Cómo advertirle a Marina que puede causarle problemas.
—Tu cara se me hace conocida —le digo.
La muy turra, contesta que tal vez, pero no recuerdo. Insisto y ella: que su cara es demasiado común, y puede ser, porque conozco a demasiada gente.
Marina me llamó un rato después.
—Se puso muy mal, me contó, vos podés creer lo que quieras, pero no conocés las circunstancias de su vida. —La voz de Marina se entrecruza con la del vecino, discute con alguien.
Está bien, contesto, cortante, ahora estoy chateando con un cliente.
Una música lejana, parece violín. Todos se han callado; alguien llora. El sonido se alarga, son los últimos acordes.
Aplausos desde algunas ventanas que no logran borrar el silencio de la noche sobre la falda de la calle.
Tibio para mayo. Un in crescendo del llanto, es el vecino. Me pregunto si lo emocionó la melodía o algo se quebró luego de la discusión.
Escribo:
—Impunidad. —Otra vez las malas interpretaciones.
—Asesinar —contraataca Marina—, impunidad es una palabra escudo, no comprometerse. La pelotita de ping-pong va de uno al otro. La conciencia que se reduce a la tabla del jugador.
—No te entiendo.
—Entendés. Usás palabras muy fuertes, asesinar es matar. Mataste tu pasado. Matar es matar, lo que decís es solo teórico.
—Se trata de la conciencia, amigo.
“No soy sordo, sé de qué se trata, como hablar con un espejo”, pienso, pero no escribo.
—Anulaste al niño, un secuestrador del alma, un crimen que no deja huellas.
—El malestar en el cuerpo en cada reaparición, lucharán cada vez que no te dan la razón, ya lo verás, acabará atacando todas las células.
—Mentiras —escribo, pero sé que no se equivoca, solo que no me gusta el uso que hace del lenguaje.
—Cuidado, el virus mata ahogando el grito que llega tarde.
—Estás hablando conmigo, lo que decís no es más que teoría. —Repaso, escribo como si le estuviera gritando, tampoco me gusta mi tono.
Pero es ella la que se excusa:
—Perdoná.
No contesté hasta después de un rato:
—Soy como soy, vos buscás a otro.
Contestó enseguida:
—También soy esta y las otras que me señalan lo que va por caminos equívocos. ¿Amigos?
—Está bien, es tarde, hablamos mañana.
Apago y me acuesto. Me despierto pasada la medianoche. Prendo el teléfono, reviso el chat, no hay mensajes.
Quizá esté muy entretenida con Roxana, o Aylín, vaya uno a saber qué tienen esas dos.
El sentido de las palabras: copian y pegan. Replican textos que se multiplican en red, quién sabe de dónde vienen, quién inventa lo que repiten como robots.
Entré una vez a una confitería, famosa por la concurrencia de intelectuales, escritores, me había dicho mi amigo Juano; quería aprender. Discutían, no entendí cuáles eran las diferencias entre unos y otros, para mí todos decían lo mismo:
—Llevo cuarenta años escuchando lo mismo —me dice el mozo mientas me sirve la gaseosa.
“¿Amigos?” Todos son mis amigos, la ciudad entera; en cualquier lugar al que ingrese se me tiende la mano y yo la recibo con un apretón. “Amigazo”, así me reciben en los comercios, dueños y empleados; los guardas de estación; gente que conozco en la calle, montones de amigos, gente de todo tipo.
—Tu filosofía te ha funcionado hasta aquí —dice—. No ella, vos, ya veremos qué ocurre si esta nueva realidad se prolonga.
No vas a llevarme a algún callejón oscuro, no hay nada en el pasado que pueda perturbar el hoy, el ahora. Nunca reproché nada a nadie simplemente porque no hay a quién ¿entendés? A veces creo que tenés celos de la felicidad con la que ando por la vida.
—Leí hace tiempo una novelita, los buscavida, en eso estamos, amigo, hacer camino. ¿No le molesta que me siente a su lado?
Asiento y digo algo de circunstancias. El banco de una plazoleta, algo que ocurre casi todos los días entre gente común, porque eso soy, se comparte un sándwich y la charla.
Con este hombre es diferente, tiene modales. Me alcanza un plato y cubiertos envueltos en servilletas de papel.
—Traigo vajilla para mí y por si se da el caso para compartir, comer como humano, no perder la forma. Los descartables son el último paso para la caída —y se inclina invitándome a servirme parte de su almuerzo en la bandejita de papel aluminio.
Hay otros comiendo la misma vianda, algunos lo hacen parados, todos usan el recipiente de papel aluminio como plato.
—Tragan apurados, llevan hambre. La única comida en todo el día, y muchos de ellos después deben hacer camino, algún trabajo pesado, cirujear. Yo, agradecido por contar con mi pequeña jubilación.
El aspecto y la ropa del hombre, sobretodo largo, zapatos gastados pero limpios y lustrados; las manos hablan de alguien cuyo trabajo no fue levantar muros o cavar zanjas; dedos largos, la piel blanca, sedosa, solo algunas manchas, comunes en todos los viejos.
Cuando terminamos envuelve la vajilla con un gran repasador, lo anuda y guarda todo dentro de un portafolio. De uno de los bolsillos toma una toalla de mano, se la pasa por la cara y limpia rigurosamente las manos y pasa el peine por los escasos cabellos que recoge en la nuca.
Me habla de Platón, le aclaro que no he leído gran cosa, pero continúa sin escuchar mi comentario; me callo, se nota que necesita hablar.
—Siempre midiendo lo que se dice, temiendo, el origen de la censura, sabe, debe buscarse en la envidia, cuánto se perdió por no haber conocido el pensamiento de Sócrates. —Lo sigo sin entender a dónde quiere ir. —Soy escritor, pero no tengo medios, mucha gente está en la misma condición, gente de valía a la que no se la escucha.
La veía venir, ahora tendré que soportar una ristra de recitados de sus versos. Me adelanto pidiendo disculpas:
—Tengo que intentar alguna venta.
Una mirada al entorno, la cola que aguarda frente al banco, hay varias mujeres, son las mejores compradoras.
— Se arriesgan a contagiarse —dice un tipo que entrevista para la televisión.
— ¿Hay necesidad? —contesta alguien tímidamente; rostros cansados, se nota que aguardan su turno desde varias horas.
Una mujer. Creo que me confunde con un funcionario o con alguien de la prensa, me habla desde la desmesura de los ojos clavados sobre el barbijo; enumera una serie de asuntos que subraya en la frase “falta de libertades”; sus vecinos asienten: “una vergüenza, mezclan a todos, jubilados por derecho con los que reciben subsidios”; testas asintiendo, voces protestando.
Intento explicarles que solo estoy vendiendo, no se resisten, compruebo que no perdí el olfato, les vendo tres unidades del desodorante Yanina, una de las mujeres me da su dirección, está interesada en la reventa, siempre hizo sus pesitos extra vendiendo cosméticos.
Regreso a la plaza, el viejo está aún allí.
—Lo estuve observando, encarna con gran destreza al personaje del buscavidas. Conocí al autor en las tertulias literarias, ahora se dedica a la política, una gran pérdida para las letras.
El viejo se levanta, antes de ponerse en marcha se compone la ropa; lo sigo, ya no hay posibilidad para nada más y se está acercando el atardecer.
—Fíjese, apenas las cuatro menos cuarto. —Noto que mira el reloj achinando los ojos—. Se van acortando los días, malas noticias para los pobres, cuesta calentarse, esta gente, no creo que les paguen hoy.
Apenas unas cuadras, se detiene en la entrada de una vieja casa, de esas que llaman de estilo italiano, el cartel dice “Hospedaje familiar”.
—Vivo aquí- Si gusta pasar tengo un poco de café.
Le digo que me parece un abuso, bromeo, con lo de “pensión completa, ya me compartió el almuerzo”; no hace caso, me empuja hacia el zaguán.
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