Imaginemos que un análisis, tanto de los factores arriba reseñados como de las características del entorno, nos ayuda a mejorar y aumentar las visitas a museos. Supongamos que el interés de los públicos por acceder a la refl exión y al arte acaba prendiendo en una buena parte de la población. Entonces podemos también tantear la posibilidad de generar entre las audiencias una mayor expectativa hacia el conocimiento de la ciudad como museo tipográfico. La persona que disfruta y crece cuando conoce algo nuevo, está en predisposición de volcar su curiosidad hacia algo tan familiar como es el entorno urbano, ya que es el territorio que le resulta más familiar. Por lógica, deberíamos saber bastante sobre aquello que nos envuelve, aunque en la mayoría de los casos esto no funciona así. Estamos tan acostumbrados a funcionar por la ciudad, que no reparamos en indagar sobre aquello que nos resulta tan familiar y asequible. Nos motiva el arte por los misterios que suelen envolver las obras y sus autores. Pero pasamos ante una señal o un anuncio sin detenernos a desmenuzar sus aciertos o defectos. Conocer nuestros derechos como ciudadanos (lo cual implicaría disfrutar de un entorno planificado y bien resuelto) nos podría hacer más críticos, más concienciados, y más libres (vid. fig. 10).
Un aspecto que no hemos tratado aún es el del tiempo que dedicamos a observar, la duración de los paseos (en el museo, en la ciudad) en los que fomentamos hábitos de análisis. Deberíamos darle más importancia al tiempo que invertimos en aprender lo que nos ofrecen los museos y las ciudades. Entre los visitantes a museos que más tiempo emplean en realizar su recorrido, aquellos que desmenuzan con detenimiento cada elemento son también los que dedican mayor atención a los detalles de la exposición. Resulta habitual encontrar muestras en las que el texto ayuda al usuario a comprender mejor el engranaje de la exposición. Entre estos textos destacaremos las tradicionales cartelas (que dispuestas en el margen derecho inferior de las obras sirven para determinar autorías, títulos y fechas). Pero ya resulta muy habitual encontrar otro tipo de textos, bien en los muros, bien en paneles, distribuidos a lo largo del recorrido. Los diseñadores de montajes expositivos tienen muy presentes este tipo de escrituras y explicaciones, ya que servirán para orientar al usuario, e incluso para anclar los posibles significados de las piezas expuestas. Resulta casi impensable imaginar un museo sin textos orientativos escritos. Este tipo de elementos gráficos, indicadores, cartelas, etc. convierten las salas de museos y exposiciones en escenarios con letras. También en esto coinciden museos y ciudades.
Una marcada diferencia entre la sala convencional del museo y la calle como escenario para la mirada crítica e inquieta es precisamente la ausencia de paredes contenedoras que detectamos en el espacio público urbano. La calle ostenta su rango de espacio abierto, imbricado con el resto de ubicaciones públicas de la ciudad (parques, paseos, plazas, ágoras), mientras que el museo suele recordarnos el concepto de interior fortificado, lugar muy contaminado por ciertas obsesiones institucionales (seguridad, control, prestación económica), y por ello menos transitable o cómodo. Hemos indicado en anteriores ocasiones (Huerta, 2006: 35) que las calles de la ciudad son espacios abiertos, recorridos de entidad pública, por donde podemos circular libremente. A diferencia de los parques temáticos o los centros comerciales (supuestamente públicos pero en realidad espacios privados), las calles de la ciudad permiten que nos sintamos en terreno propio y que reafirmemos nuestra posición de individuos y transeúntes con libertad de movimiento. También hemos de luchar por conservar estos derechos, frente a una postura indiscriminada institucional y comercial que pretende eliminar territorios públicos de la geografía urbana. Para ello, consideramos el suelo transitable y las fachadas de los edificios como un lugar en el que la vista se regocija y retroalimenta. Cada ciudadano puede aportar constantemente elementos de interés visual a nuestro entorno próximo, tanto si decide observar detenidamente la ciudad, como si opta por restaurar la fachada de su casa, o incluso exigiendo una mayor coherencia en el tratamiento del patrimonio, que al fin y al cabo es responsabilidad de todos (vid. fig. 11).
Desde el ámbito de la educación artística, como docente comprometida, María Jesús Agra ha desarrollado proyectos en los que ha gestionado prácticas desde los intereses del propio alumnado, con el fin de incitarles a participar en desarrollos artísticos. A pesar de tratarse de estudiantes no vinculados a la formación artística profesional, los resultados son realmente impactantes, agudos, irónicos y pregnantes. Este tipo de experiencias positivas refuerzan nuestra idea respecto a las posibilidades de los públicos, ya que confiamos en los individuos como portadores de potenciales creativos, y creemos que la aproximación al arte, incluso al arte contemporáneo como misiva, puede convertirse en patrimonio de los ciudadanos. Según Agra (2007: 309) nuestro reto desde la educación artística consistiría en «adoptar una postura flexible, afín a las prácticas contemporáneas, sensible a la particularidad de cada situación y capaz de estructurar su acción docente desde diferentes perspectivas». La autora nos remite a las geografías personales como lugares donde detenerse, indagando en las peculiaridades de nosotros mismos, donde acechan cartografías secretas que pueden resultar incluso mágicas. Puede que la calle relatada por Juan José Millás en su libro El mundo contenga algunas de estas peculiares intimidades a las que alude Chus Agra. Al adentrarse en la ciudad, siguiendo los consejos de la autora, provocaremos introspecciones capaces de canalizar el contenido visual hacia una refl exión sobre lo cotidiano. Al convertirnos en productores de relatos artísticos generaremos cartografías mediante la utilización de narraciones, fotografías o videos, con los que componer una constante reinterpretación del paisaje urbano, como
forma de acercarse a la inmensidad de esa visión personal, única e intransferible de cada uno de aquellos que caminan por la ciudad. Geografías íntimas donde dibujar las sensaciones estéticas, las evocaciones, los sentimientos que nos provoca la ciudad como un modo de encontrar, de encontrarse con el otro y con el arte (Agra, 2007: 313).
Del incesante caudal que nos trasvasa su reflexión, recogemos ante todo el acercamiento entre cuerpo y ciudad, como partes indisociables y controvertidas, al tiempo que fértiles y sofisticadas. Más cerca de lo posible que de lo temerario, el discurso gráfico del texto grabado en la ciudad permitirá recorrer algunas de las sendas ahora indicadas. Cada uno de nosotros lleva inciso en su historia particular un buen número de elementos gráficos que le acompañan en su devenir personal. La ciudad relata, junto con nuestro cuerpo, el murmullo de posibles imaginarios.
Otra autora, en este caso norteamericana, que nos anima a procesar la experiencia urbana como territorio de representación personal y artística es Alice Wexler, quien sugiere a los educadores que canalicen la experiencia y memoria personal de los estudiantes hacia múltiples interpretaciones de significados, no únicamente contemplando y viendo piezas de arte (contemporáneo preferiblemente), sino creando propuestas personales. Sugiere innovar, y reconstruir el papel de los museos en nuestra orientación, criticando ciertas prácticas de la cultura tradicional del museo, revisando el papel preponderante que han adquirido los comisariados de exposiciones. Conviene explorar las nociones emergentes que surgen de las audiencias y de los públicos como grupos y comunidades, con estrategias pedagógicas que animen a los visitantes a replantearse aspectos como el patrimonio, la identidad y la representación de experiencias. (Wexler, 2007: 26). El proceso de desmantelamiento de los museos de arte como templos de representación trascendente se iniciaría implicando a los estudiantes y a las audiencias en la participación, el diálogo y el debate, a partir de aquellas propuestas más arriesgadas y de los museos cuyas muestras de arte comprometido fuesen realmente incisivas. De nada sirve regodearnos en la complacencia de lo ya conocido o asumido como estereotipo. Los significados culturales históricos se pueden retomar para reinterpretar desde nuestra visión actual. En este sentido, la calle se convierte en escenario propicio para activar alegorías relevantes. El activismo en las artes está ganando adeptos y ofreciendo nuevos modelos para mirar y para ver. La intersección de actuaciones sobre la tierra, la historia, la cultura y la política, se puede establecer desde el propio ámbito local. Cuando nos convertimos en turistas, y especialmente cuando optamos por ser turistas en nuestra propia ciudad, las calles recuperan su memoria, su historia, su atractivo visual, tanto para los artistas como para quien no se adscribe a este ámbito profesional. El conocimiento adquiere así rango de experiencia a través de la participación (vid. fig 12).
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