Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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Lisa y Augustine se interesaron en la operación, en particular Lisa, que por su parte regañó a Léon porque pellizcaba demasiado la tripa con los dedos, lo que según ella producía nudos. Cuando la morcilla fue embalada, Quenu la deslizó suavemente en una marmita de agua hirviente. Parecía aliviado por completo, sólo faltaba que se cociera.

–¿Y el hombre? ¿Y el hombre? –murmuró de nuevo Pauline, reabriendo los ojos, sorprendida de no oír hablar a su primo.

Florent la acunaba sobre su rodilla, ralentizando todavía su relato, murmurándolo como un canto de nodriza.

–El hombre –dijo–, llegó a una gran ciudad. Primero lo tomaron por un preso evadido; fue retenido varios meses en prisión... Luego lo liberaron, hizo toda clase de trabajos, llevó cuentas, enseñó a leer a los niños; un día, incluso, entró como peón en trabajos de desmonte... El hombre siempre soñaba con volver a su país. Había ahorrado el dinero necesario cuando tuvo fiebre amarilla. Lo creyeron muerto, se habían dividido su ropa; y cuando se salvó, no encontró ni siquiera una camisa... Hubo que recomenzar. El hombre estaba muy enfermo. Tenía miedo de quedarse allí... Finalmente, el hombre pudo partir, el hombre regresó.

La voz había ido bajando. Murió en un último estremecimiento de labios. La pequeña Pauline, a la que el final de la historia había dado sueño, dormía con la cabeza abandonada sobre el hombro del primo. Él la sostenía con el brazo, seguía acunándola con la rodilla, insensiblemente, de manera suave. Y como ya nadie le prestaba atención, permaneció allí, sin moverse, con la niña dormida.

Vino el gran golpe de fuego, como decía Quenu. Retiró la morcilla de la marmita. Para no reventar ni anudar juntos los extremos, las tomaba con un palo, las enrollaba, las llevaba al patio, donde se secarían rápidamente sobre las rejillas. Léon lo ayudaba sosteniendo los extremos demasiado largos. Estas guirnaldas de morcilla, que atravesaban la cocina todas sudorosas, dejaban huellas de humo fuerte que terminaban de espesar el aire. Auguste, echando una última ojeada a la fundición de la grasa de cerdo, había descubierto por su parte las dos marmitas, donde las grasas hervían pesadamente, dejando escapar, en cada uno de sus borbotones reventados, una ligera explosión de vapor amargo. La oleada de grasa había subido desde el comienzo de la velada; ahora ahogaba el gas, colmaba la pieza, fluía por todas partes, dejando en una niebla los blancores rosados de Quenu y sus dos muchachos. Lisa y Augustine se habían levantado. Todos resoplaban como si acabaran de comer demasiado.

Augustine recibió en sus brazos a la dormida Pauline. Quenu, al que le gustaba cerrar la cocina, despidió a Auguste y a Léon diciendo que él entraría las morcillas. El aprendiz se retiró muy colorado; había deslizado en su camisa cerca de un metro de morcilla, que debía estar asándolo. Luego, al quedarse solos los Quenu y Florent, guardaron silencio. Lisa, de pie, comía un pedazo de morcilla muy caliente, al que daba breves mordiscos apartando sus hermosos labios para no quemarlos; y el pedazo negro se iba poco a poco dentro de todo ese rosa.

–¡Qué bien! La Normanda se equivocó al ser tan brusca... Hoy la morcilla está buena.

Tocaron a la puerta de calle; entró Gavard. Todas las noches permanecía en el establecimiento del señor Lebigre hasta medianoche. Venía para tener una respuesta definitiva sobre el puesto de inspector de mariscos.

–Comprenderán –explicó– que el señor Verlaque no puede seguir esperando, está realmente muy enfermo... Es preciso que Florent se decida. He prometido dar una respuesta mañana a primera hora.

–Pero Florent acepta –respondió tranquilamente Lisa, dando un nuevo mordiscón a su morcilla.

Florent, que no se había movido de su silla, presa de un extraño agobio, intentó en vano levantarse y protestar.

–No, no –repuso la charcutera–, ya está decidido. Veamos, querido Florent, usted ha sufrido mucho. Da escalofríos todo lo que acaba de contar... Es hora de que se ordene. Pertenece a una familia honrada, ha recibido educación, y es poco conveniente, en realidad, andar corriendo por los caminos como un verdadero bribón... A su edad ya no se permiten chiquilladas. Ha cometido locuras, y bien, las olvidarán, las perdonarán. Volverá a ingresar en su clase, en la clase de la gente honesta, vivirá como todo el mundo, en suma.

Florent la escuchaba asombrado, sin encontrar palabras. Ella tenía razón, sin duda. Estaba tan sana, tan tranquila, que no podía desearle el mal. Era él, el flaco, de perfil negro y sospechoso, el que debía ser malo y soñar con cosas inconfesables. No sabía por qué se había resistido hasta ese momento.

Pero ella continuó, pletóricamente, reprendiéndolo como a un pequeño que ha cometido una falta y al que amenazan con llevar a la comisaría. Ella era muy maternal, encontraba razones muy convincentes. Luego, a modo de argumento definitivo dijo:

–Hágalo por nosotros, Florent. Tenemos cierta posición en el barrio que nos obliga a muchos cuidados... Entre nosotros, tengo miedo a las habladurías. Este puesto solucionará todo, usted será alguien, e incluso nos honrará a nosotros.

Ella se volvía acariciante. Una plenitud colmó a Florent; se sintió como penetrado por el olor de la cocina, que lo alimentaba con todo el alimento de que estaba cargado el aire; se deslizaba hacia la languidez gozosa de una digestión continua del medio graso en el que vivía desde hacía quince días. Con mil cosquillas de grasa naciente a flor de piel, era una lenta invasión del ser entero, una dulzura blanda de tendera. A esta hora avanzada de la noche, en el calor de ese ambiente, sus asperezas, sus voluntades se fundían en él; se sentía tan lánguido por esa velada calma, por los perfumes de la morcilla y la grasa de cerdo, por esa regordeta Pauline entredormida sobre sus rodillas, que se sorprendió queriendo pasar otras veladas parecidas, veladas sin fin, que lo engordarían. Pero fue sobre todo Mouton el que lo decidió. Mouton dormía profundamente, la panza al aire, una pata sobre su hocico, la cola echada sobre el costado como si le sirviera de edredón; y dormía con una felicidad de gato tal, que Florent murmuró, observándolo:

–¡No! Es una tontería, a fin de cuentas. Acepto. Dígale que acepto, Gavard.

Entonces, Lisa terminó su morcilla, limpiándose los dedos, suavemente, en el borde de su delantal. Ella quiso preparar la palmatoria de su cuñado mientras Gavard y Quenu lo felicitaban por su decisión. Después de todo había que sentar cabeza; los desbarrancaderos de la política no alimentan. Y ella, de pie, la palmatoria encendida, observaba a Florent con una expresión satisfecha, con su bella cara tranquila de vaca sagrada.

El vientre de París (1873)

Émile Zola (1840-1902). Escritor y periodista francés, el mayor representante de la corriente naturalista de fines del siglo XIX. Fue defensor de la inocencia de Dreyfus en los tiempos violentos y controvertidos del affaire. Compuso una gran cantidad de novelas; la serie de la familia Rougon-Macquart consta de veinte volúmenes. Fue un dedicado retratista del mundo del trabajo.

José Lezama Lima

Dos cocineros

Ninguna de las dos había olvidado la brutal salida de Juan Izquierdo, aunque la sabían surgida de las malas destilaciones del alambique de Salleron. La señora Augusta no lo podía olvidar porque mantenía aún a sus años, su orgullo de dulcera, porque así como los reyes de Georgia tenían grabadas en las tetillas desde su nacimiento las águilas de su heráldica, ella por ser matancera, se creía obligada a ser incontrovertible en almíbares y pastas. José Cemí recordaba como días aladinescos cuando al levantarse la abuela decía: “Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino las que tienen algo de flan, algo de pudín”, Entonces la casa entera se ponía a disposición de la anciana, aun el Coronel la obedecía, y obligaba a la religiosa sumisión, como esas reinas que antaño fueron regentes, pero que mucho más tarde, por tener el rey que visitar las armerías de Ámsterdam o de Liverpool, volvían a ocupar sus antiguas prerrogativas y a oír de nuevo el susurro halagador de sus servidores retirados. Preguntaba qué barco había traído la canela, la suspendía largo tiempo delante de su nariz, recorría con la yema de los dedos su superficie, como quien comprueba la antigüedad de un pergamino, no por la fecha de la obra que ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientos del diente de jabalí que había laminado aquella superficie. Con la vainilla se demoraba aún más, no la abría directamente en el frasco, sino que la dejaba gotear en su pañuelo, y después por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía, iba oliendo de nuevo, hasta que los envíos de aquella esencia mareante se fueran extinguiendo, y era entonces cuando dictaminaba sobre si era una esencia sabia, que podía participar en la mezcla de un dulce de su elaboración, o tiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín, declarándolo tosco e inservible. Creo que al lanzar el frasco destapado obedecía a su secreto principio de que lo deficiente e incumplido debía destruirse, para que los que se contentan con poco, no volvieran sobre lo deleznable y se lo incrustaran. Se volvía con un imperioso cariño, cuya fineza última parecía ser su acorde más manifestado, y le decía al Coronel: “Prepara las planchas para quemar el merengue, que ya falta poco para pintarle los bigotes al Mont Blanc –decía riéndose casi invisiblemente, pero entreabriendo que hacer un dulce era llevar la casa hacia la suprema esencia–. No vayan a batir los huevos mezclados con la leche, sino aparte, hay que unirlos los dos batidos por separado, para que crezcan cada uno por su parte, y después unir eso que de los dos ha crecido”. Después se sometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la señora Augusta cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo rojo oscuro, rojo surgido de noche. La abuela pasaba entonces de sus nerviosas órdenes a una indiferencia inalterable. No valían elogios, hipérboles, palmadas de cariño apetitosas, frecuencias pedigüeñas en la reiteración de la dulzura, ya nada parecía importarle y volvía a hablar con su hija. Una parecía que dormía; la otra a su lado contaba. Por los rincones, una cosía las medias; la otra hablaba. Cambiaban de pieza, una como si fuese a buscar algo en ese momento recordado, llevaba de la mano a la otra que se iba hablando, riéndose, secreteando.

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