Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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Sentado en un cajón, José Cemí oía los monólogos shakespirianos del mulato Juan Izquierdo, lanzando paletadas de empella sobre la sartén: “Que un cocinero de mi estirpe, que maneja el estilo de comer de cinco países, sea un soldado en comisión en casa del Jefe... Bueno, después de todo es un Jefe que según los técnicos militares de West Point, es el único cubano que puede mandar cien mil hombres. Pero también yo puedo tratar el carnero estofado de cinco maneras más que Campos, cocinero que fue de María Cristina. Que rodeado de un carbón húmedo y pajizo, con mi chaleco manchado de manteca, teniendo mis sobresaltos económicos que ser colmados por el sobrino del Jefe, habiendo aprendido mi arte con el altivo chino Luis Leng, que al conocimiento de la cocina milenaria y refinada, unía el señorío de la confiture, donde se refugiaba su pereza en la Embajada de Cuba en París, y después había servido en North Carolina, mucho pastel y pechuga de pavipollo, y a esa tradición añado yo –decía con sílabas que se deshacían bajo los abanicazos del alcohol que portaba–, la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española pero que se rebela en 1868. Que un hombre de mi calidad tenga que servir, tenga que ser soldado en comisión, tenga que servir”. Al musitar las palabras finales de ese monólogo, cortaba con el cuchillo francés unos cebollinos tiernos para el aperitivo; parecía que cortaba telas con una somnolencia que hacía que se le quedara largo rato la mano en alto.

Al penetrar la señora Rialta en la cocina le hizo una brusca señal a su hijo para que se retirara. Este lo hizo en tres saltos despreocupados. “¿Cómo va ese quimbombó?”, dijo, y enseguida la respuesta cortante: “Pues cómo va a estar, mírelo”. Antes de comprobar el plato pasó sus dedos índice y medio por los calderos acerados y brillantes como espejos egipcios.

Paradiso (1966)

José Lezama Lima (1910-1976). Poeta, ensayista y narrador cubano, una de las más importantes figuras literarias de su país. Fue editor de la legendaria revista Orígenes. Su enorme erudición se conjugó con una constante quietud: nunca se movió de La Habana salvo por un par de breves viajes. Escribió dos novelas en su estilo barroco y musical: Paradiso y Oppiano Licario, que quedó inconclusa.

Benito Pérez Galdós

Arroz con menudillos

Aquella noche fue también mala para Fortunata, pues se la pasó casi toda cavilando, discurriendo sobre si el otro se acordaría o no de ella. Era muy particular que no le hubiese encontrado nunca en la calle. Y por falta de mirar bien a todos lados no era ciertamente. ¿Estaría malo, estaría fuera de Madrid? Más adelante, cuando supo que en febrero y marzo había estado Juanito Santa Cruz enfermo de pulmonía, acordóse de que aquella noche lo había soñado ella. Y fue verdad que lo soñó a la madrugada, cuando su caldeado cerebro se adormeció, cediendo a una como borrachera de cavilaciones. Al despertar, ya de día, el reposo profundo, aunque breve, había vuelto del revés las imágenes y los pensamientos en su mente. “A mi boticario me atengo –dijo después que echó el Padrenuestro por las ánimas, de las que no se olvidaba nunca–. Viviremos tan apañaditos.” Levantóse, encendió su lumbre, bajó a la compra, y de tienda en tienda pensaba que Maximiliano podía dar un estirón, echar más pecho y más carnes, ser más hombre, en una palabra, y curarse de aquel maldito romadizo crónico que le obligaba a estarse sonando constantemente. De la bondad de su corazón no había nada que decir, porque era un santo, y como se casara de verdad, su mujer había de hacer de él lo que quisiera. Con cuatro palabritas de miel ya estaba él contento y achantado. Lo que importaba era no llevarle la contraria en todo aquello de la conciencia y de las misiones..., aquí un adjetivo que Fortunata no recordaba. Era sublimes; pero lo mismo daba; ya que sabía que era una cosa muy buena.

Aquel día la compra duró algo más; pues habiéndole anunciado Maximiliano que almorzaría con ella, pensaba hacerle un plato que a entrambos les gustaba mucho, y que era la especialidad culinaria de Fortunata: el arroz con menudillos. Lo hacía tan ricamente, que era para chuparse los dedos. Lástima que no fuera tiempo de alcachofas, porque las hubiera traído para el arroz. Pero trajo un poco de cordero, que le daba mucho aquel. Compró chuletas de ternera, dos reales de menudillos, y unas sardinas escabechadas para segundo plato.

De vuelta a su casa, armó los tres pucheros con el minucioso cuidado que la cocina española exige, y empezó a hacer su arroz en la cacerola. Aquel día no hubo en la cocina cacharro que no funcionara. Después de freír la cebolla y de machacar el ajo y de picar el menudillo, cuando ninguna cosa importante quedaba olvidada, lavóse la pecadora las manos y se fue a peinar, poniendo más cuidado en ello que otros días. Pasó el tiempo; la cocina despedía múltiples y confundidos olores. ¡Dios, con la faena que en ella había! Cuando llegó Rubín, a las doce, salió a abrirle su amiga con semblante risueño. Ya estaba la mesa puesta, porque la mujer aquella multiplicaba el tiempo, y como quisiera, todo lo hacía con facilidad y prontitud. Dijo el enamorado que tenía mucha hambre, y ella le recomendó una chispita de paciencia. Se le había olvidado una cosa muy importante, el vino, y bajaría a buscarlo. Pero Maximiliano se prestó a desempeñar aquel servicio doméstico y bajó más pronto que la vista.

Media hora después estaban sentados a la mesa en amor y compañía; pero en aquel instante se vio Fortunata acometida bruscamente de unos pensamientos tan extraños, que no sabía lo que le pasaba. Ella misma comparó su alma en aquellos días a una veleta. Tan pronto marcaba para un lado como para el otro. De improviso, como si se levantara un fuerte viento, la veleta daba la vuelta grande y ponía la punta donde antes tenía la cola. De estos cambiazos había sentido ella muchos; pero ninguno como el de aquel momento, el momento en que metió la cuchara dentro del arroz para servir a su futuro esposo. No sabría ella decir cómo fue, ni cómo vino aquel sentimiento a su alma, ocupándola toda; no supo más sino que le miró y sintió una antipatía tan horrible hacia el pobre muchacho, que hubo de violentarse para disimularla. Sin advertir nada, Maximiliano elogiaba el perfecto condimento del arroz, pero ella se calló, echando para adentro, con las primeras cucharadas, aquel fárrago amargo que se le quería salir del corazón. Muy para entre sí, dijo: “Primero me hacen a mí en pedacitos como estos, que casarme con semejante hombre... ¿Pero no le ven, no le ven que ni siquiera parece un hombre?... Hasta huele mal... Yo no quiero decir lo que me da cuando calculo que toda la vida voy a estar mirando delante de mí esa nariz de rabadilla”.

–Parece que estás triste, moñuca –le dijo Rubín, que solía darle este cariñoso mote.

Contestó ella que el arroz no había quedado tan bien como deseara. Cuando comían las chuletas, Maximiliano le dijo con cierta pedantería de dómine:

–Una de las cosas que tengo que enseñarte es a comer con tenedor y cuchillo, no con tenedor solo. Pero tiempo tengo de instruirte en esa y en otras cosas más.

También le cargaba a ella tanta corrección. Deseaba hablar bien y ser persona fina y decente; pero ¡cuánto más aprovechas las lecciones si el maestro fuera otro, sin aquella destiladera de nariz, sin aquella cara deslucida y muerta, sin aquel cuerpo que no parecía de carne, sino de cordilla!

Esta antipatía de Fortunata no estorbaba en ella la estimación, y con la estimación mezclábase una lástima profunda de aquel desgraciado, caballero del honor y de la virtud, tan superior moralmente a ella. El aprecio que le tenía, la gratitud y aquella conmiseración inexplicable, porque no se comprende a los superiores, era causa de que refrenase su repugnancia. No era ella muy fuerte en disimular, y otro menos alucinado que Rubín habría conocido que el lindísimo entrecejo ocultaba algo. Pero veía las cosas por el lente de sus ideas propias, y para él todo era como debía ser y no como era. Alegróse mucho Fortunata de que el almuerzo concluyese, porque eso de estar sosteniendo una conversación seria y oyendo advertencias y correcciones no la divertía mucho. Gustábale más el trajín de recoger la loza y levantar la mesa, operación en que puso la mano no bien tomaron el café. Y para estar más tiempo en la cocina que en la sala, revisó los pucheros y se puso a picar la ensalada cuando aún no hacía falta. De rato en rato daba una vuelta por la sala, donde Maximiliano se había puesto a estudiar. No le era fácil aquel día fijar su atención en los libros. Estaba muy distraído, y cada vez que su amiga entraba, toda la ciencia farmacéutica se desvanecía de su mente. A pesar de esto, quería que estuviese allí, y aun se enojó algo por lo mucho que prolongaba los ratos de cocina.

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