Varios autores - Europa, 1939

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El 1 de abril de 1939 terminaba oficialmente la Guerra Civil española con la victoria de los militares sublevados contra la legalidad republicana. Cinco meses después, las tropas alemanas cruzaban la frontera polaca dando inicio a una guerra que, pronto, se transformaría en la Segunda Guerra Mundial. Setenta años más tarde, era un buen momento para reflexionar sobre 1939, sus antecedentes y consecuencias. En 2009 el Centre d'Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica de la UAB, en colaboración con otras instituciones, organizó el congreso internacional '1939. El año de las catástrofes'. Fruto de esta reunión académica son los trabajos que se reúnen en este libro, donde tanto el régimen franquista como el exilio republicano enlazan con las transformaciones políticas e ideológicas que marcaron el conjunto de Europa a fines de los años treinta.

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Ahora bien, la historia de estos campos no se detiene en 1939. En junio de 1940, tras la derrota francesa, se transfieren a la autoridad del nuevo régimen de Vichy. En virtud de la legislación antisemita promulgada por el gobierno petainista a principios de otoño, en 1941 el Estado francés comienza a agrupar a los judíos. Desde verano de 1942, estos campos se convierten en centros de tránsito desde donde se organiza la deportación de los ex refugiados políticos hacia los campos de concentración y de los judíos hacia los campos de exterminio nazis. Dicho de otro modo, los campos de acogida de los republicanos españoles se convirtieron en la antecámara de Auschwitz. Hannah Arendt resumió este recorrido en términos claros: «El exterminio de los judíos –escribe– había comenzado por privarlos de estatuto jurídico […]; antes de hacer funcionar las cámaras de gas, los nazis habían estudiado cuidadosamente la cuestión y descubierto para su gran satisfacción que ningún país iba a reclamar a esta gente. Lo que hay que saber muy bien es que se había creado una condición de completa privatización de derechos mucho antes de que el derecho de vivir fuera contestado». [5]Es comprensible el apelativo con el que se ha grabado el recuerdo de estos lugares en la memoria europea: «los campos de la vergüenza». [6]

Los «campos de la vergüenza», sin embargo, no son los únicos en este año de 1939. La Alemania nazi dispone de muchos, mucho más duros que sus homólogos franceses o británicos. Desde la llegada de Hitler al poder, seis años antes, su número se multiplicó en el conjunto del Reich. Están reservados esencialmente a los oponentes políticos y absorbieron a varias decenas de millares de alemanes. Algunos cuadros del Partido Comunista murieron en ellos. [7]Estos campos prefiguran, bajo una forma aún embrionaria, el sistema de concentración que se convertirá en uno de los aspectos característicos de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el número de deportados (prisioneros de guerra, opositores políticos, forzados al trabajo, «asociales», judíos, etc.) alcance la cifra de 7,5 millones de personas. En el otoño de 1939, tras la invasión de Polonia, su número aumenta considerablemente, en paralelo a la creación de los guetos donde se concentra a los judíos de las ciudades conquistadas. En la URSS, por otra parte, el sistema del Gulag ya se ha institucionalizado desde 1930. Su población aumentó considerablemente durante la oleada represiva que acompañó a los procesos de Moscú, entre 1936 y 1938. Con el estallido de la guerra, el sistema de concentración soviético conocerá una expansión ulterior; su población ya no se contará en centenares de miles, sino en millones de deportados (al menos 15, entre los años 1930 e inicios de los años 50). [8]Ya en 1939 el gulag cumple con una función económica importante, en una sociedad soviética lanzada a un proceso de industrialización y de modernización autoritaria, incluso totalitaria.

Durante mucho tiempo, los campos nazis y soviéticos llamaron la atención de los historiadores de forma casi exclusiva. Más recientemente, no obstante, otros campos de este año 1939 comienzan a salir del olvido y a ser objeto de investigaciones amplias. Es el caso de los campos creados por el fascismo italiano en Etiopía o en Libia: dispositivos coloniales de represión política y de persecución racial que son centros de muerte lenta. A partir de 1941 la Italia fascista creará otros, igualmente mortíferos, en los Balcanes. [9]En España es en febrero de 1939, antes incluso del final de la Guerra Civil, cuando el franquismo institucionaliza, gracias a la «ley de responsabilidades políticas» (retroactiva y aplicable a los «crímenes» cometidos desde 1934), su propio sistema de concentración. Los prisioneros de guerra sometidos a los trabajos forzados son ya 60.000, entre una población carcelaria que supera las 270.000 personas. [10]

Este conjunto de campos es bastante heterogéneo: presentan unas características y cumplen unas funciones a menudo diferentes que van de la recepción de refugiados al internamiento de prisioneros de guerra y de opositores políticos. Son centros de tránsito, de ayuda humanitaria, de privación provisional de derechos, de trabajo forzado o de anulación gradual. En 1939 los campos de exterminio todavía no han sido concebidos, pero esta constelación heteróclita aparece, a posteriori, como su premisa indispensable.

II

Los «campos de la vergüenza» franceses de 1939 se inscriben por tanto, con sus especificidades, en una tendencia general. No sólo revelan las contradicciones y las debilidades, la impotencia y la cobardía de las democracias occidentales ante la ascensión del fascismo en Europa, sino que tejen una continuidad –un vínculo físico, según muchos actores de la época– entre la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Es muy difícil disociar estas dos guerras, la represión política que las acompaña, los campos de concentración y los genocidios nazis. Podemos ciertamente separarlos en el plano conceptual y analítico, pero su aprehensión histórica sólo puede hacerse a partir de su imbricación en un mismo proceso global. En otros términos, la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial no son más que dos etapas de una única crisis europea cuyos orígenes se remontan a 1914 y de la cual el año 1939 constituye un momentum, una transición crucial. Ciertamente la Guerra Civil española presenta unos rasgos singulares y nadie podría seriamente poner en duda sus propias causas, vinculadas a las contradicciones sociales y culturales del proceso de modernización, a las tensiones políticas que acompañaron el advenimiento de la Segunda República, a la reviviscencia de una cuestión nacional siempre abierta. Pero esta Guerra Civil, cuya conclusión no hace más que anunciar una deflagración más extensa que va a afectar a todo el continente durante seis años, pertenece a un ciclo de conflictos, de guerra y de violencia que, como una segunda guerra de Treinta Años, se extiende entre 1914 y 1945. Si la gran guerra fue el inicio, el año 1939 marca la conclusión de su segunda etapa (española) y el tránsito hacia la tercera, la cual sólo encontrará su propia forma a partir de 1941, con la agresión nazi contra la URSS; en resumen, final de la segunda e inicio de la tercera etapa de una única guerra civil europea. [11]La dimensión internacional de la Guerra Civil española es evidente a los ojos de todos los contemporáneos que perciben la «no intervención» anglo-francesa como la expresión palpable de la impotencia de las democracias liberales frente al ascenso del fascismo. Para Mussolini y Hitler, que deciden enviar sus tropas con el fin de apoyar a los generales golpistas –este apoyo será decisivo por varios motivos–, el carácter ideológico y europeo de este conflicto no tiene ninguna duda. Sin la aviación alemana y sin la presencia sobre el terreno de 70.000 soldados italianos muchas de las victorias del ejército franquista no hubieran sido posibles, del mismo modo que sin las armas soviéticas el frente republicano se habría hundido mucho antes. No hay duda tampoco de que para los 35.000 combatientes de las Brigadas Internacionales llegados a España después de 1936 se trataba de proseguir una lucha antifascista comenzada por todas partes, especialmente en Italia y en Alemania. Para un gran número de observadores, entre 1936 y 1939 es en España donde se juega el destino de Europa.

Mucho antes de que Ernest Nolte lo vulgarizara –en el marco de una interpretación apologética del nazismo que fue objeto de numerosas críticas muy conocidas [12]–, el concepto de Guerra Civil europea fue empleado por un gran número de sus actores, hombres de Estado o intelectuales, pertenecientes prácticamente a todas las corrientes de la cultura política de entreguerras. Del fascismo al comunismo, del nacionalismo al marxismo, pasando por el liberalismo, este concepto atraviesa en efecto todos los campos políticos, tomando en cada ocasión unas connotaciones, si no unas significaciones, diferentes. Fue muy utilizado tanto por los bolcheviques –es así como Trotsky analizaba la situación internacional abierta por la guerra y la revolución rusa– como por los «revolucionarios conservadores» alemanes, de Ernest Jünger a Carl Schmitt, pero también por intelectuales o responsables políticos liberales como John Maynard Keynes o Winston Churchill. [13]No coincidían ciertamente sus concepciones políticas, pero todos manifestaban la aguda conciencia de vivir una época en la que se jugaba, de la manera más trágica, el porvenir de Europa. Dicho de otro modo, era mediante una guerra fratricida como Europa se estaba forjando como comunidad de destino.

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