2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?
Bajo estas nuevas lentes, la crisis de 1808 emerge como momento excepcional en la medida en que precipita toda una serie de novedades a raíz del descalabro producido en la cúspide de las monarquías ibéricas, acechadas por el reordenamiento de los poderes imperiales europeos desde el siglo XVIII. Y si la historiografía generalmente atribuye a la oportuna decisión emigratoria de los monarcas portugueses la clave para mantener el lazo político con sus territorios de ultramar, las abdicaciones mayestáticas producidas en las convulsionadas jornadas de la primavera de 1808 constituyeron un acontecimiento inédito que descalabró por completo los canales de transmisión de autoridad y obediencia entre el rey y sus súbditos. Esa disrupción en el dispositivo central del consentimiento político introdujo una perplejidad inusitada en la extensa geografía hispánica, y las soluciones políticas que emanaron a raíz del rechazo de la familia Bonaparte dieron cuenta de la nada sorprendente apelación de las tradiciones doctrinarias y jurídicas que habían sedimentado la cultura política plurisecular en ambas orillas del Atlántico. Como bien se sabe, la eventual proliferación de las formas contractualistas que habían prefigurado la arquitectura de la Monarquía española desde los tiempos de los Austrias necesariamente no entró en contracción con las novedades institucionales introducidas por las urgencias de la nueva coyuntura, ya sea por las variantes iusnaturalistas que actualizaron la tradición política española, ya sea por la libre traducción del principio de soberanía popular generada por esa verdadera usina ideológica que antecedió y acompañó a la Revolución francesa.
La «eclosión juntera» emanada en las principales capitales de la América española y en la propia península puso de manifiesto ese tema caro al modelo guerreriano de cómo fue entendido y procesado el problema de la soberanía y la representación, y el derrotero seguido por cada una de ellas exhibe la manera en que iban a gravitar otros asuntos igualmente importantes que, si bien no ponían todavía en duda la legitimidad de origen, desnudaron una serie de tensiones que hicieron de las elites locales y las corporaciones urbanas un actor central del escenario hispanoamericano acechado por la incertidumbre. Ni los resentimientos acumulados por las políticas centralizadoras de los Borbones y la restricción mercantil, ni el rechazo a la presión fiscal exigida por las guerras europeas, ni la decidida actividad de los precursores, ni el temor a la revuelta de los grupos subalternos, ni tampoco las pretensiones imperiales de Napoleón sobre las posesiones españolas en América hacían prever que iban camino de la independencia, pero todo lo ocurrido a partir de 1808 en la península y en América condujo a ella a costa de los más decididos por mantener lealtad a la Monarquía y al rey cautivo.
Resulta probable que la enumeración antes expuesta simplifique demasiado el abanico de condicionamientos que contextualizó la formación de las juntas insurreccionales que, en nombre del rey cautivo, se arrogaron la facultad de gobernar en su lugar. La literatura histórica ha ofrecido evidencias suficientes sobre los pasos y procedimientos que dieron origen a esa simultánea emergencia, y su extrema variedad no impide reconocer que se trató en la mayoría de los casos de cuerpos colegiados de base local instituidos conforme al derecho vigente: tumultos urbanos, asambleas populares, cabildos abiertos, corporaciones, milicias, destitución de autoridades trazan un mapa político demasiado común que difícilmente puede poner en duda la vigencia y vitalidad del sistema de creencias que englobaba al completo mundo hispánico. Todo parece indicar entonces que quienes habían participado de la toma de decisiones habían interpretado de igual modo la ruptura de la legitimidad acaecida a raíz de las aspiraciones imperiales del «mandón de Europa». François-Xavier Guerra acuñó una expresión eficaz para caracterizar la densa y atribulada coyuntura encapsulada entre 1808 y 1810: ese «bienio crucial» exhibió con nitidez las formas variadas en que las elites urbanas hispanoamericanas aspiraron a hacer de esa coyuntura una oportunidad favorable para preservar los resortes del poder local y negociar a partir de ellos márgenes de mayor autonomía frente a la metrópoli. Esa clave interpretativa que reactualizó el clásico debate sobre «autogobierno e independencia» habría de mejorar la comprensión del fidelismo bien en sus variantes reaccionarias o bien liberales, siendo éstas las que en última instancia habrían de favorecer la difusión del liberalismo que necesariamente no iba a entrar en contracción con la matriz católica de la tradición política hispánica. Más aun, algunos han propuesto que la unidad sociocultural del todavía intacto Imperio habría hecho de la religión católica su principal nervio transmisor, y esa razón explicaría también por qué las elites independentistas hicieron de la simbología religiosa un recurso primordial, aunque no exclusivo, para construir la nueva cohesión social y política americana. No obstante, la chispa revolucionaria que electrizó las almas del mundo hispánico habría de arrojar resultados muy distintos a partir de 1810 en ambos márgenes del ya corroído Imperio. Y si en definitiva los ejercicios soberanos ensayados en las periferias resultaron tributarios del curso de la guerra peninsular, en amplia mayoría pusieron de manifiesto una acción política colectiva encarada por un grupo de hombres decididos a asumir que el destino estaba en sus manos, y no en las autoridades de origen peninsular o criollo que gobernaban en nombre del rey cautivo o de las instituciones que se arrogaban su representación.
El dilema abierto en 1810 conduce a otro problema no menos relevante que el que caracteriza las ambigüedades del «bienio crucial». Si quienes integraron las juntas patrióticas se creyeron herederos del poder vacante, las acciones políticas que emanaron de su seno no siempre estuvieron dirigidas a fundar una legitimidad necesariamente opuesta a la que había servido a su conformación. Y en el interior de esa frontera demasiado porosa en la que se arbitra la vieja y la nueva legitimidad es donde se hace necesario distinguir las expectativas de quienes abrigaban todavía utilizar aquella aciaga coyuntura para negociar en mejores términos algún tipo de integración en la Monarquía, y quienes por el contrario la interpretaron como una oportunidad inmejorable para clausurar la dependencia colonial. Si esa distinción evoca en algún punto el clásico modelo de las revoluciones burguesas, la literatura más reciente ha fortalecido el debate historiográfico sobre la tensión entre autonomía e independencia al confrontar la evidencia empírica con instrumentos analíticos más refinados que mejoraron la comprensión del fenómeno despojándolo de las historiografías que habían hecho de él un baluarte del hispanismo.
Por cierto, pocas dudas caben sobre la indeterminación que late en 1810; no obstante, el dilema allí abierto introduce otro problema de interpretación no menos significativo frente a la omnipresencia del vocablo independencia y la completa ausencia de la voz autonomía del vocabulario político de la época. Obviamente, aquí habrá que hacer prevalecer todo tipo de recaudos para descifrar la clave interpretativa que mejor ilustre los usos que los contemporáneos hicieron de la noción de independencia, y aceptar que no necesariamente podía remitir a la ruptura institucional y política. No obstante, advertimos que la indeterminación prima en la coyuntura de 1810; deberá admitirse de igual modo en la especificidad de acciones y contextos que contribuyeron a poner término a aquella ambigüedad política y conceptual. En torno a ello, la guerra disparada en la geografía insurgente habría de convertirse en un formidable laboratorio de redefiniciones en el cual resulta ineludible reparar en el progresivo componente anticolonial y antiespañol con el que se identificó la independencia. Esa disrupción alcanzó incluso regiones todavía escasamente conmovidas por el desarrollo de la guerra, y parece ser la clave que explica la perplejidad de un vecino de la periférica ciudad de Mendoza cuando en 1811 advirtió que el «patriotismo» que hasta entonces había identificado a los fieles custodios de la Monarquía y del rey cautivo había cedido paso a la diferenciación de grupos, y que sólo uno se había arrogado el apelativo de «patriota». Para ese entonces, y a la velocidad de un rayo, la ambigüedad sobre la independencia había desaparecido casi por completo.
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