruzo la calle desierta, sin coches ni cadáveres alfombrando el asfalto.
Varias llamadas perdidas, una de Marina, un mensaje:
—No contestabas, por favor, llamame. Me quedé un tanto cortada al verte.
A veces es necesario interpretar los mensajes, es el vecino, está discutiendo con alguien.
No espera que la llame, lo hace ella, se la nota algo excitada.
—Al cruzar, en el apuro, dejé el teléfono —me excuso.
Apuro, por qué, quiere saber.
Me toma por sorpresa.
—Estabas apoyada en la baranda mirando hacia la calle, me asusté.
—Pensaste que “ay, Dios, no lo puedo creer de vos”— hace una pausa, baja la voz, musita—, me sorprendés gratamente.
Me quedo callado; ella insiste, con ese tono cercano: “la ternura de la tarde”
—No fui yo, el vecino estaba dando el alerta. — No debí decir esto, por qué arrojar los laureles conseguidos al tacho de la basura.
Pregunta si estoy con alguien:
—Hablamos luego.
—No, es la pared, se escucha todo.
Al fin entiende y nos reímos, igual me queda el sabor amargo de los puntos perdidos al adjudicarle la mitad del logro al imbécil del vecino.
Mensaje:
—Asomate al balcón, para que conozcas a Aylín.
Si algo no me falla es la vista, no olvido un rostro, la chica no se llama Aylín, es Roxana, lo dijo Pugliese mientras la toqueteaba, ella sentada en sus rodillas.
Читать дальше