Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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En Venecia esta aria se llama el aria dei risi. Confieso que es un nombre bastante vulgar, y me siento bastante incómodo para contar la pequeña anécdota más gastronómica que poética que le valió. Aria dei risi, hay que confesarlo, quiere decir aria del arroz. En Lombardía, todas las comidas, la del absoluto gran señor como la del más pequeño maestro, comienzan invariablemente con un plato de arroz; y como les gusta el arroz muy poco cocido, cuatro minutos antes de servirse, el cocinero siempre hace esta importante pregunta: bisogna mettere i risi? Como Rossini volvía a su casa desesperado, la camarera le hizo la pregunta de rigor; pusieron el arroz al fuego, y antes de que estuviera listo, Rossini había terminado el aria.

Vida de Rossini (1823)

Stendhal (1783-1842). Seudónimo del escritor francés Henri Beyle, que se inició en Italia en la carrera militar y fue cónsul en Trieste. Acusado de espíritu paradojal, fue hijo de la era napoleónica y amante de la cultura italiana. Escribió narraciones de viajes, libros de crítica de arte y novelas, entre ellas La cartuja de Parma y la célebre Rojo y negro.

Émile Zola

La morcilla

Las noches se volvían frías. Desde que cenaban lo pasaban en la cocina, donde hacía mucho calor. Era tan amplia, además, que alrededor de la mesa cuadrada ubicada en el medio entraban cómodas varias personas sin molestar al servicio. Las paredes del ambiente iluminado a gas estaban cubiertas a la altura del pecho con azulejos blancos y azules. A la izquierda se encontraba el gran horno de fundición con tres agujeros en los que tres marmitas rechonchas hundían sus culos negros por el hollín del carbón; al fondo, una pequeña chimenea montada sobre un horno y provista con un ahumadero servía para asar las carnes; y por encima del horno, arriba de las espumaderas, los cucharones, los tenedores de mango largo, en una fila de cajones numerados se alineaban el pan rallado, fino y grueso, las migas de pan para empanar, las especias, el clavo, la nuez moscada, las pimientas. A la derecha, la mesa para picar, un enorme pedazo de roble apoyado contra la pared, todo tajeado y perforado, entorpecía el paso; en tanto que muchos utensilios, fijados al bloque de madera, una bomba de inyección, una máquina para espolvorear, una picadora mecánica, daban con sus ruedas y sus manivelas la idea misteriosa e inquietante de una cocina infernal. Luego, alrededor de las paredes, sobre tablones y hasta bajo las mesas, se apilaban cacharros, terrinas, cántaros, platos, utensilios de hojalata, una batería de cacerolas profundas, de embudos alargados, de perchas para cuchillos y cuchillas, hileras de mechadores y agujas, todo un mundo hundido en la grasa. La grasa desbordaba pese a la excesiva limpieza, rezumaba entre los azulejos, enceraba las baldosas rojas del piso, daba un reflejo grisáceo a la fundición del horno, pulía los bordes de la mesa para picar con un brillo y una transparencia de roble barnizado. Y en medio de este vaho acumulado gota a gota, de esta evaporación continua de tres marmitas, donde hervían los cerdos, no había ciertamente, del piso al techo, ni un clavo que no orinara grasa.

Los Quenu-Gradelle fabricaban todo allí. Sólo hacían venir de fuera las terrinas de casas famosas, los chicharrones finos, los bocales de conservas, las sardinas, los quesos, los caracoles. Así, desde septiembre, había que llenar la despensa, vaciada durante el verano. Las veladas se prolongaban incluso una vez cerrado el negocio. Quenu, con la ayuda de Auguste y Léon, acomodaba los salchichones, preparaba los jamones, fundía la manteca de cerdo, cortaba los tocinos de pecho, los tocinos entreverados, los tocinos para picar. Era un estruendo formidable de marmitas y de picadoras de carne; los olores de cocina subían por toda la casa. Esto sin perjuicio de la charcutería común, la charcutería fresca, los patés de oca y de liebre, las galantinas, las longanizas y las morcillas.

Esa noche, hacia las once, Quenu, que había puesto a cocinar dos marmitas de sebo de cerdo, debía ocuparse de la morcilla. Auguste lo ayudó. En un rincón de la mesa cuadrada, Lisa y Augustine zurcían ropa blanca; mientras que, frente a ellas, en la otra punta de la mesa, Florent estaba sentado, con la cara vuelta hacia el horno, sonriendo a la pequeña Pauline que, montada sobre sus pies, quería que la hiciera “saltar en el aire”. Detrás de ellos, Léon, con golpes lentos y regulares, picaba carne para salchicha sobre el bloque de roble.

Auguste comenzó por ir a buscar al patio dos jarros llenos de sangre de cerdo. Era él el que desangraba en el matadero. Se llevaba la sangre y las entrañas de los animales, dejando a los muchachos del peladero la tarea de traer en coche, por la tarde, los chanchos preparados. Para Quenu no había charcutero en París que sangrara como Auguste. La realidad era que Auguste conocía de maravillas la calidad de la sangre. La morcilla era buena toda vez que él decía: “La morcilla será buena”.

–Y bien, ¿tendremos buena morcilla? –preguntó Lisa.

Él depositó sus dos jarros y dijo lentamente:

–Sí, señora Quenu, creo que sí... Primero me doy cuenta por la forma en que corre la sangre. Si la sangre cae demasiado suave cuando retiro el cuchillo, no es una buena señal, demuestra que es pobre...

–Pero también –interrumpió Quenu– depende de cómo se haya hundido el cuchillo.

En el rostro pálido de Auguste se produjo una sonrisa.

–No, no –respondió–, siempre hundo cuatro dedos del cuchillo; es la medida... Pero, veamos, el mejor signo es cuando todavía corre la sangre y yo la recibo batiendo con la mano en la cubeta. Tiene que tener una buena temperatura, ser cremosa y no demasiado espesa.

Augustine había dejado su aguja. Levantó los ojos para observar a Auguste. Su rostro coloradote, de duros cabellos castaños, asumía un aspecto de atención profunda. Por otra parte Lisa y hasta la pequeña Pauline escuchaban con gran interés.

–Bato, bato, bato, ¿no es cierto? –continuó el muchacho moviendo su mano en el aire, como si batiera una crema–. Y bien, cuando retiro mi mano y la observo, tiene que estar como engrasada por la sangre, de manera que el guante rojo sea del mismo rojo en toda la superficie... Entonces podemos decir sin equivocarnos: “La morcilla será buena”.

Permaneció un instante con la mano en el aire, con complacencia, la actitud blanda; al cabo de la manga blanca, esa mano que vivía en cubetas de sangre se veía muy rosada, con uñas brillantes. Quenu aprobó con la cabeza. Se produjo un silencio. Léon no dejaba de picar. Pauline, que había quedado pensativa, volvió a subirse a los pies de su primo, exclamando con voz clara:

–Vamos, primo, cuéntame la historia del señor al que lo comieron los bichos.

Sin duda, en la cabeza de esta chiquilla la idea de la sangre de los chanchos había despertado la del “señor comido por los bichos”. Florent no comprendió, preguntó qué señor. Lisa reía.

–Ella le pide la historia de ese desgraciado, ya sabe, esa historia que le contó un día a Gavard. Debe haberlo escuchado.

Florent se puso muy grave. La pequeña fue a buscar al gran gato leonado y lo colocó sobre las rodillas del primo, diciendo que también Mouton quería escuchar la historia. Pero Mouton saltó sobre la mesa. Allí se quedó, sentado, el lomo arqueado, contemplando a ese hombre flaco que, desde hacía quince días, parecía ser para él un continuo tema de profundas reflexiones. Entretanto Pauline se enojó, dio patadas, quería la historia. Cuando se puso realmente insoportable, Lisa dijo a Florent:

–Cuéntele pues lo que le pide y nos dejará tranquilos.

Florent guardó silencio todavía un instante. Tenía la mirada en el suelo. Luego, levantando lentamente la cabeza, se detuvo en las dos mujeres que tiraban de sus agujas, observó a Quenu y a Auguste que preparaban la marmita para la morcilla. El gas se quemaba tranquilo, el calor del horno era muy suave, toda la grasa de la cocina brillaba en un bienestar de digestión prolongada. Entonces colocó a la pequeña Pauline sobre una de sus rodillas y, sonriendo con una sonrisa triste, dirigiéndose a la niña:

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