Miyuki Miyabi
Fuego ruzado
Título original: Crossfire
Copyright © 1998, Miyuki Miyabe All rights reserved
Traducción: Purificación Meseguer Cutillas
En su sueño, aparecía aquella fábrica abandonada. El techo, frío y oxidado; los tubos metálicos, corroídos y esparcidos por el suelo. Un espacio cavernoso, descuidado y sucio, atestado de máquinas que seguían intrincadamente acopladas por una cinta transportadora de color metálico. Un escenario estático donde reinaba el silencio.
En algún lugar, el agua caía en un goteo continuo. Aquel monótono sonido provocaba un efecto soporífero dentro del propio sueño. Se asemejaba al débil pulso de un moribundo, la fatídica señal de una muerte inminente. El agua formaba un pequeño charco en el suelo desnudo. Al acercarse, reparó en la superficie, que se alteraba, como si el líquido elemento se estremeciese ante la sombra humana.
El agua estaba fría. Era de color negro, como la noche. Su consistencia viscosa y pegajosa la hacía parecer petróleo. Cuando quiso recogerla, se coaguló, creando un segundo charquito en el hueco de sus manos. Las tuberías del techo se reflejaban en su oscura superficie.
Fría. Era refrescante, podía sentirlo aunque no fuera más que un sueño. Le gustaba la sensación de deslizar el diminuto charco de agua negra sobre sus manos.
Entonces, el líquido empezó a absorber su calor corporal y a entibiarse. Podía percibir perfectamente el fenómeno. Entreabrió los dedos para que el fluido se escapara entre ellos. De repente, sintió la palma de la mano muy caliente. Bajó la mirada y vio que la atezada solución ardía. La llama parecía tener vida propia: alzaba la cabeza, como si quisiera hacerle frente. Y, de inmediato, con un sonido sibilante, saltó hacia su manga y le ascendió rápidamente por el brazo…
Se despertó. Se encontraba despejada, como si el hilo de su sueño quedara limpiamente cortado. La luz de la mesita de noche revelaba el techo blanco de la habitación.
Junko Aoki se levantó de un salto de la cama. Alzó el caliente edredón y lo palpó con las palmas de las manos. Extrajo la manta de debajo del edredón e hizo lo propio. Acto seguido, retiró ambos e inspeccionó el colchón de un extremo a otro.
No había nada en la cama. Junko encendió la luz y se agachó. Cegada por el destello, inspeccionó la habitación con los ojos entrecerrados. ¿Las cortinas? ¿La alfombra? ¿El sofá? ¿El jersey a medio tejer, los periódicos y las revistas que quedaban junto a la cesta de mimbre?
Todo estaba intacto. No había el menor rastro de humo, ni de llamas. Tampoco olía a quemado. Todo estaba en orden.
Se enderezó, salió de la habitación y se encaminó hacia la cocina. El barreño de metal que utilizaba para lavar los platos descansaba en el fregadero. Como de costumbre, lo había llenado de agua hasta el borde antes de irse a dormir. El recipiente desprendía ahora vapor. Posó las manos a ambos lados del barreño y pudo sentir el calor. La temperatura era más o menos la de un baño bien caliente.
Junko dejó escapar un suspiro.
Se vio invadida por una oleada de alivio matizada por la tensión, una combinación de sensaciones nada compatible. Incapaz de templar los nervios, Junko echó un vistazo al reloj. Eran las dos y diez de la madrugada.
«Supongo que he de irme.»
Habían pasado casi diez días desde su última excursión a la fábrica y, aun así, ésta seguía manifestándose una y otra vez en sus sueños… Como si su cuerpo la necesitara.
La necesitaba como espacio en el que poder irradiar, en el que poder desahogarse. El ciclo se aceleraba y había adoptado una velocidad dramática en los últimos seis meses. Los sueños también se repetían. En ellos, se veía a sí misma, descargando espontáneamente la energía, sin poder controlarla. Esta vez, aún estando dormida, había tenido el reflejo de elegir un lugar en el que aprovechar las propiedades refrigerantes del agua. Pero, no obstante…
¿Estarían haciéndose más fuertes sus poderes? ¿Explicaría eso que provocara tantos incendios involuntariamente? ¿O quizá estaba perdiendo poco a poco el control?
De nada valía hacerse tantas preguntas. Junko negó con la cabeza y se pasó la mano por su rebelde melena. Tardó un rato en cambiarse de ropa. Fuera, el frío era intenso. El viento del norte soplaba con fuerza y hacía vibrar las ventanas. Era una típica noche de diciembre.
Tayama, distrito de Arakawa, Tokio. Tayama 1-chōme [1] estaba situado a unos veinte minutos en autobús al norte de Takada, la primera estación al salir de Arakawa. Al este, quedaba Tayama 3-chōme, un antiguo barrio residencial, largo y estrecho, que el flamante proyecto de urbanización de Tayama y su miríada de «¡Apartamentos a la venta!» había desfigurado. Apenas diez años atrás, modestas granjas salpicaban el paisaje de Tayama, pero ya apenas quedaba ninguna. Un variopinto abanico de viviendas había aflorado en su lugar. Al otro lado de un puente, no muy lejos de allí, se encontraba la aledaña prefectura de Saitama. Convertida ahora en la prolongación de un descontrol urbanístico que no parecía tener límites.
Las tierras de cultivo empezaron a desaparecer durante el boom económico que tuvo lugar entre los años 1960 y 1965, cuando la población de Tokio abandonó el centro de la ciudad para instalarse en los suburbios. Más tarde, en los ochenta, la ola de expropiaciones que alimentó la voracidad de la burbuja inmobiliaria acabó con las pocas granjas que habían sobrevivido. En toda la circunscripción de Tayama, existía un único terreno al que aún podía llamársele granja. Quedaba a unos cinco minutos a pie del complejo residencial de Junko Aoki. Los jardines Sasaki ocupaban la superficie de un campo de fútbol. La extensión de tierra se dividía en pequeñas parcelas a modo de huertos que alquilaban por periodos de un año. Eran parcelas de unos tres metros cuadrados y, puesto que se arrendaban por el módico precio de veinte mil yenes al año, los solicitantes excedían en número, y existía una larga lista de espera de «agricultores» potenciales.
Los habitantes más antiguos de Tayama habían montado pequeñas y medianas empresas diversificadas en todo tipo de actividad industrial: imprenta, encuadernación, construcción, navegación, fabricación de moldes para la industria plástica… No obstante, la formación de este tejido comercial fue previa a la fase de crecimiento desenfrenado, cuando Tayama todavía quedaba catalogada como una zona de segunda categoría. El destino de estas empresas también se vio sellado cuando el distrito de Arakawa asumió el papel de «ciudad dormitorio» de la zona metropolitana. Se abortó todo intento por fomentar la industria local, y cerca de la mitad de esas pequeñas fábricas fue o bien cerrada o bien -acorde con la política municipal en materia de urbanismo- deslocalizada hacia polígonos destinados a la industria ligera. Las pocas fábricas y talleres que se salvaron asomaban aquí y allá, cual personae non gratae. Y es que cuestiones como la polución y la contaminación acústica generadas por tal actividad alimentaron el rechazo de los habitantes de los alrededores. El futuro que les esperaba a estas empresas no auguraba nada bueno. Y la onda expansiva que traería consigo una hipotética recuperación económica u otro boom inmobiliario remataría los vestigios de la industria local.
Junko Aoki se mudó a Tayama a finales de otoño de 1994. Trabajaba como camarera en una cafetería llamada Jeunesse por ochocientos yenes la hora, poco más del sueldo mínimo. No era muy corriente que una mujer soltera, de su edad -veinticinco años, aún en pleno despegue profesional- eligiera semejante empleo a media jornada. Y sobre todo, teniendo en cuenta que la última experiencia profesional que figuraba en su curriculum la situaba en Toho Paper, una de las mayores empresas del sector papelero. Sus compañeras de trabajo siempre preguntaban: «¿Por qué dejaste un puesto tan bueno? ¿Qué te empujó a trabajar en la hostelería?». Pero Junko se limitaba a sonreír y a guardar silencio. Prefería que sus compañeras descifrasen en su sonrisa la respuesta a sus preguntas, aunque sabía perfectamente que jamás darían con la verdad.
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