Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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–Había una vez un pobre hombre. Lo mandaron lejos, muy lejos, al otro lado del mar... En el barco que lo llevaba, había cuatrocientos presos con los que lo echaron. Tuvo que vivir cinco semanas en medio de esos bandidos, vestido como ellos con tela basta, comiendo de sus escudillas. Enormes piojos lo devoraban, sudores terribles lo dejaban sin fuerza. La cocina, la panadería, la máquina del barco calentaban tanto la cubierta que diez presos murieron de calor. Durante el día se los hacía subir de a cincuenta por vez para permitirles tomar el aire de mar; y, como tenían miedo de ellos, dos cañones apuntaban al estrecho suelo por el que se paseaban. El pobre hombre estaba muy contento cuando le llegaba su turno. Sus sudores se calmaban un poco. No comía más, estaba muy enfermo. Por la noche, cuando habían vuelto a ponerle los grilletes y el mal tiempo lo hacía rodar contra sus dos vecinos, se sentía cobarde, lloraba, feliz de llorar sin ser visto...

Pauline escuchaba, con los ojos agrandados y sus manitos cruzadas devotamente.

–Pero no es la historia del señor al que lo comieron los bichos –lo interrumpió–. Es otra historia, ¿no, primo?

–Espera, ya verás –respondió dulcemente Florent–. Ya llegaré a la historia del señor... Te estoy contando la historia entera.

–¡Ah! Qué bien –murmuró la niña con felicidad.

Sin embargo permaneció pensativa, visiblemente preocupada por alguna enorme dificultad que no podía resolver. Por fin se decidió.

–¿Qué había hecho el pobre hombre para que lo echaran y lo metieran en el barco? –preguntó.

Lisa y Augustine se sonrieron. La mente de la niña les fascinaba. Y Lisa, sin responder directamente, aprovechó la ocasión para darle una moraleja: la impresionó mucho diciéndole que también metían en el barco a los niños que se portaban mal.

–Entonces –observó juiciosamente Pauline–, fue porque el pobre hombre lloraba por la noche.

Lisa retomó su costura bajando los hombros. Quenu no había escuchado. Acababa de cortar en la marmita aros de cebolla que en el fuego mostraban pequeñas venas claras y finas de cigarras pasmadas por el calor. Olía muy bien. La marmita, cuando Quenu hundía en ella su gran cucharón de madera, cantaba más fuerte, llenaba la cocina con el olor penetrante de la cebolla cocida. En un plato, Auguste preparaba grasa de tocino. Y el cuchillo de picar de Léon caía con golpes más fuertes, sacudiendo por momentos la tabla, para reunir la carne de salchicha que ya comenzaba a convertirse en pasta.

–Al llegar –continuó Florent– condujeron al hombre a una isla llamada la isla del Diablo. Estaba allí con otros camaradas que también habían echado de su país. Todos fueron muy desgraciados. Por empezar se los obligó a trabajar como forzados. El gendarme que los vigilaba los contaba tres veces por día, para estar bien seguro de que no faltara nadie. Más tarde, se los dejó libres para hacer lo que quisieran; sólo los encerraban por la noche, en una gran cabaña de madera, donde dormían sobre hamacas tendidas entre dos troncos. Al cabo de un año andaban descalzos, y su ropa estaba tan en harapos que se les veía la piel. Se construyeron chozas con troncos de árbol para protegerse del sol, cuya llama quema todo en esas regiones; pero las chozas no podían preservarlos de los mosquitos que, de noche, los cubrían de ronchas e inflamaciones. Varios murieron a causa de ello; los demás se pusieron tan amarillos, tan secos, tan abandonados, con sus largas barbas, que daban pena...

–Auguste, pásame la grasa –exclamó Quenu.

Y cuando tuvo el plato, hizo deslizar despacio en la marmita la grasa de tocino, diluyéndola con el cabo de la cuchara. La grasa se fundía. Un vapor más espeso subió del horno.

–¿Qué les daban de comer? –preguntó la pequeña Pauline profundamente interesada.

–Les daban arroz lleno de gusanos y carne que olía mal –respondió Florent, cuya voz se apagaba–. Había que sacar los gusanos para comer el arroz. La carne, asada y muy cocida, era tragable; pero hervida, apestaba de una manera que a menudo daba cólicos.

–Antes prefiero pan seco –dijo la niña tras haberse consultado.

Una vez que terminó de picar, Léon llevó el relleno de salchicha en un plato hasta la mesa cuadrada. Mouton, que había permanecido sentado, con los ojos sobre Florent, como extremadamente sorprendido con el relato, tuvo que retroceder un poco, lo que hizo de muy mala voluntad. Se apelotonó, ronroneando, con el hocico sobre el relleno de salchicha. Entretanto, Lisa parecía no poder ocultar su asombro ni su repugnancia; el arroz con gusanos y la carne que apestaba seguramente le parecían suciedades apenas creíbles, absolutamente deshonrosas para aquel que las hubiera comido. Así, sobre su hermoso rostro calmo, en la hinchazón de su cuello, había un vago espanto frente a este hombre alimentado con cosas inmundas.

–No, no era un lugar de delicias –repuso, olvidando a la pequeña Pauline, con la mirada vaga sobre la marmita que humeaba–. Cada día nuevas vejaciones, un atropello continuo, una violación de toda justicia, un desprecio de la caridad humana, que exasperaba a los prisioneros y los consumía lentamente con una fiebre de malsano rencor. Vivían como bestias, con el látigo eternamente levantado sobre sus espaldas. Esos miserables querían matar al hombre... No se puede olvidar, no, no es posible. Algún día esos sufrimientos clamarán venganza.

Había bajado la voz, y las lonjas de tocino que silbaban alegremente en la marmita la cubrían con su ruido de fritura hirviente. Pero Lisa lo escuchaba, asustada por la expresión implacable que su rostro había asumido bruscamente. Ella lo juzgó hipócrita con ese aire dulce que sabía fingir.

El tono sordo de Florent había producido el colmo de placer a Pauline. Se agitó sobre la rodilla del primo, encantada con la historia.

–¿Y el hombre? ¿El hombre? –murmuró.

Florent observó a la pequeña Pauline, pareció recordar, encontró su sonrisa triste.

–El hombre –dijo–, no estaba contento en la isla. Sólo tenía una idea, escapar, atravesar el mar para llegar a la costa, de la que con buen tiempo veían la línea blanca en el horizonte. Pero no era fácil. Había que construir una balsa. Como otros prisioneros ya se habían escapado, se habían abatido todos los árboles de la isla para que los otros no pudieran procurarse madera. La isla estaba toda pelada, tan desnuda, tan árida bajo los grandes soles, que vivir se volvía todavía más peligroso y espantoso. Entonces el hombre, con dos de sus compañeros, tuvo la idea de usar los troncos de árbol de sus chozas. Una noche partieron sobre unas mediocres vigas que habían atado con ramas secas. El viento los llevó hacia la costa. Estaba por hacerse de día cuando la balsa encalló en un banco de arena con tal violencia que los troncos de los árboles separados fueron llevados por las olas. Los tres desgraciados apenas podían permanecer sobre la arena; se hundían hasta la cintura; uno llegó a desaparecer hasta la barbilla, y los otros dos tuvieron que irse. Por fin llegaron a un peñón donde apenas había lugar para sentarse. Cuando el sol se elevó, percibieron frente a ellos la costa, una franja de acantilados grises que ocupaba toda una parte del horizonte. Los dos que sabían nadar decidieron alcanzar esos acantilados. Preferían arriesgarse a morir pronto ahogados antes que una lenta muerte por hambre sobre ese arrecife. Prometieron a su compañero volver a buscarlo tan pronto como tocaran tierra y se procuraran un bote.

–¡Ah, sí! ¡Ahora lo sé! –exclamó la pequeña Pauline aplaudiendo de alegría–. Es la historia del señor al que comieron los bichos.

–Ellos pudieron llegar a la costa –prosiguió Florent–; pero estaba desierta, no encontraron un bote sino al cabo de cuatro días... Cuando volvieron al escollo vieron a su compañero extendido boca arriba, los pies y las manos devorados, la cara carcomida, la panza hecha un gran hervidero de cangrejos que agitaban la piel de los costados, como si un estertor furioso hubiera atravesado ese cadáver medio comido y todavía fresco.

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