—Pero amigo, venga no sea tímido, solo un cafecito.
La habitación, después de atravesar un patio de baldosas, se parece a todas aquellas en las que he vivido “antes de llegar al departamento”. Le cuento acerca de esos primeros años, el asiente.
—Una lástima que no pueda convidarle con algo más. — Me ofrezco para ir por algún dulce; me toma de la manga—: no hay que llenarse demasiado, malo para mi edad, apenas estamos haciendo la digestión del almuerzo. —Y enseguida retoma el discurso sobre Sócrates, toma algunos libros de un estante junto a la cama—: tengo a mano los de consulta, mis amados hermanos, los demás están en esas cajas que puede ver, también hay otras bajo la cama, antes me lo pasaba mudándome, llevo mucho tiempo en este lugar, buena gente, al fin he llegado a Atenas.
Ríe y se limpia las comisuras con un pañuelo de tela.
—En mis primeros tiempos de correr la calle, vendí muchos de esos, tengo alguno por ahí —le prometo traérselos.
—Yo uso descartable, digo, señalando el pañuelo—, de esos que a usted no le gusta.
Pienso en lo que dirá Marina cuando le cuente de mi nueva amistad.
Un giro de la luz a las sombras; un asteroide orbitando.
La fuente de la plaza, llena de hojas pudriéndose.
La mugre avanza con el temor a los contagios; excremento, con el cierre del acceso a los baños, la gente “hace sus cosas” en la calle.
Anochece en el mismo gris de la mañana, sin que se haya visto en algún momento al astro flotando en el cielo; las mantas del silencio cerrándose sobre la zozobra que desata la pandemia.
Las voces replicando en los balcones, “el día se hace infinito”, “también las noches”, contesta el coro desde las ventanas, parábola local de la tragedia que evoca mi nuevo amigo
—Pensar que pasé la mayor parte de mis noches de corredor durmiendo en las estaciones —el viejo se entusiasmó escuchando esos relatos. —Conocí el movimiento de las estrellas, aprendí a calcular las horas por su ubicación en el cielo.
El viaje al otro lado del océano, era el mismo cielo y también el suelo nos igualaba, cierta seguridad de que nada cambiaría porque el mundo ya estaba hecho y uno no era nadie para creer que se podía dar vuelta la tierra.
Tuvo que aparecer un bicho minúsculo, invisible para la mirada de los humanos, para que se descompusiera todo, hasta esta fuente siempre renovando, cristalinos, los chorros de agua.
Los malestares en el cuerpo, un fondo que se pudre como las hojas en ese estanque.
Gente que transita pegada a las paredes, miedo de ser llevado a alguna comisaría de donde si se sale, lo hace transformado en otro.
—No hay crimen perfecto —dijo el hombre del sobretodo negro; no sé por qué sigo llamándolo de ese modo, Baldomero, para él siempre queda alguna marca, temores que persiguen y vuelven un monstruo al que una vez fue un hombre.
Dos cuadras que anda detrás de mí; demasiado evidente, se ajusta a mi paso mientras camino, apenas me detengo dejo de percibir el sonido de los pasos, su ropa rozando las paredes.
Aprovecho el paso de un coche para largarme a la carrera. En lugar de dirigirme a mi casa, me detengo en la puerta del edificio donde vive Marina; sin tomar conciencia de mis movimientos, toco el timbre como un autómata.
—Quién es—, es la voz de Roxana, o Aylin. Sorprendido no atino a contestar, esperaba que fuera Marina la que hablara por la bocina del portero; Roxana vuelve a preguntar; entonces me despabilo y respondo, —estoy llegando, solo quería ofrecerme por si necesitaban algo.
—Pero qué hora es, Ramiro, si ya está todo cerrado. Estamos en una reunión por Zoom, es abierta, si querés participar te estoy enviando el link.
Fulero, enterarme por ese medio anónimo, el Zoom, me pregunto si no me lo iba a decir, o le resultó más fácil que fuera de ese modo.
Su condición sexual no es la de una mujer que se llamaría normal. Me afamo buscando, sin hallarlas, características transexuales en Marina, y sin embargo no me extraño, toda esta gente, debo ser yo el confundido, habitando un barrio donde el diferente, el desubicado soy yo.
Lo peor es que me excita, me provoca curiosidad ese mundo.
Empiezo a dudar en si no es un juego, y yo el pato al que pasean en un camino de obstáculos, pero no soy un pato, un ser humano con libertad para retirarse del juego.
Si pudiera sacármela de la cabeza; esa noche, el día siguiente, el tormento de la vista de su balcón, la ventana de su cuarto donde la imagino quitándose la ropa, acostada, durmiendo.
Para ella, todo parece seguir igual, ninguna explicación. Por la mañana recibo un video, imágenes tomadas desde el frente de un geriátrico, con el personal de sanidad vestido con esos trajes de astronauta que empezamos a ver como parte del paisaje de la ciudad; internos del lugar a los que se retira en camillas y que son subidos a las ambulancias; las cámaras de la televisión.
El video da un giro y enfoca a un grupo de personas que aguardan a unos metros de donde se produce el operativo, la cámara se acerca a alguien que saluda con la mano. Es Marina, irreconocible con el rostro cubierto por el barbijo y una gorra de nylon tomando los cabellos.
Debajo, comentando el video, un mensaje que intenta relacionar situaciones, imagino que se trata de una de esas historias en las que parece estar siempre involucrada:
—Necesito hablarte de algo que te concierne.
“Que no cuente conmigo”, me digo molesto, pero la llamo y ella va directo al punto.
—Vos estás seguro de que tu papá murió cuando eras chico.
—Estuve en su velorio, bueno, al velorio mamá no quiso que fuera, no era un espectáculo para un chico, me dijo. Ya te despediste anoche.
—Ya estaba muerto cuando ocurrió eso, lo de la despedida, pregunta Marina.
—No, estaba vestido, venían a llevárselo para internarlo. Después, por la mañana, dijo que había muerto.
—¿Te dijeron algo más? ¿Preguntaste?
—Siempre obedecí, acaté lo que me decían ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—Mamá y él, mi padrastro.
—¿Cómo? ¿Ese hombre ya estaba allí?
—Creo que sí.
—Cómo que creés. ¿Vivía con ustedes en los días en que murió tu papá?
—No, vino después, no sé, no me acuerdo.
—Yo sí sé, tu papá se fue cuando apareció el tercero. Más o menos así, los detalles te los contará uno de los viejos que cargaban en las ambulancias, si zafa del COVID, por supuesto.
Como si estuviera en un interrogatorio, pregunta, indaga, se invertían los papeles, era yo el que titubeaba y ella con su linterna enfocada en mi vida.
Presiona y al fin estallo. No es bronca, ni siquiera puedo balbucear una defensa, como cuando me pegaron en Italia, no había probado el sabor acre de las lágrimas, siendo niño no lloraba, creo que porque nadie me reprendía, porque el silencio era el amigo que solo después de haber vivido muchos años, tomó voz, pero solo para atacarme, para hacerme dudar de mis certezas, de la convicción y la seguridad de que el camino avanza y yo voy haciéndolo.
¿Qué me está haciendo Marina?
—Si te aburrís, no me metas en tus líos, tus historias, esa gente. Roxana te llena la cabeza para escudarse por lo que yo sé.
Hablaba tropezando sobre las palabras, me hizo decir lo que prefería guardarme, seguir en ese fingimiento de un acuerdo, romper con los pactos que me propuse desde que empecé a andar.
—¿Roxana? —preguntó extrañada, parece sincera. Entonces aún puedo retroceder, buscar un atajo.
Me excuso.
—Estaba hablando de tu amiga, le cambié el nombre, de esa gente rara con la que te reunís, no tengo nada que hacer en ese ambiente, así que hasta acá llegamos, Marina.
—No disimules, sé todo acerca de Aylín, dijiste “tu amiga” y enseguida caí en la cuenta; ha usado otros nombres cuando hacía la vida a la que el marido la obligaba. La amenazaba, “si no lo hacés me llevo los chicos”, tenía fotos, filmaciones de las primeras veces en las que fue con un hombre, y los hermanos menores, adictos como él, la seguían a todas partes. El padre de Aylín los inició a todos; ya ves, un círculo cerrado; de afuera es muy fácil juzgar.
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