3. ¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?
Las referencias antes expuestas me permiten avanzar en otro de los interrogantes formulados por el profesor Chust, y el problema remite en pocas palabras al desafío de pensar la transición en relación con la «ruptura revolucionaria», y las formas políticas originales resultantes de esa conexión. Y aquí tengo la impresión de que el declive de las visiones teleológicas que primaban sobre las lecturas de aquel atribulado pasado ha favorecido miradas mucho más complejas a las prevalecientes décadas atrás en la medida en que atemperaron el peso de la noción de transición entre un orden colonial en agonía y el moderno o republicano en construcción. Se trata de una inflexión decididamente importante no sólo porque ha permitido descentrar el potente legado tocquevilliano sobre el tránsito del Antiguo Régimen a la revolución, sino porque ese dislocamiento trajo aparejado la aceptación del carácter no unívoco, sino plural, de la experiencia social y política del siglo XIX iberoamericano. Tomando prestadas algunas de las reflexiones que Hilda Sábato realizara en un reciente coloquio celebrado en Salta, el fructífero debate sobre la transición del Antiguo Régimen a la modernidad política y social en Iberoamérica, disparado por la obra seminal de F. X. Guerra, ha ganado mayor riqueza analítica al mostrar la variedad de formas asumidas por las comunidades políticas resultantes de la revolución.
La eficacia de pensar la experiencia política y social en términos plurales va unida a otra convicción no menos relevante: esta es que, aunque la crítica o el virtual abandono de las categorías matrices de la teoría de la modernización
–sociedad tradicional y sociedad moderna– hubieran perdido productividad, esa situación no supone que no sean de utilidad para reconocer diferentes maneras de concebir la sociedad y la política porque permiten identificar la profunda brecha existente entre las sociedades del Antiguo Régimen y las resultantes de las revoluciones liberales y de independencia. En cualquier caso, una apretada caracterización de la ruptura revolucionaria destaca entre sus rasgos sobresalientes la percepción que tuvieron los propios contemporáneos del momento revolucionario que vivían, la aspiración de transformar el orden social heredado y el papel que comenzó a ocupar la política en individuos y grupos sociales que hasta entonces habían estado ausentes del proceso de toma de decisiones políticas tal como estaba preservado en los estatutos del Antiguo Régimen. En torno a ello, la militarización y la movilización social que estructuraron el completo ciclo revolucionario desde la Nueva España hasta las fronteras del Maule, exhibieron, más allá de sus variantes regionales o locales, experiencias de politización popular inéditas e inesperadas para las elites criollas enroladas en la carrera de la revolución. Todo parece indicar entonces que las guerras de independencia alojan en su interior algunas claves para explicar las formas a través de las cuales entre 1810 y 1830 la monarquía cedió paso al republicanismo, las antiguas patrias criollas fueron remplazadas por el Estadonación y los «americanos españoles» dejaron de serlo, asumiendo el apelativo de «peruanos», «chilenos», «venezolanos», «mexicanos» o «argentinos». Y aquí tengo la impresión de que el reclutamiento voluntario o coactivo de quienes integraron los cuerpos y batallones de los ejércitos, el papel desempeñado por el patriotismo como ingrediente ideológico de cohesión cívica y el desplazamiento territorial de vastos contingentes de individuos nunca antes conocido en la geografía americana, representaron un laboratorio formidable de redefiniciones políticas tan relevante como el que representó el asociacionismo y la cultura impresa en el recoleto mundo de las elites. Esa sociabilidad guerrera que para hacerse legítima se vio exigida a refundir las jerarquías sociales de la colonia habría de modelar procesos de identificación colectiva en torno a entidades políticas que, a pesar de su naturaleza inestable y en algunos casos efímera, como lo atestigua la experiencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sedimentaron la construcción de identidades nacionales en el temprano siglo XIX. De no ser así, resultará difícil interpretar los numerosos conflictos suscitados a raíz de la llegada y posterior actuación de los oficiales y soldados de los ejércitos libertadores en Chile o en el Perú, y que empujaron en última instancia al fracaso de restituir la unidad americana bajo un liderazgo y una organización política común.
DAVID BUSNHELL
1. ¿Cuál es su tesis central sobre las independencias?
Siendo historiador de vieja escuela, abordé el tema de la independencia latinoamericana hace ya muchos años, cuando incluso colegas de avanzada la consideraban una cosa simplemente natural e inevitable, aspecto intrínseco del desarrollo de las naciones –y sin gastar mucha energía, tratando de precisar qué tipo de naciones eran las latinoamericanas. Nadie se preocupaba todavía por eso de las «comunidades imaginadas», y para un norteamericano en particular no parecía nada raro que las colonias vecinas hubieran imitado el glorioso ejemplo de su propio país. El hablar de «las independencias» habría implicado por supuesto toda una visión hemisférica, de la América española en general junto con los casos brasileño, norteamericano y haitiano. Y de vez en cuando se especulaba y discrepaba sobre el posible carácter prematuro del proceso latinoamericano: si los sucesos europeos detonaron una explosión ya preparada por el propio desarrollo de las colonias o más bien empujaron a los criollos a actuar antes del tiempo adecuado. Mas a mí no me llamaron mucho la atención este tipo de preguntas teóricas al redactar mi tesis doctoral sobre la Gran Colombia, sino que me dediqué a compilar datos de su política interna, dejados de lado por una historiografía centrada en las hazañas de los libertadores; a lo sumo, trataba de averiguar hasta qué punto las medidas del gobierno patriota se ajustaban a los patrones del temprano liberalismo atlanticista.
Posteriormente, me di cuenta de que existían mayores complejidades, pero seguía aferrado (¿por pura pereza intelectual?) al enfoque original, pensando en las independencias americanas como un aspecto normal del desarrollo histórico de sus pueblos. El proceso bien podía conllevar resultados diferentes de un pueblo a otro, pero en un principio el proyecto emancipador de Bolívar o Washington era el mismo que el de Dessalines y Pedro I, sin decir nada de la posterior independencia tardía de Canadá y las Antillas Británicas u Holandesas y hasta de los países africanos en la posguerra del siglo XX. Huelga decir que dentro del sistema mundial no ha existido nunca una independencia absoluta, pero sus límites y modalidades se prestan muy bien al análisis comparativo, que siempre me ha llamado la atención.
2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?
En una perspectiva de corto plazo la respuesta a este interrogante es demasiado obvia y además muy tradicional: la acefalía del trono español, que obligó a los españoles americanos a decidir entre una obediencia al nuevo régimen bonapartista, el reconocimiento de las autoridades de la resistencia española o el autogobierno (aunque fuera concebido sólo como una solución temporal). En este sentido, el artífice de la independencia viene a ser el propio Napoleón, pero es menos obvio lo que impulsó a los futuros «patriotas» a escoger la tercera de estas opciones: en una perspectiva más larga, nos toca explicar por qué un recurso en apariencia fidelista frente a la crisis imperial desembocó en revolución separatista. Los consabidos agravios americanos (impuestos, discriminación en materia de empleos, etc.) constituyen una parte de la razón, pero aun más relevante en un último análisis fue la convicción de la elite criolla (por lo menos una parte importante de ella) de merecer una mayor voz sobre su propio destino. Por consiguiente, no pudo descartarse la oportunidad creada por el cautiverio del rey legítimo. Dicho de otra manera, pues, el origen hay que buscarlo también en el desarrollo paulatino entre los americanos de un incipiente nacionalismo, generalmente latente pero molesto con los intentos borbónicos de centralización administrativa (aquella «segunda conquista» en palabras de John Lynch) y capaz de reaccionar frente a una crisis.
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