Entre las juntas iniciales, unas tuvieron mayor vigencia que otras, pero su organización marcó el inicio de las guerras por la independencia. En general, el movimiento logró consolidarse tempranamente en lugares en donde la administración colonial era más nueva, como Venezuela y el Río de la Plata. En sitios en donde se había asentado antiguamente el Gobierno español, como en México y Perú, las lealtades a España duraron más y, en este último caso, debieron ser vencidas mediante largas campañas militares. Como una constante, el proceso logró ser exitoso cuando convocó a los actores populares como apoyo, y cuando se integraron los esfuerzos de diversos ámbitos coloniales contra las fuerzas metropolitanas. Fue una acción de dimensiones continentales.
Después de varios movimientos independentistas aislados y empresas bélicas de destino diverso, en Sudamérica se organizó la guerra justamente desde los polos del Río de la Plata y Venezuela, para confluir al fin en el Perú. Al mismo tiempo, como ya mencioné, la base social del esfuerzo bélico se amplió. Lo notable del aporte del libertador Simón Bolívar fue precisamente esto. Por un lado, darse cuenta de que la independencia de cada una de las circunscripciones coloniales era inviable si no se realizaba como un esfuerzo general de todo el subcontinente. Por otro, comprender que los sectores populares no iban a incorporarse al proceso si no se consideraban sus propios intereses. Bolívar condujo la guerra por lo que luego fueron seis países e incorporó a los pardos, llaneros y a la chusma urbana en la campaña independentista. Fue un pionero de la integración social de nuestros países y de la integración internacional entre ellos.
Pero volvamos a la Revolución americana. Cuando a mediados de la segunda década del siglo XIX Napoleón fue derrotado y Fernando VII volvió al trono, las fuerzas españolas habían recobrado espacio en América. Empero, no pasó mucho tiempo hasta que la suerte de los insurgentes cambió, y se produjo una radicalización de posiciones. Esto se dio en buena parte por la ampliación del ámbito del proceso que ya mencioné y también como reacción a la política del rey de borrar todo intento de reforma. Hacia 1820, la guerra comenzó a definirse. En cuatro años, todo el Imperio continental había ganado ya su independencia.
Hasta aquí hemos constatado algunos rasgos del proceso. Pero queda en pie una discusión que no por vieja ha quedado del todo desechada. Es aquella que se plantea la naturaleza básica de las independencias. En las paredes de Quito apareció por entonces una frase que decía: «último día del despotismo y primero de lo mismo». Cosas similares se dijeron en otros lugares. De este modo, muchos han afirmado que se dieron cambios de gobierno, pero no rupturas del hecho colonial. Se dice que, aunque los burócratas peninsulares fueron sustituidos por los notables criollos, la estructura social no cambió; las masas siguieron sometidas y se mantuvo la «colonialidad» del poder, que está presente hasta hoy.
Pero, en verdad, la independencia fue una revolución en la que pesaron más las rupturas que las continuidades. Derrumbó el poder metropolitano y expulsó a los «godos», «gachupines» o «chapetones»; sacudió las estructuras de la sociedad, aunque no cambió las relaciones básicas en las que se asentaban; provocó rápidos ascensos y descensos sociales; abrió nuevas líneas de comercio; provocó cambios rápidos en las ideas y en ciertas costumbres; fue la partera de quince nuevos estados. Si bien las sociedades estamentales, con sus elites criollas a la cabeza, quedaron en pie, las independencias fueron el principio de su fin.
La ruptura independentista, empero, no fue lineal. Los pronunciamientos y la guerra trajeron transformaciones importantes, entre ellas un clima de participación popular y una corriente democratizante, pero luego desembocaron en fuertes intentos regresivos. Los sectores dominantes, apenas fundados los nuevos estados, cambiaron el discurso de la libertad por el del orden, y trataron de que el cambio de manos del poder no afectara en su raíz a las desigualdades. En las independencias, insisto, pesaron más las rupturas que las continuidades. Pero en algún sentido fueron procesos de ida y vuelta. Muchos de los cambios fueron irreversibles, pero otros se toparon con la barrera de una sociedad tradicional que aprendió muy pronto a disolver hasta las propuestas de transformación más radicales. Sólo con el paso del tiempo varias consignas libertarias pudieron ser alcanzadas. Y algunas todavía están pendientes.
4. ¿Cuáles son las interpretaciones más relevantes, a su entender, que explican las independencias iberoamericanas?
Por todo lo dicho, es evidente que son varias. Una de las más importantes es aquella que pone en el centro del proceso a los actores colectivos. Las historias tradicionales pintaron las independencias como acciones heroicas de grandes individualidades. Y aunque hemos avanzado mucho en el plano académico, en la conciencia colectiva y en los sistemas educativos todavía se mantiene la tendencia de interpretar los procesos a partir de las personalidades que se consideran «determinantes». Cuando tenemos enfrente, a veces aún en medio del análisis más riguroso, a las grandes personalidades de la historia, sufrimos una «ilusión óptica», como la llama Plejanov. Para nosotros, los latinoamericanos, Simón Bolívar es quizá el caso más extremo. La independencia fue obra de su «genio», que explica la magnitud del hecho y sus consecuencias. El libertador es el paradigma de esos «patriotas» superhombres que «nos dieron la libertad», con una mítica acción bélica que asombró a la humanidad. Las complejas realidades de veinte años de guerra independentista se reducen, al fin y al cabo, a la participación individual de Bolívar y, como mucho, también de sus tenientes.
A que esta visión se consolidara han contribuido, no sólo los sistemas educativos, sino también una tendencia a la simplificación que caracteriza el sentido común del pensamiento dominante. Pero no por enraizada y persistente que sea esta manera de ver las cosas es verdadera. Porque bien sabemos que la acción de los individuos en la historia no la determina. Sus actos personales pueden ser cabalmente comprendidos sólo en el marco de los grandes movimientos sociales en los que los actores son colectivos. Desde luego que es un error pensar que las sociedades se mueven por fuerzas impersonales, mecánicas, neutras. Pero también es incorrecto «personalizar», como dice Vilar, los grandes movimientos económicos o sociales. Con ello no entendemos la realidad, ni siquiera a los propios personajes a quienes se adjudica el protagonismo determinante. Por eso debemos acercarnos al proceso de independencia tratando de hacer confluir en su análisis el conocimiento de los personajes con las condiciones generales de la sociedad latinoamericana que les tocó vivir.
Lo afirmado apunta fundamentalmente a que debemos aumentar nuestros esfuerzos por comprender mejor la acción de los protagonistas colectivos de las independencias. El más importante de ellos lo conformaron las clases dominantes locales, es decir, los notables criollos. Con su triunfo, los grandes latifundistas reforzaron su control sobre el campesinado; los comerciantes de los puertos más importantes garantizaron un mecanismo de relación directa con las nuevas metrópolis capitalistas; unos y otros ganaron una cuota de poder político y consolidaron sus canales de dirección social; unos y otros confluyeron en la conveniencia de reducir sus contribuciones e impuestos, manteniendo al mismo tiempo los que pagaban los grupos populares, especialmente indígenas, que eran mayoría en los países nacientes.
El fracaso de los movimientos iniciales llevó a los insurgentes a entender, como indiqué, que la guerra contra España requería el soporte activo de los sectores populares. De ahí que, en un segundo momento, buscaron el respaldo de campesinos y artesanos, de mestizos, pardos y negros. Los grupos populares urbanos, básicamente artesanales y el pequeño comercio, fueron reticentes al principio, y sólo apoyaron la rebelión anticolonial en estadios posteriores de la lucha. En las masas indígenas, protagonistas de repetidos alzamientos en las décadas previas, estaba arraigada la conciencia de quiénes serían los beneficiarios de la autonomía, justamente los terratenientes que habían contribuido a la sangrienta represión de esos alzamientos. Por ello, los pueblos indios sólo excepcionalmente participaron en las luchas independentistas. Y cuando lo hicieron, en muchos casos respaldaron a las fuerzas realistas. Los negros, en cambio, cuando vieron que su participación en la guerra les permitiría librarse de la esclavitud o ascender en la sociedad, se integraron en gran número en los ejércitos patriotas.
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