–¡Silencio! –exclamó una voz; no la de la señorita Miller, sino de una de las maestras superiores, un personaje pequeño y oscuro, vestido con elegancia, pero con cierto aspecto tétrico, que se instaló en la cabecera de una mesa, mientras que una mujer de amplia pechera presidía la otra. En vano busqué con los ojos a la que había visto la noche anterior; no aparecía en ningún lado; la señorita Miller ocupaba la punta de la mesa donde yo estaba sentada, y una extraña señora mayor, de aspecto extranjero, la profesora de francés tal como me enteré más tarde, tomó el asiento correspondiente de la otra mesa. Alguien pronunció una larga bendición y luego cantamos un himno; luego un sirviente trajo té para las maestras, y empezó la comida.
Famélica, y ya muy débil, devoré una o dos cucharadas de mi porción sin pensar en el gusto; pero una vez apagados los primeros ardores del hambre, me di cuenta de que tenía una mezcla nauseabunda entre manos; un potaje de avena quemada es casi tan feo como una papa podrida; hasta la hambruna misma se asquea. Las cucharas se movían lentamente: vi a todas las chicas probar la comida y tratar de tragarla; pero en la mayoría de los casos renunciaban a completar el esfuerzo. El desayuno había terminado y nadie había desayunado.
Jane Eyre (1847)
Charlotte Brontë (1816-1855). Escritora inglesa, criada en el rigor de las tierras de Yorkshire y hermana de Ana y Emily Brontë. En su novela Jane Eyre, que lleva a su culminación algunos recursos de la novela gótica, retrata las desventuras de una joven mujer que lucha contra las convenciones sociales.
Virgilio Piñera
Cena de narices
Como siempre sucede, la miseria nos había reunido y arrojado en el reducido espacio de los consabidos dos metros cuadrados. Allí vivíamos. Sabía que no comería esa noche, pero el alegre recuerdo del copioso almuerzo de la mañana impedía briosamente toda angustia intestinal. Tenía que hacer un largo camino, pues del Auxilio Nocturno –a donde había ido al filo de las siete a solicitar en vano la comida de esa noche– a nuestro cuarto mediaban más de cinco kilómetros. Pero confieso que los recorrí alegremente. Aunque ya nada tenía en el estómago del famoso almuerzo, me acometían a ratos los más deliciosos eructos que cabe imaginar. Verdad que se iban haciendo cada vez menos intensos, pero, con todo, me ayudarían a salvar aquella abominable distancia...
Por fin llegaba, y entré a tientas a causa de la oscuridad. Me creí solo, pero un ruido, que mezclaba a cierta música la sequedad propia de una descarga, me hizo retroceder. Comencé a alarmarme, pues no podía identificar aquel ruido, no tuve tiempo de ordenar mi oído: de los tres camastros alineados junto a la ventana surgieron otros tres espantosos. Uno era como el aire que se escapa de los tubos de un órgano cuando el que lo toca abre todas las llaves del mismo; el otro se parecía a ese chillido seco y prolongado que emite una mujer frente a una rata, y el tercero podía identificarse al cornetín que toca la diana en los campamentos. Hubo una pausa, y en seguida, un murmullo se elevó en el cuarto. No entendí bien en un principio, pero pronto escuché distintamente estas expresiones: “¡Carne con papas!”, “¡arroz con camarones!”, “¡rabanitos!”, al mismo tiempo que percibía ese aletear característico de narices que aspiraban un olor próximo a desvanecerse.
En efecto, eran las narices de mis compañeros de cuarto, que tendidos boca arriba en sus respectivos camastros aspiraban el delicioso olor de esos platos nacionales. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, podían distinguir claramente el óvalo de sus caras donde se destacaba cada nariz un punto más hacia adelante, como el general que marcha al frente de sus tropas. En verdad aquel olor excitaba el apetito provocándome a tenderme en mi yacija, pero todavía me detuve un instante para observar aquellas caras de una beatitud hace mucho tiempo desaparecida.
Un nuevo ruido me sacó de mi contemplación y corrí a mi camastro a fin de no perder el “plato” de turno. Esta vez no se escuchó ningún sonido pero algo flotó en el ambiente, anunciándolo. No pude contener mi alegría y grité, ahogándome: “¡Empanadillas, empanadillas...!”. Aquello era un festín romano: las bocas, cerradas fuertemente, semejaban ostras que hubiesen plegado sus valvas mientras cada nariz, dilatada hasta lo increíble, devoraba ávidamente empanadilla tras empanadilla. Pensé que no estábamos dejados, como se dice, de la mano de Dios, al ver cómo el cuerno de la abundancia se derramaba sobre nosotros. Pero no había tiempo que perder en reflexiones, pues a medida que el entusiasmo crecía los platos se iban multiplicando. Eran tantos, que casi resultaba imposible devorarlos cabalmente a todos. No bien habíamos puesto la nariz en una costilla clásicamente dorada cuando la aparición de un tamal en cazuela nos exigía que lo probásemos. Aquel banquete invisible tenía sus derechos. Y, además, hacía tanto tiempo que la abundancia no nos visitaba... Pero nuestras narices, manejadas sabiamente, atendían cumplidamente a cada visitante. Y el banquete no amenazaba concluir. Por el contrario, ahora eran tantos los ruidos que se escuchaban en nuestra humilde morada, que habrían tapado los de una orquesta con todos sus profesores. Por otra parte, cada nariz, creciendo gradualmente, prometía llegar al mismísimo techo. Pero no se reparaba en estas menudencias, y los platos eran devorados sin que nadie manifestase signos de hartura. Pronto la habitación fue nada más que un ruido y un olor que diez patéticas narices aspiraban acompasadamente. No importaban tales excesos; aquella noche, al menos, no pereceríamos de hambre.
“La cena”, en Cuentos fríos (1956)
Virgilio Piñera (1912-1979). Poeta, narrador y dramaturgo cubano, es autor de relatos que oscilan entre lo extraño y lo siniestro. Vivió en Buenos Aires unos diez años, donde formó parte del grupo de traductores del Ferdydurke de Gombrowicz. Entre sus novelas se destaca La carne de René; son numerosas sus colecciones de cuentos.
J.M.G. Le Clézio
En lata y en polvo
Conozco el hambre, la sentí. De niño, al final de la guerra, estaba entre los que corrían por la carretera al lado de los camiones de los estadounidenses y tendía las manos para atrapar las barras de chicle, el chocolate, los paquetes de pan que los soldados tiraban al voleo. De niño tenía tal necesidad de grasa que tomaba el aceite de las latas de sardinas y lamía con delicia la cuchara de aceite de hígado de bacalao que mi abuela me daba para fortalecerme. Tenía tal necesidad de sal que, en la cocina, comía del frasco, a dos manos, los cristales de sal gris.
De niño, probé por primera vez el pan blanco. No era la hogaza del panadero, ese pan negruzco más que parduzco, hecho con harina pasada y aserrín que estuvo a punto de matarme cuando tenía tres años. Era un pan cuadrado, hecho en un molde con harina enriquecida, liviano, oloroso, de miga tan blanca como el papel en el que escribo. Y al escribirlo siento que se me hace agua la boca, como si no hubiera pasado el tiempo y estuviera directamente unido a mi infancia. La rebanada de pan que se deshace, nebulosa, que hundo en mi boca y que, apenas trago, pido más, más, y si mi abuela no lo pusiera en el armario cerrado con llave, podría terminarlo en un momento, hasta sentirme mal. Sin duda, nada me ha satisfecho igual, nada saboreé después que me haya calmado a tal punto el hambre, que me haya saciado hasta ese punto.
Como el Spam estadounidense. Mucho tiempo después aún conservaba las latas de metal cortadas con abrelatas para hacer con ellas navíos de guerra que pintaba cuidadosamente de gris. La pasta rosada que contenían, envuelta en gelatina, de gusto un poco jabonoso, me llenaba de felicidad. Su olor a carne fresca, la fina película de grasa que la pasta dejaba en mi lengua y que cubría el fondo de mi garganta. Más tarde, para los otros, para los que no conocieron el hambre, esa pasta debió ser sinónimo de horror, de comida para pobres. Volví a encontrarlo veinticinco años más tarde en México, en Belice, en los negocios de Chetumal, de Felipe Carrillo Puerto, y de Orange Walk. Allí se llamaba carne del diablo. El mismo Spam en su lata azul adornada con una imagen que muestra la carne en rodajas sobre una hoja de ensalada verde.
Читать дальше