Jesus Jaramillo Rojas - Cuestion de tiempo
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Me acerqué a besarla, y sucedió que, antes de acortar la distancia entre mis labios y su piel, una explosión cercana destrozó mis tímpanos, golpeándome con escombros de troncos y rocas que rasgaron parte de mis brazos y mi rostro. Aterrado, con la sangre al cuello, me tendí encima de ella para cubrirla. No sé cuántas explosiones precedieron, pues me detuve a contener la adrenalina de mi amada mientras me observaba con un terror emblemático, doloroso. Allí nos mantuvimos por eternos minutos, y luego, trastabillando, nos largamos en busca de salvación. No fue hasta que el sol alcanzó el cénit que pudimos hallar un río oculto entre matorrales perdidos del Paraíso. Allí pude sufrir el escozor de las heridas en mis brazos
y rostro, totalmente ensangrentados y delirantes.
–No es tan grave como parece –dijo ella, con una voz sorpresivamente paciente que brotaba de sus labios escalofriantes–. Estarás bien, querido, solo necesitamos limpiar tus heridas y descansar –sus ojos fuera de órbita recorrieron el lugar–. Estaremos a salvo.
Así lo fue. Por gran parte de la mañana, ella se dedicó a limpiar mis heridas cada ciertos ciclos de depuración, aplicando agua y algunas hierbas inéditas para cubrirlas. En ningún momento me dirigió la palabra, y siempre pude notar el esfuerzo en sus manos por mantener la calma que sus labios y su tono de piel se negaban a guardar.
–No es necesario que sigas haciendo esto –le dije, cuando noté la gravedad de su cansancio–. Estaré bien.
–Lo sé, lo sé. Solamente no quiero perderte. No sé qué haría en este mundo si no estuvieras aquí.
–Probablemente vivirías más tranquila –dije con ironía.
–Sí, por supuesto. Más no tendría a quién darle lo mejor de mí.
Sonrió y apretó sus labios en los míos, como un intento desesperado por hallar la paz. La halló, en efecto, y nos dejamos caer a orillas de aquel incógnito río, perdidos entre besos, navegando contra viento y marea.
–Debo darme una ducha –interrumpió ella–. Lamento arruinar este momento, pero en serio lo necesito.
–Seguro, es algo que siempre es primordial.
–Ciertamente, sabelotodo. Quédate aquí.
Se levantó precipitadamente, y soltó su cabello, dejando caer las curvas púrpuras donde tanto anhelaba perderme e incluso morir. Sumergió el pie derecho, adobando la naturaleza con su esencia,
revolviendo mi sangre hasta llegar al punto de ebullición.
–Ahora –dijo ella– puedes desviar tu mirada.
–¿Por qué?
–Me desnudaré. No puedes observarme.
–Creo que sí puedo hacerlo.
–Si, tienes razón. Pero todavía no, cariño.
–¿Por qué no?
–Porque si lo haces morirás, y te irás al infierno. ¿Me prometes que no lo harás?
–Sí, lo prometo.
–Confío en ti.
Pero preferí jugar con el fuego. Sus curvas eran las mismas de cada nebulosa existente, junto a su contorno colorido e infinito, que movía los hilos de la vida misma. Deseé ser el río y moverme en cada paso que ella daba, flotando, deslizando gotas y gotas en un lienzo interminable de dulzura y firmeza, de razón y mimos. Deseé ser el río para adueñarme de su piel. Cuando regresó, intenté simular descuido y obediencia, pero ella destrozó la pésima actuación que se abría paso en mi actitud.
–Sé que no cumpliste tu promesa –dijo con una enorme sonrisa.
–Hay cierto tipos de promesas que nunca se cumplen –respondí.
–¿Y ésta era una de ellas?
–Efectivamente, miladi. Ahora, dime, ¿A dónde iremos?
–Hasta el infinito y más allá.
Sucedió de esa manera. No hubieron más atentados contra nuestra paz, más bien, la vida nunca había sido mejor. Avanzamos incontables millas desde ese día, hasta encontrar nuestro hogar en el
lugar más inesperado. Eran, aproximadamente, 60 hectáreas, y en
el centro de todas ellas se alzaba una granja descolorida. En su interior no había más que una cocina, una enorme dispensa con productos no perecederos, y muebles aterciopelados polvorientos. Contaba con tres habitaciones, dos baños, un pozo oculto en la parte posterior, una guarida de herramientas y enormes barriles enterrados, con semillas de maíz, arroz y trigo, que alcanzaban para inundar 300 hectáreas de abundancia y festividad. Luego de una ducha tibia de bienvenida, en la habitación principal encontramos una Biblia oculta debajo de la cama matrimonial, y no dudamos en casarnos ese mismo día,
a la hora que fallecía la aurora. La consumación de nuestra unión fue como música de Beethoven.
Nunca más tuvimos control del tiempo. Perdimos la noción de los días, meses y años, dedicándonos al terreno, a la búsqueda de seres vivientes, al cultivo de una nueva generación, tal vez la primera de la nueva humanidad. Hallamos ligera gracia a un par de millas de distancia, pues una manada de toros y vacas apareció revoloteando el ambiente, desesperadas y perdidas. Se detuvieron en aquel lugar, en busca de pasto y bebida, y me dediqué con inexperiencia a guiarlas. Exactamente nueve meses después nació nuestra primogénita: Hadasa. Era sublime, la continuación perfecta del linaje real de David. Nos sumergirnos en la nueva esperanza que nacía, ignorando si existía un mundo allá afuera que albergara una población, minimalista o incontable, que mantuviera la conciencia del amor y la comunión, la conciencia impartida los últimos días de la Creación. Descartamos todas las preguntas que podíamos realizar entre miradas cada ciertos amaneceres, donde la presencia turbia del silencio y la soledad estorbaba en nuestras cuatro paredes como una mosquito zumbando al oído. Cuando Hadasa cumplió los cinco años, mi esposa mantenía continuamente un pensamiento en cada conversación. No era la misma.
–¿Crees que sea el final? –me preguntó.
–No creo tener una respuesta correcta para ello.
–No te pregunto qué es correcto y qué no. Todos nos equivocamos. Solo…–desvió su mirada al más allá, observando a Hadasa recorrer el campo–. Solo me pregunto si este es el final.
–¿No piensas que este mundo culminaría de otra forma? Con terremotos, maremotos, pestes globales, ataques terroristas. Tal vez algún otro as oculto bajo la manga.
–Precisamente puede ser eso.
–¿Un as bajo la manga? –pregunté.
–Sí, un as bajo la manga. Desde el día que Hadasa llegó a nuestro vida, nunca he dejado de preguntarme qué destino le depara. Es imposible transitar este lugar tan inmenso sin siquiera conocer alguna clase de compañía. Claro que están las vacas, los toros, los grillos, los mosquitos y quizás algunas gallinas perdidas en algún punto cardinal.
–No te olvides de las cucarachas, ellas sobreviven a cualquier
desastre.
–Sí, por supuesto, las cucarachas –dijo ella sin apartar la mirada sobre Hadasa– Pero, ¿Qué hay de los demás? ¿Acaso es posible sobrevivir sin compañía? Y si la hay, ¿cómo podremos abandonar este lugar para encontrarla?
Su tono rozó la desesperación.
–Cariño –dije en tono pausado–. ¿No estás siendo muy paranoica?
Ella me observó sorprendida, como si hubiera aprendido a deletrear una palabra compleja.
–Sí, estás en lo correcto –respondió–. Es una paranoia. El Apóstol Santiago dice que la paciencia crece mejor cuando el camino es escabroso. No tengo dudas de que la soledad es nuestro camino escabroso. Pero Dios tiene el control. Hadasa encontrará su lugar.
Se levantó del suelo y me dirigió una mirada de paz. Pero era mentira. Los siguientes días la observaba perdida mientras atendía a nuestra hija, mientras atendía los animales, mientras atendía su propia alma. Leía la Biblia con la vehemencia incorrecta: no lo hacía por la pasión placentera de conectarse al Espíritu; lo hacía por autoflagelación, como si quisiera hallar una manera de morir. En las noches gemía entre sueños, dejaba escapar ligeros sollozos y exclamaciones de sufrimiento. Me preguntaba si la claustrofobia estaba capturando otra víctima, o si la ansiedad era la verdadera epidemia que nos extinguiría, pero insólitamente ninguna tenía la culpa, los culpables éramos nosotros por dejar las puertas abiertas a la maldición. Siempre, demonios, desde los ancestros de nuestros ancestros, le dejamos la puerta abierta a la maldición.
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