Fue la segunda noche a su lado que no logré dormir, decidido
a encontrar una solución. Y ella misma, la mañana siguiente, fue la solución. Despertó siendo iluminada nuevamente por el otoño, revestida de reina, levando las anclas de su sonrisa encantadora y liberando su alma de la cotidianidad. Volví a enamorarme de ella mientras observé sus manos acariciando la árida piel de las vacas, sacando provecho al campo, derrochando la infancia perdida en carreras contra Hadasa, besándome y acariciándome como si fuera la primera vez.
Al final bebimos dos tazas de café tendidos bajo un Samán, mientras Hadasa ronroneaba boca arriba y ella me leía historias de la Biblia. Era el turno de Jonás.
–“…tal vez Dios cambie de parecer y se calme su ira, y así no
moriremos”.
–Jonás 3:9 –dije en voz alta.
–¡Eso es correcto! –aplaudió ella–. Eres un prodigio, querido.
–Tengo mis momentos.
Entrelazamos nuestras manos y conectamos miradas.
–¿Te encuentras bien? –le pregunté.
–Sí. Todo está en paz.
–Es una muy buena noticia. De las mejores que he escuchado en este último tiempo.
–Es verdad –replicó ella, acomodándose en mi pecho–. ¿Recuerdas aquel verso de Baudelaire que siempre recitabas antes de llegar aquí?
–Sí.
–¿Podrías recitarlo una última vez?
Una última vez, pensé. Nuevamente actuaba extraño.
–¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese cuadro que se te parece?
Las golondrinas empezaron a cantar.
–Viviremos allí– afirmó, y bruscamente se puso de pie.
No pude observarla de frente, pero sentí la manera en que los ojos se le encerraban en las ventanas de sus párpados seductores. Sonreía, sí que sonreía. En un abrir y cerrar de ojos (increíblemente) había encontrado la paz nuevamente. Ningún ateo hubiera podido creer tal suceso. Agitó sus brazos con movimientos de bailarina, desnudando el viento y empapándolo de la mágica piel que poseía. Hipnotizado, no pude notar lo que realmente sucedía, hasta que ya era demasiado tarde. Ella empezaba a esparcirse lentamente por el espacio–tiempo como la arena del mar; el cabello púrpura que tantas ilusiones me había entregado ahora se convertía en polvo, al igual que sus manos, sus hombros, sus pies y toda su presencia. No pude hacer algo más que llevarme una mano a la boca, asombrado, mientas su desaparición transcurría en cámara lenta. Sin más preámbulos, ella volvió a mirarme. Nuevamente decidí que era angelical.
–Ha llegado el momento –me dijo.
–¿De… qué? –balbuceé entre sollozos.
–De que todo vuelva a su lugar predestinado por la eternidad. Siempre, siempre te amaré. A ambos. Perdóname.
Esas fueron sus últimas palabras. Desapareció en el viento, como cenizas esparcidas que nunca volverán. Observando aquel surrealismo, caí de rodillas, suplicante, con lágrimas tan dolorosas como trozos de vidrio fluyendo de mí. Hadasa, soñolienta, apenas percibió la realidad cuando acabó de despertar.
–¿Dónde… dónde está mami? –me preguntó.
¿Cómo podría responderle?
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