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Miyuki Miyabi: Fuego ruzado

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Miyuki Miyabi Fuego ruzado

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La joven y bonita Junko Aoki nació con el don de la piroquinesis: la capacidad de provocar incendios por medio de la mente. Junko aprendió a controlar su poder y a utilizarlo para ajustar cuentas con los criminales a los que la justicia no pudo meter entre rejas. Un fortuito encuentro la llevará a buscar a una joven secuestrada por una banda de depravados. El macabro rastro de cadáveres que Junko deja tras de sí, atrae la atención de dos grupos muy diferentes: una sociedad secreta conocida como los Guardianes y la Brigada de Investigación de Incendios del Departamento de Policía de Tokio. La detective Chikako Ishizu afronta con desconcierto este caso. Su mente racional se va encontrando con evidencias de los poderes piroquinéticos de Junko, poderes en los que se resiste a creer. Abrumada por los numerosos cuerpos carbonizados que encuentra a medida que la investigación avanza, se adentrará cada vez más en un caso que desafía todas las leyes de la lógica. Entretanto, mientras la lucha que Junko libra contra el crimen gana en intensidad, ésta se va dando cuenta de que cada vez es más difícil decidir sobre la vida y la muerte de los inocentes que caen víctimas del fuego cruzado.

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Junko observó con atención sus movimientos. Por lo visto, ninguno de los cuatro se había percatado de su presencia. Uno de los que alumbraba el camino, bostezó con fuerza.

– Tío, estoy hecho polvo.

– ¿Qué sitio es este? Apesta.

Los haces de luz empezaron a recorrer frenéticamente la fábrica. Arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda. Para evitar quedar al alcance de las linternas, Junko se agazapó todo lo que pudo, y siguió con la cabeza gacha.

– Asaba, ¿cómo encontraste este lugar?

– Mi viejo trabajaba aquí hace mucho.

– Oh, vaya -dijeron los otros tres, con un tono en el que se mezclaba el respeto y la burla.

– Eh, ¿no dijiste que tu viejo no tenía curro?

– No lo tiene desde que cerraron este sitio.

– Pero eso debió de ocurrir hace años, ¿no? ¿Y no ha trabajado desde entonces?

– Bah. ¿A quién le importa?

Se echaron a reír. El sonido de sus carcajadas delató su juventud y confirmó las sospechas de Junko. Adolescentes, con toda seguridad. Se trataba de una risa desenfrenada, juvenil. Estaba tan fuera de lugar que a Junko se le erizó la piel.

– ¿Y ahora qué? ¿Lo enterramos? -preguntó uno de ellos.

– Eso. El suelo es de tierra, ¿no? -contestó otro mientras, linterna en mano, pateaba la tierra con la punta del zapato.

«¿Enterrarlo? Entonces, ¿ese tipo está muerto? ¿Se han colado en la fábrica para deshacerse de un cuerpo?»

– Oye, la tierra está dura. ¿En serio vas a hacernos cavar un agujero aquí?

– ¿Y si lo tiramos al vertedero sin más?

– Ya, claro. ¿Y qué si lo encuentran? -dijo aquel al que acababan de llamar «Asaba»-. Tenemos que esconderlo.

– ¿Y, entonces, por qué no me hacéis caso y lo tiramos al río?

– Tarde o temprano acabarían encontrándolo -repuso Asaba con tono de amonestación. Aquello dejaba entrever que se trataba del líder-. Mientras no aparezca ningún cadáver, no se dará la voz de alarma. Siempre nos ha funcionado. Lo conseguiremos si seguimos el plan.

– Mierda. Nos va a llevar toda la noche.

– Tienes la pala, ¿verdad? -espetó Asaba, silenciando el murmullo de descontento.

– Aquí está.

– Pues cava por aquí. Este es un buen sitio. Nadie va a venir a fisgar detrás de estas máquinas.

Junko supuso que Asaba debía de estar al otro extremo de la fábrica, cerca de la cinta transportadora, puesto que uno de los focos venía de iluminar esa zona. Pero la segunda linterna volvió a rastrear el interior de la fábrica. Y por si fuera poco, ya no apuntaba hacia el techo, sino que ahora barría minuciosamente toda la nave. Junko aguantó la respiración y se encogió todo lo que pudo en el diminuto espacio que se abría entre el tanque de agua y la pared de la fábrica.

Oyó el crujido de la pala golpeando la tierra.

– ¿Qué coño? Esta pala no nos servirá de nada. El suelo está demasiado duro.

– Cierra el pico y hazlo.

La otra linterna seguía iluminando aquí y allá. La luz se posó en el tanque de agua tras el que se escondía Junko y avanzó por la pared, recorrió el borde del depósito de retención y prosiguió su camino hasta la cinta transportadora… Inesperadamente, la luz retrocedió hacia el escondrijo.

– Eh -gritó el chico a los demás-. Aquí hay una piscina o algo parecido.

El halo de luz se rezagó en el depósito de retención, a unos pocos pasos de donde Junko se escondía. Comprimida entre el tanque de agua y la pared, Junko sentía las costillas aplastadas. Estaba incómoda y le costaba mucho respirar, pero procuró mantener la calma y permanecer totalmente quieta. Advertirían hasta el más mínimo movimiento.

– ¿De qué estás hablando?

– Ahí, mira.

Cesaron los palazos contra la tierra. Los chicos se acercaron al depósito de retención. Uno de ellos se asomó por el borde. Junko pudo ver su silueta reflejada en la superficie del agua.

– ¡Esta agua está podrida!

– ¿Es petróleo, no?

– ¡A eso me refiero! Es perfecta. Si lo tiramos aquí dentro, nadie lo encontrará nunca. Además, parece bastante profundo.

– Quizá funcione…

Se oyó un chapoteo. Uno de ellos habría sumergido la mano en el líquido.

– Creo que es mejor aún que enterrarlo. ¿Verdad, Asaba?

Asaba no contestó de inmediato. Junko supuso que era él quien había hundido la mano en el depósito de retención. Al cabo de unos segundos, la retiró y respondió:

– Un agua tan turbia puede ser una buena solución.

Los otros acogieron con entusiasmo la decisión. Junko cerró los ojos. ¿De qué iba todo aquello? Primero, esos chicos irrumpían ahí para deshacerse de un cadáver, y ahora se ponían eufóricos por haber encontrado el depósito de retención, su depósito de retención. ¿Quiénes eran esos chicos? ¿Qué eran? ¿Seres humanos?

«Humanos.»

Junko abrió los ojos, y se estremeció ante un tipo de tensión distinta a la que había experimentado hasta ese momento.

«Estos cuatro. Estos cuatro desgraciados…»

Los chicos se alejaron del depósito y se encaminaron hacia donde habían empezado a cavar. Llevaban un objetivo en mente. ¿Estaban contemplando seriamente la posibilidad de arrojar un cadáver ahí dentro? ¿El cuerpo de una persona muerta?

Y no solo muerta. Esos tipos la habían asesinado, de eso Junko estaba segura. Planeaban deshacerse del cadáver ahí mismo. Y para colmo, por lo que se desprendía de las palabras de Asaba, aquella no era la primera vez que hacían algo semejante.

«Siempre nos ha funcionado.» Sí, eso era lo que había dicho, palabra por palabra. No podía ser la primera vez que asesinaban a alguien.

¿Podía considerarlos seres humanos? ¿O era un concepto demasiado generoso para describirlos? Bueno, cualquier etiqueta valía. La gente era libre de calificarlos a su antojo. Cuatro jóvenes despiadados y salvajes, víctimas de la sociedad… Cada cual podía elegir la fórmula que más le gustase. Pero ella, Junko Aoki, no consideraba que aquellos cuatro fueran seres humanos. Es más…

No le importaría quitarlos de en medio.

El corazón comenzó a latirle con una dolorosa intensidad. Tuvo que controlar la respiración para apaciguar la creciente ira. «Puedo encargarme de ellos. A mí no me supone ningún inconveniente. Solo tengo que dejar fluir la energía que he estado reprimiendo. Eso es todo. De nada sirve dudar.

«Porque yo si soy un ser humano normal, no como ellos.»

El polvo se levantaba a su paso. Retrocedían hacia el depósito, y llevaban consigo el cadáver. ¿Qué debía hacer? ¿Por dónde empezar? ¿A quién apuntar primero?

Si en la emboscada, Junko quedaba demasiado cerca de sus contrincantes, corría el riesgo de salir herida. Y la posición en la que ahora estaba no jugaba a su favor. Sería mejor desplazarse hacia un lugar desde donde pudiera abarcar la escena en su conjunto y localizar a los cuatro objetivos en sus ubicaciones exactas.

– Venga. Sujétalo por los pies. -Era la voz de Asaba-. Sumérgelo lo más lejos posible del borde.

– Tíralo de cabeza -rió otro.

Junko movió ligeramente la cabeza, lo justo como para poder verlos. Tan solo el depósito la separaba de ellos. Los dos que quedaban más cerca sujetaban el cadáver por el tronco y los pies e intentaban izarlo hacia el borde del tanque. Las linternas los iluminaban desde ambos lados, lo que permitió a Junko vislumbrar sus rostros.

Le sorprendió que fueran tan atractivos. La piel de sus mejillas y frentes seguía siendo lisa, como la de un bebé. Uno de ellos, el que llevaba una camiseta chillona a cuadros, era increíblemente alto. Su prominente nuez le daba cierto toque salvaje. El otro lucía un corte muy moderno. Su melena, que le caía sobre los hombros, quedaba dentro del círculo de luz y parecía de un brillante castaño rojizo.

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