Ricard Huerta - Museo tipográfico urbano

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Este libro propone una nueva mirada a la ciudad, al tiempo que abre inusuales espacios vinculados al ámbito cultural. El entorno urbano se nos ofrece repleto de mensajes, de elementos que pueden resultar muy atractivos si los observamos desde perspectivas renovadas, fronterizas, sugerentes, creativas. Se reivindica aquí el caminar como práctica estética, el paseo como argumento cultural. Siguiendo la ruta de las letras encontramos trayectorias que nos conducen al arte, al patrimonio, a la literatura, a la fotografía, y muy especialmente hacia el contexto educativo. El autor ilustra con fotografías cada uno de los aspectos que van construyendo estas telarañas complejas, asuntos sociales que acaban teniendo en nuestras vidas un profundo calado emotivo, ya que participan de cada momento de nuestros recorridos sensitivos. Una invitación al paseo tipográfico.

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Entendemos que se necesitan ciertas condiciones para favorecer la experiencia estética, tal y como propone Csikzentmihalyi (1990), ya que el ambiente será determinante en la producción de dicha experiencia. Los museos disponen de un entorno especialmente diseñado para facilitar el encuentro entre el observador y la obra. Además, estamos predispuestos a establecer un cierto grado de aproximación e interés cuando damos el paso de acudir a un museo (o mejor aún, cuando llevamos a nuestro alumnado de visita). El propio objeto estético plantea un desafío al observador, que puede disponer de las habilidades necesarias (información, alfabetización visual y estética, disposición receptiva) para disfrutar de dicha experiencia. Cuanto mayor y más prolongado sea el contacto con las obras, mejor será el conocimiento y el goce que provocarán en el espectador. Para Csikzentmihalyi, el papel del profesorado resulta fundamental en la adquisición de habilidades de percepción estética. Aunque el autor sugiere que hay ciertas personas (él los denomina «seres visuales») que desde la infancia manifiestan ya de forma precoz una mayor habilidad de observación y un interés por los detalles sensibles del mundo que les rodea, lo cierto es que el factor aprendizaje resultará imprescindible para desarrollar su sensibilidad estética. Para todo ello, anima a los niños a realizar actividades que fomenten la observación estética, que impliquen también el visionado de películas, de televisión, y de anuncios publicitarios. En este punto, nosotros aportamos la observación de la ciudad como foco de mensajes visuales, especialmente aquellos que comportan en calidad de mediadores los textos y las letras (vid. fig. 8).

Planteamos una nueva lectura de la ciudad que supone incitar al viaje, al recorrido, al contexto urbano como zona de conflicto en la que la letra se impone como elemento destacado. Podemos reinterpretar la ciudad en cada nuevo recorrido. Cada viaje de la mirada (y del propio cuerpo) generaría de este modo auténticas aventuras educativas, formativas y estéticas. Se puede recomponer cada trayecto, aunque se trate de nuestro paseo cotidiano, con el propósito de interpretar nuevamente factores tan diversos de la ruta como los rótulos de las calles, los anuncios, las fachadas de las tiendas, la decoración de bares y restaurantes, las impresiones sobre vehículos, y desde luego cualquier escultura o pieza artística que pueda contener en su composición las letras o signos que la identifiquen. Tal y como proclama Luis Errázuriz (2006) al defender una educación estética para los ciudadanos, hemos de estar preparados para «desarrollar la sensibilidad estética frente a lo cotidiano y la apreciación y reflexión en torno a las artes».

Para John Berger «cuando se presenta una imagen como una obra de arte, la gente mira de una manera que está condicionada por toda una serie de hipótesis aprendidas acerca del arte» (1980: 17). Dentro de esta tipología de criterios se suele hacer referencia a aspectos como la belleza, la forma, el gusto, el genio, etc. Por suerte, cuando miramos el entorno cotidiano, o incluso cuando paseamos por una ciudad como turistas, no partimos con este tipo de presiones o suposiciones. Según Berger, cuando miramos un paisaje nos situamos en él, mientras que cuando vemos el arte del pasado nos situamos en la historia. El arte del pasado «sigue mistificado porque una minoría privilegiada se esfuerza por inventar una historia que justifique retrospectivamente el papel de las clases dirigentes» –Berger dixit–, aunque puede que este tipo de pronósticos ya no tengan demasiado sentido en la actualidad.

Nos movemos en un territorio fronterizo. Sabemos que estas geografías siempre resultan un tanto arriesgadas para transitarlas. Pero vale la pena intentar gestionar este tipo de aventuras de carácter urbano. Los recorridos de la mirada por las letras de la ciudad generan cambios y acciones en nuestro devenir como espectadores, e incluso como creadores de imágenes si así nos lo proponemos. El alfabeto como medida del atractivo visual de las calles y las ciudades contiene muchas posibilidades a las que nos deberíamos acercar en la medida que pueden favorecer nuestro enriquecimiento visual. Algunos artistas han puesto el énfasis en las letras. También sus obras nos ayudarán en el conocimiento que generamos.

III. TURISMO DE LETRAS

Siempre me gustó viajar. Creo que se trata de una afición compartida por la mayoría de las personas. Puede que sea un rasgo de inquietud, de deseo de conocimiento, de necesidad nómada por transitar espacios en los cuales encontraremos posibles respuestas y desde luego generemos nuevas preguntas a partir de aquello que detectamos. Nos encanta descubrir sitios intuidos, conocer gente que vive en otras realidades geográficas, sociales, culturales, lingüísticas, económicas. El ansia de desplazar nuestro cuerpo, al tiempo que enriquecemos nuestra mente alimentando nuestra memoria, nos lleva a indagar en los territorios más increíbles. En ocasiones los desplazamientos y viajes son motivados por el trabajo. En otros casos son debidos a cuestiones más o menos puntuales, como puede ser el nacimiento del hijo de una persona querida, o por el contrario a causa del entierro de algún familiar o conocido; tal vez el traslado es debido a un error de cálculo o a una necesidad de salud. Pero el instante en el que decidimos viajar por placer, ya sea por cubrir el período de unas vacaciones, o bien porque nos apetece tremendamente conocer un sitio, en ese momento aumentan las posibilidades de convertirnos en espectadores privilegiados. Me referiré a los visitantes de la ciudad como usuarios y espectadores, aunque ya de antemano sabemos que su potencial creativo puede llevarles también a generar imágenes (insistimos en fomentar el uso de cámaras, defendiendo la parcela creativa del tránsito). Estos turistas urbanos están muy emparentados con los visitantes del museo. Todos sus sentidos están mucho más receptivos a la llegada de información y sensaciones. El olor a especias de los mercados de Estambul; la impresión casi cinematográfica de grandeza y cosquilleo que impone en nuestra piel un paseo por la Quinta Avenida de Nueva York; el regocijo de la mirada al disfrutar de una librería de París o de un cruce de calles en Londres; el amasijo de gente en el que llegas casi a flotar cuando caminas por las Ramblas de Barcelona o por la Avenida 18 de Julio de Montevideo; el placer al pisar y oler las piedras perfumadas de historia de la plaza del Renacimiento o del Palazzo Ducale en Urbino. Todos y cada uno de los restos que conservamos de estas experiencias tienen algo en común: en todos aquellos lugares había letras, textos, indicaciones, señales, carteles, pintadas. Se trata de los rastros y los restos de nuestra huella, la marca humana por excelencia: la palabra escrita. Se trata de un código universal que forma parte de cualquier escenario humano al que accedemos. ¿Por qué no le dedicamos un poco más de atención a dicha cartografía plasmada con signos escritos?

La capacidad comunicativa del letrero en los espacios transitables de las metrópolis del mundo nos convierte en visitantes privilegiados de una escenografía escrita, bien sea por la historia, por la publicidad o por las reivindicaciones más dispares. En este sentido, cada persona realizará su propia visión y reflexión sobre lo visto. Las formas con que miramos están muy emparentadas con nuestras características y peculiaridades, incluso con el momento y la coyuntura en que se realiza la observación. No vemos con los mismos ojos ni prestamos la misma atención en base a las diferencias que marcan nuestro género y sexo, nuestra edad, nuestra procedencia, nuestra ocupación, nuestra raza, la educación que hemos recibido, o el ambiente familiar y social en el que hemos crecido o en el que nos movemos de adultos. Por suerte, no es igual la mirada, ni son idénticos los intereses, ni tampoco la situación que se da en cada caso. Esto suele evidenciarse cuando recomendamos a alguien un viaje que antes hemos realizado. Puede que lo maravilloso que nosotros habíamos encontrado en aquella plaza o en aquel rincón haya sido un fiasco importante para la persona que después decidió ir allí aconsejada por nuestro emotivo relato. Incluso a nosotros, ante el paso de los años, una nueva visita a un escenario ya conocido puede significar el más entrañable de los reencuentros, o bien la nefasta evidencia de que ya no nos interesa lo más mínimo aquel ambiente. Insistimos en comparar al turista de la ciudad con el visitante del museo, teniendo en cuenta que el tipo de estudios e investigaciones que se han realizado en las últimas décadas sobre las peculiaridades del visitante de museos nos interesan mucho más que las estadísticas que suelen bailar cuando se habla de turismo (vid. fi g. 9).

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