Jesus Jaramillo Rojas - Cuestion de tiempo
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Jesús Jaramillo
CUESTIÓN DE TIEMPO
Caracas, 2021
© Jesús Jaramillo, 2021
© Araca Editores, 2021
aracaeditores@gmail.com
@aracaeditores
+58 4122170477
Diseño de cubierta: José Ruiz
Diagramación: Sonia Velásquez
Corrección: Elizabeth Haslam
Caracas, Venezuela.
ISBN: 978-980-7412-80-3
Depósito Legal: DC2021001618
DEDICATORIA
Para todos aquellos que creyeron en mí
2 Reyes 4:3-7
Entonces Eliseo le dijo: —Pues ve ahora y pide prestados
a tus vecinos algunos jarros, ¡todos los jarros vacíos
que puedas conseguir!
Luego métete en tu casa con tus hijos, cierra la puerta
y ve llenando de aceite todos los jarros y poniendo aparte los llenos.
La mujer se despidió de Eliseo y se encerró con sus hijos.
Entonces empezó a llenar los jarros que ellos le iban llevando.
Y cuando todos los jarros estuvieron llenos, le ordenó a uno de ellos:
—Tráeme otro jarro más. Pero su hijo le respondió:
—No hay más jarros. En ese momento el aceite dejó de correr.
Después fue ella y se lo contó al profeta, y éste le dijo:
—Ve ahora a vender el aceite, y paga tu deuda.
Con el resto podrán vivir tú y tus hijos.
Contenido
Sin rastro 11
Brownie 21
DESDE LA INOCENCIA 27
DEL CAZADOR QUE FUE CAZADO 29
NOCTURNO 37
HUMBOLDT 39
CUESTIÓN DE TIEMPO 41
CLAUSTROFOBIA 43
EL POZO DE LOS DESENCUENTROS 45
LA NUBE 51
MEJILLAS, MEJILLAS 57
INTERLUDIO DE LÚCIO 63
Y SE HIZO EL CAOS QUE SE ESFUMÓ 69
LA ALDEA TEJIDA 75
MEMORABILIA 81
Sin Rastro
Si quieres una taza de crema y azúcar, ¿por qué has pedido café?
Stephen King
Apocalipsis (Libro 1)
Continuamente oscilaba en la plácida meditación que nacía de su voz melodramática, que me hizo suspirar en una mañana alterada por el olor mortecino de petróleo quemado surgiendo de una manifestación popular, destrozando las calles. Allí, entre tantos escombros, la encontré. Alguien había reducido la ilusión de la buena vida: nos transformamos en tontos frágiles boxeando a mano limpia por unos gramos de sal y pimienta en cuestión de segundos. Aunque era una vida prevista hace miles de años, la civilización se perdió observando el horizonte de un futuro glaseado, con gran escepticismo a la rápida acción del tiempo. Y todo había sucedido de prisa, sin dejar destellos. Por esa única razón, nunca volví atrás, dedicándome a diluir el poder de su cabello, con olor a perfume de alma verosímil. Recurrimos a la madre naturaleza como enlace celestial de la salvación y partimos en busca del más allá, dejando secuelas y batallas sin resolver, pues decidimos que es más simple dejar que el Señor tome las riendas. Fundimos nuestros seres a grados Fahrenheit, desmembrando las esperanzas para refinarlas en una unión ancestral, sin tiempo ni motivos.
Las primeras hojas resecas del otoño soltaban alaridos crujientes mientras andaban por el pasto descolorido, debajo del sol que altera la rutina e incinera la razón. Parece que se te escapan los sesos en cada gota de sudor que sale involuntaria, dijo ella mientras enjugaba su frente con un trozo de seda añeja color rosa, luego de una ardua jornada de caminata. Un día le pregunté cómo podían esas palabras tener sentido si empapaba el trapo de seda con su contenido craneal cada tres o cuatro horas.
–¿Todavía me amas, no? –respondió ella con mala educación.
Asentí.
–Pues… si todavía me amas, eso significa que no necesito una loquera, y si no necesito una loquera, significa que no estoy loca.
Hizo una pausa, observándome con la pureza intacta de sus ojos grises, indagándome el rostro, saboreándolo.
– Si no estoy loca –prosiguió– entonces todo lo que digo tiene sentido.
Redujo la distancia en nuestro andar, y me besó la mejilla.
Así era ella: impredecible, deseada, colorida, y perfecta. El otoño retumbaba en su piel y la revestía de reina, inclusive en las noches insomnes donde sus manos entrelazaban el destino que se había perdido, y volaban, volaban y volaban, ofreciéndose como sacrificio vivo y desangrado, ante la deidad que algunos mortales conocen como
el “amor”.
La noche primera, tumbados en el pasto a la luz semilunar cubierta por una gran nube amorfa, tuvimos nuestra primera
conversación sobre el tema.
–¿Qué nos ha sucedido? –me preguntó.
–¿Te refieres a nosotros dos? –repliqué, sin apartar la vista de
la luna.
–No, patán. Las cosas entre tú y yo están más que claras. Hablo de la humanidad.
–Ah, la humanidad… Hace tanto tiempo perdimos el permiso de llamarnos humanidad.
–No todos hemos perdimos la esencia –dijo ella, indagando mi rostro nuevamente con pasión oculta.
Se levantó y alzó los brazos al cielo, dejando atrás el entumecimiento que genera el amor acurrucado. Soltó un suspiro, y empezó a relatar un pensamiento que jamás olvidaré, sin siquiera volver
su rostro.
–Si uno no se determina, dos pueden caer. ¿Lo sabías? Apuesto que no, nadie conoce ese tipo de secretos. Todos anhelan respuestas complicadas, eternas, ilegibles. Como si cada una de esas respuestas las hubiera escrito Borges en algún vasto lugar que está a punto de incinerarse. Yo solo soy capaz de levantar mis manos al cielo, y obtener el poder. Llámame estúpida, por supuesto, pero tengo que decirte algo. Cada cosa está predestinada, y no deseo pecar de religiosa, pero es así. Todo está predestinado, creas en Dios o no.
–Dios –le interrumpí con una voz alarmada–. Han pasado años desde la última vez que escuché ese nombre.
–No es simplemente un nombre –respondió ella sin volverse aún–. Es el Nombre.
El viento comenzó a ejercer su incansable seducción y ajetreo en su cabello púrpura mientras pronunciaba cada palabra, como si practicara trazos con grafito cuidando cada ángulo, cada difuminación. Me había perdido en el deseo de olfatear cada hebra de aquel cabello, deslizando mis manos entre tales curvas imperfectas y sedosas,
delirando allí como quien quiere la cosa. De repente, una pregunta me sobresaltó.
–Algún día, en el camino habrás de equivocarte pero, ¿y si no?
Silencio sepulcral. El otoño se perdió dando paso al invierno que me helaba las células en treinta segundos iguales al infinito. ¿Y si no?, pensé, y al abrir mis labios para mascullar palabras insensatas, ella se volvió. Era angelical.
–Olvida mis palabras –dijo con una sonrisa infantil–. Soy una tonta. Necesitamos descansar, ahorrar saliva. Mañana partiremos en busca de agua, ahora es tiempo de dormir. Te amo, buenas noches.
Sin más ni menos, se acurrucó nuevamente a mi lado, y desapareció del mundo real. Yo no pude dormir. El tintineo de los grillos me sofocaba la privacidad, hirviéndome las sienes, vociferando en un idioma rudimental las mismas preguntas que continuaban floreciendo en mi interior (de alguna manera, Dios se las ingenió para mantener un lenguaje universal). ¿Y si no? ¿Qué tal si realmente somos imperfectos porque así lo deseamos? Me detuve a contemplar la oscura bóveda nocturna y no hallé respuestas.
–Todavía creo en nosotros –balbuceé sin querer–. Algo nos queda por hacer.
Súbitamente, un rayo de sol se infiltró desde el horizonte. Una especie de ceniza con forma de signo de interrogación bailaba sin importar los chismes de cualquiera que estuviera mirándola; se dirigía pacientemente a la palma de mi mano derecha. La noche había quedado atrás. Un olor a pólvora arremetió mis fosas nasales, y entonces redirigí mi rostro al probable lugar de origen. No había nada más allí que árboles centenarios desgastados. Desestimé el signo de interrogación con un ademán, para dirigirme a la mejilla derecha de la diosa terrenal a mi lado, que yacía dulce y perdida en el universo, con escasas gotas de sudor vagando en caída libre desde su frente.
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