Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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No tengo que decir que después de este experimento, no volví a necesitar ningún cacharro de barro que no pudiera hacerme. Pero debo decir que en cuanto a la forma, no se diferenciaban mucho unos de otros, como es de suponerse, ya que los hacía del mismo modo que los niños hacen sus tortas de arcilla o que las mujeres, que nunca han aprendido a hacer masa, hornean sus tortas.

Jamás sentí alegría tan grande por algo tan insignificante, como cuando vi que había hecho un cacharro de arcilla resistente al fuego. Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfriara y volví a colocarlo en el fuego lleno de agua para hervir un trozo de carne, lo que logré admirablemente. Luego, con un poco de cabra, me hice un caldo muy sabroso y sólo me habría hecho falta un poco de avena y algunos otros ingredientes para que quedara tan sabroso como lo hubiera deseado.

Mi siguiente preocupación era conseguirme un mortero de piedra para apisonar o triturar el grano ya que, tan sólo con un par de manos, no podía pensar en hacer un molino. Me encontraba muy poco preparado para satisfacer esta necesidad; si había un oficio en el mundo para el cual no estaba calificado era para el de picapedrero, y tampoco contaba con las herramientas necesarias para hacerlo. Pasé varios días buscando una piedra lo bastante grande como para ahuecarla y que sirviera para un mortero, pero no pude encontrar ninguna, excepto las que había en la roca pero no tenía forma de extraer ni cortarle ningún pedazo. Tampoco las rocas de la isla eran lo bastante duras, pues todas tenían una consistencia arenosa y se desmoronaban fácilmente, de manera que no habrían soportado los golpes de un mazo, ni habrían molido el grano sin llenarlo de arena. Después de perder mucho tiempo buscando una piedra adecuada, renuncié a este propósito y decidí buscar un buen bloque de madera sólida, lo que resultó mucho más sencillo. Agarré uno tan grande como mis fuerzas me permitieron levantar y le di forma redonda por fuera con el hacha. Luego, con la ayuda del fuego y una paciencia infinita, le hice una cavidad, del mismo modo en que los indios del Brasil construyen sus canoas. Después hice una pesada mano de mortero, de una madera que llaman palo de hierro; esto fue lo que preparé y guardé aparte hasta mi próxima cosecha, al cabo de la cual me proponía moler el grano, o más bien, machacarlo hasta convertirlo en harina para hacer pan.

La segunda dificultad con que me topé fue la de hacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y separarla del salvado y de la cáscara, sin lo cual no hubiera creído posible hacer pan. Esta era una labor tan difícil que no me hallaba con valor ni para pensar en la forma de llevarla a cabo pues no tenía nada que me sirviera ni lejanamente; es decir, un lienzo o tejido con una trama lo bastante fina como para cernir la harina a través de esto. Durante muchos meses estuve paralizado, tampoco sabía exactamente qué hacer. No me quedaba más lienzo que algunos harapos; tenía pelos de cabra pero no sabía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sabido, no tenía instrumentos para hacerlo. La única solución que encontré, finalmente, fue al recordar que entre la ropa de los marineros que había rescatado del naufragio, había algunas muselinas de cuello y, con algunos pedazos hice tres tamices pequeños pero adecuados para la tarea. Con esto me las arreglé por algunos años, y qué hice después lo contaré más tarde.

Lo próximo que había que considerar era cómo cocer el pan, y cómo lo prepararía una vez que tuviera el grano pues, para empezar, no tenía levadura. Con respecto a este punto, no había forma de resolver mi necesidad, de modo que dejé de preocuparme por ello. Sin embargo, me afligía mucho no tener un horno. Con el tiempo descubrí con un experimento una forma de hacerlo, de la siguiente manera: fabriqué algunas vasijas de barro muy anchas pero poco profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y no más de nueve pulgadas de profundidad. Las quemé en el fuego, como había hecho con las otras y las dejé aparte; cuando quería hornear pan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que había cubierto con unas losas cuadradas que yo mismo hice y cocí, aunque en verdad no puedo decir que fuesen perfectamente cuadradas.

Cuando la leña formaba un buen montón de brasas, las arrastraba hacia el hogar hasta cubrirlo entero y las dejaba ahí hasta que se calentaba bien. Luego retiraba las brasas, colocaba mi hogaza o mis hogazas y las tapaba con la vasija de barro, que rodeaba de carbones para mantener y avivar el fuego. De este modo, como en el mejor horno del mundo, horneaba mis hogazas de cebada y, en poco tiempo, me convertí en un auténtico maestro pastelero pues confeccionaba diversas tortas y budines de arroz, aunque no llegué a hacer tartas ya que no tenía con qué rellenarlas, si no era con carne de ave o de cabra.

No es de sorprender que todas estas labores me tomaran casi todo el tercer año en la isla, pues debe notarse que en el intervalo tenía que ocuparme de mi nueva cosecha y de la labranza. Cosechaba el grano en la época del año adecuada, lo transportaba a casa lo mejor que podía y lo colocaba en espiga en grandes canastas hasta que llegaba el momento de desgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde trillar.

Y ahora que, en efecto, mi provisión de grano aumentaba, quise realmente agrandar los graneros. Busqué un lugar para almacenarlo porque la cosecha había sido tan abundante que tenía unas veinte fanegas de cebada y otras tantas, o más, de arroz. Tanto que decidí entonces usarlos libremente puesto que hacía tiempo que se me había acabado el pan. También decidí ver cuánto necesitaba para un año y, así, sembrar sólo una vez.

En total, descubrí que cuarenta fanegas de cebada y arroz eran más de lo que podía consumir en un año y por tanto, decidí sembrar al año siguiente la misma cantidad que en el anterior, con la esperanza de que me bastase para hacer pan y demás.

Mientras ocurría todo esto, pueden estar seguros de que, a menudo, mis pensamientos se perdían hacia la tierra que había visto desde el otro lado de la isla y no me faltaban deseos ocultos de estar allí, imaginando que, al ver el continente y una tierra poblada, encontraría la forma de salir adelante y finalmente daría con los medios para escapar.

Robinson Crusoe (1719)

Daniel Defoe (1660-1731). Escritor, periodista y emprendedor inglés, dejó una vasta obra sobre variados temas, entre sátiras y tratados de economía. A sus sesenta años descubrió una nueva forma de narrar ficción, y de esa pluma y en un corto período salieron novelas como Robinson Crusoe y la genial y tan moderna Moll Flanders.

Stendhal

El aria del arroz

En Venecia, Rossini había hecho para la llegada de Tancredi una gran aria que la Malanotte no quiso; y como esta excelente cantante estaba entonces en la flor de la belleza, del talento y de los caprichos, no le declaró su antipatía por esta aria más que en la velada previa a la primera representación.

¡Imaginen la desesperación del maestro! Estas son las cosas que hacen volver loco a esta edad y en esta posición; ¡dichosa edad en la que uno se vuelve loco! “Si después de la escapada de mi última ópera, se decía Rossini, silban la entrada de Tancredi, toda la ópera va a terra.”

El pobre joven vuelve pensativo a su pequeña posada. Se le ocurre una idea; escribe algunas líneas, es el famoso

Tu che accendi

el aria que tal vez nunca ha sido más cantada y en los lugares más diversos del mundo. En Venecia se cuenta que la primera idea de esta cantilena deliciosa, que expresa tan bien la felicidad de volver a encontrarse después de una larga ausencia, está tomada de una letanía griega; Rossini la había escuchado cantar algunos días antes en vísperas, en la iglesia de una de las pequeñas islas de las lagunas de Venecia. Los griegos han llevado el aire de felicidad de la Mitología, incluso a la religión terrible de los cristianos.

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