Mariano García - Escritos sobre la mesa

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Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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–Chica, no trabajes tanto, que te vas a cansar. Trae tu labor y siéntate aquí.

Fortunata y Jacinta (1887)

Benito Pérez Galdós (1843-1920). Escritor y periodista español, el mejor heredero de Cervantes en la novela peninsular. Hacia el final de su larga vida fue diputado y se asoció al socialismo. Satírico y realista a un tiempo, escribió gran cantidad de novelas y más de cuarenta Episodios nacionales, relatos históricos cuya serie empieza con la batalla de Trafalgar.

C. E. Feiling

Puchero chino

–¿Y? ¿Lo vas a probar o no?

Mientras me llevaba la cuchara a la boca, obediente, comprendí que tanto Alberto como yo estábamos actuando, y actuando mal. Nuestra ficción de normalidad hacía agua por los cuatro costados: era insensato que estuviésemos en la cocina de Picante, discutiendo la receta de su plato nuevo, a menos de una semana de lo de Cuba. Sólo el recuerdo de innumerables noches similares –Picante cierra los martes, y los martes por la noche solíamos reunirnos a tratar los problemas del restaurant y del mundo– nos permitía proseguir con aquella farsa. La cuchara humeaba, y el primer bocado me quemó un poco la lengua.

–Está caliente. ¿Cómo me dijiste que querías ponerle?

–Puchero chino.

Tras concederme el alivio de un trago de cerveza, probé un segundo bocado, cuidándome de que incluyese también algo de arroz blanco. Había un problema con los condimentos, nada grave pero un problema.

–¿Me repetís la receta? El nombre me parece bárbaro, che. Fantástico, muy... entrador.

–¿Es lindo, no? Mirá: picás cebolla y la saltás en aceite de oliva, con uno o dos putaparió. Después saltás la carne, el lomito de cerdo cortado en dados y las pechugas de pollo en triangulitos. Cuando está hecho por fuera, agregás los morrones en tiras (verdes, rojos y amarillos), mucha salsa de soja, casi una botella entera, Tabasco y pimienta negra. Tapás. Dejás que hierva un rato y le echás los shiitake con el agua en que los remojaste, los champiñones y los brotes de bambú. Cuando eso está más o menos listo, agregás los brotes de soja. La idea es servir en cuanto adquiere consistencia de guiso, y acompañar con arroz blanco.

El mal menor (1996)

C. E. Feiling (1961-1997). Escritor argentino, fue docente universitario, periodista y un crítico amigo de las polémicas. En su breve vida escribió tres novelas, El agua electrizada, Un poeta nacional y El mal menor –una incursión inteligente por un género poco habitual de las letras argentinas: el terror–, y el libro de poemas Amor a Roma.

Manuel Puig

Un guiso bien hecho

–¿Qué podría hacer de cena esta noche?

–En el cantero del fondo ya tenés que empezar a cortar la lechuga porque las puntas se están poniendo moraditas.

–Puedo hacer unos bifes con mucha ensalada. Tu padre se puede terminar el puchero del mediodía si no está lleno. ¿Por qué tiene que regalarle un pollo a ese zapatero?

–Al padre de Violeta le escriben de Italia más que a nosotros.

–Es hora de que me vuelva a casa; de cena voy a hacer croquetas, que les gustan a los nenes y Tito las come si se las pongo en la mesa sin decirle nada.

–Yo no sé por qué no va a ver al médico.

–Papá, quiero que me mates un pollo para el domingo.

–Yo he comido siempre de todo y nunca he tenido nada.

–Qué hombre más cabeza dura, te creés que todos pueden comer como bueyes como vos, qué cabeza dura.

–Tito tiene el estómago arruinado, a la fuerza tiene que cuidarse.

–Y el hermano es igual, ya se ve que son delicados de estómago, de familia ya vienen así.

–No de familia, fue la cuñada que le terminó de arruinar el estómago a Tito, ya de novio se me quejaba de las digestiones, yo le preguntaba qué había comido y siempre era lo mismo: comidas fuertes.

–Cuando Tito vivía con el hermano ya se quejaba del estómago.

–Mi cuñada veo que les sigue haciendo esos guisos mal hechos, le da gusto a la comida a fuerza de pimentón, lo único en que piensa es en ponerle pimentón.

–Está siempre en la calle esa mujer, ¿qué tiempo le puede quedar para la cocina?

–Un guiso bien hecho tiene que llevar tiempo, y vigilancia. Vos mamá no sabés cómo ayuda tener plantas de verdura acá en tu casa, porque si no resultan muchas las cosas que hay que tener en cuenta para comprar, toda clase de verduras y condimentos que no sean pesados. No te tiene que faltar albahaca, romero, y montones de perejil. Y ella nunca tiene nada en la despensa, así que a último momento le echa pimentón a la olla y cualquier comida le sale pesada, aunque gaste un dineral en carne sin grasa.

La traición de Rita Hayworth (1968)

Manuel Puig (1932-1990). Escritor y dramaturgo argentino, trabajó en Europa como asistente cinematográfico. Fue un verdadero apasionado del cine, pasión que influyó en sus novelas. Muy exitoso a fines de los sesenta, tuvo que exiliarse en Brasil y luego en México a causa de la persecución ideológica previa a la dictadura. Entre sus novelas se cuentan Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña.

Virginia Woolf

Boeuf en daube

Ocho velas habían sido depositadas sobre la mesa, y después de una primera vacilación, las llamas se irguieron y atrajeron al campo de lo visible, junto con ellas, la larga mesa entera, y en el medio una bandeja amarilla y púrpura de frutas. ¿Qué es lo que ha hecho con las frutas?, se preguntaba la señora Ramsay, pues el arreglo hecho por Rose con las uvas y las peras, con los caracoles cornudos de líneas rosadas, con las bananas, le hacía pensar en un trofeo recogido del fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en ese racimo que cuelga con hojas de parra del hombro de Baco (en alguna pintura), entre las pieles de leopardo y las antorchas avanzando torpemente sus rojos y dorados... Pero de pronto, en esa luz, parecía poseer un gran tamaño y profundidad, era como un mundo donde uno podía recoger su bastón y subir colinas, pensó ella, y bajar a los valles, y para su satisfacción (pues por un momento esto los había acercado) vio que también Augustus se hacía un festín al mirar ese mismo plato de frutos, se zambullía, cortaba una flor aquí, un cáliz allá, y regresaba, después del festín, a su colmena. Esa era su forma de mirar, diferente de la de ella. Pero mirar juntos los unía.

Todas las velas estaban encendidas, y las caras a ambos lados de la mesa quedaban acercadas por esta luz, y pasaron a componer, a diferencia de lo que ocurría en la penumbra, un grupo alrededor de una mesa, pues ahora la noche había sido dejada afuera por unos paneles de vidrio que, lejos de ofrecer una perspectiva acertada del mundo exterior, lo hacían ondear tan extrañamente que aquí, dentro de la sala, parecía estar el orden y la tierra firme; allá, afuera, era un puro reflejo donde las cosas se tambaleaban y desaparecían, líquidas.

De pronto un cambio los sacudió a todos, como si esto hubiera ocurrido de verdad y todos fueran conscientes de formar un grupo en una hondonada, en una isla; como si hicieran causa común contra esa fluidez allá afuera. La señora Ramsay, que había estado intranquila a la espera de que Paul y Minta regresaran, y se había creído incapaz de resolver las cosas, sentía ahora que su inquietud había pasado a ser expectación. Pues ahora estaban por llegar, y Lily Briscoe, que trataba de analizar la causa de esta euforia repentina, la comparó con aquel otro momento en la cancha de tenis, cuando la solidez de las cosas de pronto desapareció y esos espacios tan vastos pasaron a separarlos; y ahora el mismo efecto se había conseguido con las velas en esa habitación de pocos muebles, y las ventanas sin cortinas, y el aspecto de esas caras brillantes, similares a máscaras a la luz de las velas. Un cierto peso les había sido quitado; podía ocurrir cualquier cosa, sentía ella. Deben estar por llegar, pensó la señora Ramsay mirando a la puerta, y en ese instante entraron Minta Doyle, Paul Rayley y la criada cargando una gran bandeja en las manos. Llegaban terriblemente tarde; llegaban horriblemente tarde, dijo Minta, mientras ambos se abrían paso hacia distintas puntas de la mesa.

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