Un murmullo de repugnancia se les escapó a Lisa y a Augustine. Léon, que preparaba tripas de cerdo para la morcilla, hizo una mueca. Quenu se detuvo en su trabajo, observó a Auguste presa de náuseas. Sólo Pauline reía. Ese vientre, lleno de un hormigueo de cangrejos, se instalaba extrañamente en medio de la cocina, mezclaba olores sospechosos a los perfumes del tocino y la cebolla.
Auguste acercó dos jarrones. Lentamente volcó la sangre en la marmita con delgados hilos rojos, en tanto que Quenu la recibía revolviendo furiosamente la cocción que se espesaba. Una vez que los jarrones estuvieron vacíos, este último, abriendo uno a uno los cajones encima del horno, tomó pizcas de especias. Espolvoreó una buena cantidad sobre la cocción.
–Lo dejaron allí, ¿verdad? –preguntó Lisa–. ¿Regresaron sin peligro?
–Cuando volvían –respondió Florent–, el viento cambió, fueron empujados al medio del mar. Una ola les quitó una rama, y el agua entraba a cada rato con tanta furia que sólo atinaban a vaciar el bote con sus manos. Así rodaron frente a las costas, llevados por una ráfaga, alejados por la marea, las pocas provisiones terminadas, sin un bocado de pan. Eso duró tres días.
–¡Tres días! –exclamó la charcutera estupefacta–. ¡Tres días sin comer!
–Sí, tres días sin comer. Cuando el viento del este los empujó por fin a tierra, uno de ellos estaba tan débil que permaneció sobre la arena toda la mañana. Murió por la tarde. Su compañero había intentado en vano hacerle masticar unas hojas de árbol.
En ese momento Augustine se rio brevemente; luego, confusa por haber reído, sin intenciones de que pudieran considerarla desalmada, balbució:
–No, no, no me río de eso. Es de Mouton... Mírelo a Mouton, señora.
Lisa, a su vez, se rio. Mouton, que todavía tenía bajo la nariz el plato de relleno de salchicha, probablemente se encontraba incómodo y hastiado por esa cantidad de carne. Se había levantado, rascando la mesa con la pata, como para cubrir el plato, con la urgencia de los gatos que quieren cubrir sus desechos. Luego dio la espalda al plato, se estiró de costado, desperezándose, los ojos entrecerrados, la cabeza enroscada en una caricia gozosa. Entonces todo el mundo alabó a Mouton; dijeron que jamás robaba, que se podía dejar la carne a su alcance. Pauline contó muy confusamente que después de la cena le lamía los dedos y la lavaba sin morderla.
Pero Lisa volvió a la cuestión de saber si se puede permanecer tres días sin comer. No era posible.
–No –dijo ella–, no lo creo... Además, no hay nadie que haya resistido tres días sin comer. Cuando se dice que fulano es un muerto de hambre es una manera de hablar. Se come siempre, más o menos... Habría que hablar de miserables abandonados por completo, gente perdida...
Iba a decir sin duda “canallas sin confesión” pero se retuvo observando a Florent. Y la mueca despreciativa de sus labios, su mirada clara confirmaban decididamente que sólo los bribones ayunaban de esa manera desordenada. Un hombre capaz de permanecer tres días sin comer era para ella un ser absolutamente peligroso. Pues, en suma, la gente honesta nunca llegaba a posiciones semejantes.
Florent ahora se ahogaba. Frente a él, el horno en el que Léon acababa de arrojar varias paladas de carbón roncaba como un chantre durmiendo al sol. El calor se hacía muy fuerte. Auguste, encargado de las marmitas de grasa de cerdo, las vigilaba todo sudoroso, mientras que, enjugando la frente con su manga, Quenu esperaba que la sangre se hubiera diluido del todo. Un adormecimiento de alimento, cargado de indigestión, flotaba en el aire.
–Después de enterrar a su compañero en la arena –prosiguió Florent lentamente–, el hombre se fue solo, en línea recta. La Guyana holandesa, donde se encontraba, es un país de bosques, cortado por ríos y ciénagas. El hombre anduvo durante más de ocho días sin encontrar una vivienda. Todo a su alrededor olía a la muerte que le esperaba. A menudo, con el estómago atenazado por el hambre, no se atrevía a morder los frutos brillantes que pendían de los árboles; les temía a esas bayas de reflejos metálicos, cuyas nudosas jorobas supuraban veneno. Durante días enteros caminó bajo las bóvedas de ramas frondosas sin percibir un pedazo de cielo, en medio de una sombra verdosa, rebosante de un vivo horror. Grandes pájaros volaban sobre su cabeza con un ruido de alas terrible y gritos súbitos que semejaban estertores de muerto; saltos de monos, galopes de animales atravesando la espesura, delante de él, quebrando los tallos, haciendo caer una lluvia de hojas, como sacudidas por una ráfaga; y eran sobre todo las serpientes las que lo dejaban helado, cuando apoyaba el pie en el suelo moviendo hojas secas, y veía las cabezas delgadas estirarse entre los enlazamientos monstruosos de las raíces. Ciertos rincones, los rincones de sombra húmeda, gruñían con un pulular de reptiles, negros, amarillos, violáceos, acebrados, atigrados, parecidos a hierbas muertas bruscamente resucitadas y en fuga. Entonces se detenía, buscaba una piedra para salir de esa tierra blanda en la que se hundía; permanecía allí horas, con el espanto de alguna boa, entrevista al fondo de un claro, la cola enroscada, la cabeza erguida, balanceándose como un tronco enorme manchado con placas de oro. Por la noche dormía en los árboles, inquieto ante el menor roce, creyendo oír las escamas sin fin deslizarse en las tinieblas. Se asfixiaba bajo esos follajes interminables; la sombra adquiría allí un calor encerrado de horno, un trasudor de humedad, una transpiración pestilente, cargada de aromas rudos de maderas olorosas y flores hediondas. Luego, cuando finalmente se desembarazaba, cuando, al cabo de largas horas de marcha, volvía a ver el cielo, el hombre se encontraba frente a largas riberas que le cortaban el camino; bajaba por ellas, vigilando los espinazos grises de los caimanes, hurgando con la mirada las hierbas acarreadas, pasando a nado una vez que encontraba aguas más seguras. Más allá, los bosques recomenzaban. Otras veces eran vastas llanuras feraces, lugares cubiertos por una vegetación tupida, azulados en puntos lejanos con el espejo claro de una pequeña laguna. Entonces el hombre hacía un gran desvío, no avanzaba más que tanteando el terreno, a punto de morir, sepultado bajo una de esas planicies risueñas que sentía crujir a cada paso. La hierba gigante, alimentada por el humus amontonado, cubre ciénagas apestadas, profundidades de lodo líquido; y entre las capas de verde, extendiéndose sobre la inmensidad glauca, hasta el borde del horizonte, no hay más que estrechos pasajes de tierra firme, que hay que conocer si no se quiere desaparecer para siempre. Una tarde el hombre se hundió hasta el vientre. A cada sacudida que daba para liberarse, el lodo parecía subir hasta su boca. Permaneció tranquilo durante cerca de dos horas. Cuando apareció la luna pudo felizmente aferrarse a una rama de árbol encima de su cabeza. El día que llegó a una vivienda sus pies y sus manos sangraban, magullados, hinchados por malignas picaduras. Daba tanta pena verlo tan hambriento que tuvieron miedo de él. Le arrojaban la comida a cincuenta pasos de la casa, mientras que el amo custodiaba la puerta con una escopeta.
Florent, con la voz entrecortada y la mirada en la lejanía, se detuvo. Parecía no hablar más que para sí mismo. La pequeña Pauline, a la que el sueño dominaba, se abandonaba, con la cabeza a un lado, haciendo esfuerzos para mantener abiertos los ojos maravillados. Y Quenu se enojaba.
–Pero ¡animal! –gritaba a Léon–. No sabes sostener la tripa... Mientras me mires... No es a mí al que hay que mirar, es a la tripa... Así, de esta manera. Ahora no muevas más.
Con la mano derecha Léon levantaba un largo extremo de tripa vacía, en cuya punta se había encajado un embudo de boca muy ancha; con la mano izquierda enrollaba la morcilla alrededor de un barreño, de un plato redondo de metal, a medida que el charcutero llenaba el embudo a grandes cucharadas. La cocción fluía toda negra y humeante, hinchando poco a poco la tripa, que caía ventruda, con suaves curvas. Cuando Quenu retiró la marmita del fuego, ambos aparecieron con un perfil delgado, él, con una cara larga, en la ardiente luminosidad del brasero, que calentaba sus rostros pálidos y su ropa blanca con un tono rosado.
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