Miyuki Miyabi - Fuego ruzado

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La joven y bonita Junko Aoki nació con el don de la piroquinesis: la capacidad de provocar incendios por medio de la mente. Junko aprendió a controlar su poder y a utilizarlo para ajustar cuentas con los criminales a los que la justicia no pudo meter entre rejas.
Un fortuito encuentro la llevará a buscar a una joven secuestrada por una banda de depravados. El macabro rastro de cadáveres que Junko deja tras de sí, atrae la atención de dos grupos muy diferentes: una sociedad secreta conocida como los Guardianes y la Brigada de Investigación de Incendios del Departamento de Policía de Tokio.
La detective Chikako Ishizu afronta con desconcierto este caso. Su mente racional se va encontrando con evidencias de los poderes piroquinéticos de Junko, poderes en los que se resiste a creer. Abrumada por los numerosos cuerpos carbonizados que encuentra a medida que la investigación avanza, se adentrará cada vez más en un caso que desafía todas las leyes de la lógica.
Entretanto, mientras la lucha que Junko libra contra el crimen gana en intensidad, ésta se va dando cuenta de que cada vez es más difícil decidir sobre la vida y la muerte de los inocentes que caen víctimas del fuego cruzado.

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Golpeó el suelo con la espalda y, después, con la parte posterior de la cabeza. Vio las estrellas. El hombro le quemaba de dolor. Algo caliente se deslizaba por su brazo. Sangre. Estaba sangrando.

Junko luchó a la desesperada por mantenerse consciente. No podía desmayarse. Tenía que levantarse. «¡Acaba con Asaba!» La vida de ese pobre hombre del tanque de agua dependía plenamente de ella. Tenía que ayudarlo. Junko clavó las uñas en la tierra. Intentó ponerse de pie mientras procuraba reprimir la ola de náusea que amenazaba con ahogarla.

Resonó otra detonación. Pasos alejándose, los de Asaba. Al principio, pensó que le había disparado de nuevo, pero no había sentido un segundo impacto ni tampoco dolor. Así que ¿hacia dónde había apuntado Asaba esta vez?

Apoyándose sobre un codo, Junko logró levantar la parte superior del cuerpo. Simultáneamente, oyó que alguien arrastraba la puerta de acero. Al mirar hacia allí, distinguió la sombra de Asaba cortar el rectángulo de luz que arrojaba la farola de la calle. No se molestó en mirar atrás, ni tampoco en cerrar la puerta. Se había marchado sin más.

Llamas, de un color rojo vivo, seguían ardiendo alrededor de Junko. Pero el resplandor empezaba a extinguirse, a menguar a medida que las ropas, el pelo y los cuerpos de sus víctimas quedaban completamente calcinados. Junko los contó. Uno, dos, tres. Solo Asaba había conseguido huir.

Se las arregló para ponerse de rodillas y arrastrarse hacia el depósito de retención. El pobre hombre al que habían intentado lanzar por el borde, yacía ahora junto al depósito. El rojo resplandor de las llamas le permitió ver que estaba encorvado, como si intentara protegerse. Tenía la camisa desgarrada y el costado empapado en sangre. Era a él a quien Asaba había disparado. Quería dejar zanjado el asunto antes de salir huyendo.

Estaba pálido. Su tez descolorida resaltaba incluso bajo la luz rojiza. Tenía los ojos cerrados. Junko se arrastró hacia él hasta que pudo alcanzar el pelo con la mano. Intentó acariciarle la cabeza. Le rozó la mejilla. Aún persistía algo de calor.

– Aguanta -dijo Junko. Le dio una bofetada y susurró-: Por favor. -Oyó que su propia voz se quebraba cuando repitió-: ¡Por favor, abre los ojos!

Le sorprendió ver que movía los párpados. Pestañeó. Ahora que lo tenía tan cerca, se dio cuenta de que era joven, más o menos de su edad. Era algo más mayor que Asaba y sus colegas carbonizados, pero seguía siendo joven. Demasiado joven para morir.

– ¡Aguanta! -Lo sujetó por el hombro y lo sacudió. El dio una cabezada y entreabrió los ojos. Pero tenía la mirada perdida. Junko acercó la cara-. No te rindas ahora, no puedes morir. Voy a llamar a una ambulancia. Aguanta.

Sus labios se movieron, pero no logró dar una respuesta audible a la voz que le hablaba. Se las arregló para abrir un ojo completamente. Junko se acercó tanto que su rostro casi rozaba el suyo, y entonces, pudo verla.

El ojo abierto estaba inyectado en sangre y acuoso, nadando en su órbita, como si hubiese visto cosas que no deseaba ni podía creer. Junko extendió su brazo ileso y lo tomó de la mano. La apretó con fuerza y dijo, alzando la voz:

– Estoy de tu lado. No te preocupes, esos tipos se han ido. Tú no te muevas. Voy a llamar a una ambulancia.

Cuando ella se apartó para marcharse, el hombre del traje le devolvió el apretón con una fuerza sorprendente, deteniéndola en seco. El brazo izquierdo de Junko colgaba impotente, así que cuando él tiró de su brazo derecho, ella perdió el equilibrio y se desplomó a su lado.

Estaban mejilla contra mejilla. Lo tenía tan cerca que parecía estar junto a su amado. Junko lo miró. La sangre brotaba desde la comisura de los labios; unos labios secos, salpicados de lodo. También goteaba de su nariz.

Movió los labios y, finalmente, su voz emergió:

– A… ¡Ayuda!

– Sí, voy a ayudarte -dijo Junko, con un asentimiento de cabeza-. No te preocupes. Procura no moverte.

El hombre cerró los ojos, los abrió de nuevo y, en un movimiento casi imperceptible, negó con la cabeza, como si quisiera decir «no».

– Por favor… Ayuda… -Le soltó la mano y la enganchó por la camiseta. Tiró de ella hacia sí y repitió-: Por favor… ve… ayuda… – Le temblaron los labios-. Ayúdala.

– ¿Ayúdala? ¿Hay alguien más? -inquirió Junko, sin dar crédito.

Sus párpados se abrían y cerraban en espasmos. De su ojo húmedo, manó una lágrima.

– ¿Es alguien que conoces? ¿Tu novia? ¿Dónde está?

Mientras su cara se rezagaba junto a la de él y le hacía todas aquellas preguntas, Junko sintió que una horrible premonición la paralizaba. Tenía la sensación de que, pese a que aquel hombre moribundo no pudiera decírselo, ya conocía la respuesta.

Una mujer. Así que cuando atacaron a ese hombre, no estaba solo. Estaba con una mujer. Los tipos como Asaba no dejarían que una mujer se marchara así como así.

– ¿ Dónde está ella?

El dolor le desfiguraba la cara. Sus labios temblaban, hacían contorsiones imposibles mientras, impotente, intentaba articular palabra.

– Se… la… llevaron. Se… la… llevaron.

– ¿Esos tipos? -El hombre asintió-. ¿Sabes a dónde han ido? ¿Te llevaron allí a ti también?

Otra lágrima le escapó del ojo. La sangre seguía brotándole de la boca. Se aferró a la camiseta de Junko.

– Co… Coche.

– ¿Un coche? ¿De quién? ¿De ellos?

– Mí… Mío.

– ¿Esos tipos se lo llevaron?

– Ella…

– ¿Con ella dentro? ¿Y te trajeron aquí para acabar contigo? ¿Fue eso lo que ocurrió?

– A… Ayuda.

– Ya, ya. Por supuesto que voy a ayudarte. ¿Recuerdas algo del sitio al que la llevaron? ¿Tienes alguna idea?

El ritmo de su respiración se hizo más lento. Junko sintió que la presión que ejercía la mano sobre su camiseta aflojaba paulatinamente. Se estaba muriendo.

– ¡Por favor, aguanta! ¿Sabes a dónde la han llevado? ¡Dímelo!

La cabeza del joven cayó, inerte. Parpadeó. Abría y cerraba la boca convulsivamente, como si le faltara el aire.

– Na… Natsuko -farfulló con tono débil antes de que su mano cayera flácida al suelo. Su ojo entreabierto se perdía en la nada. Tosió más sangre y se estremeció. Las llamas que los rodeaban se estaban apagando, y la fábrica empezaba a sumirse de nuevo en la oscuridad. En esas tinieblas, Junko sintió que la vida abandonaba el cuerpo del joven.

– Pobre chico… -murmuró Junko.

Sentada, tendió la mano ilesa y se las apañó para levantarle la cabeza y llevarla hacia su regazo. No quedaba rastro de vida en los tres villanos; reducidos a cenizas, se los había tragado la oscuridad. Alrededor de sus cuerpos quemados, diminutas llamas titilaban, aferrándose con tenacidad a sus víctimas, cual insectos hambrientos que se arremolinan alrededor de una carroña, ansiosos por saborear el último bocado. Esas llamas eran las leales discípulas de Junko, asesinas que nunca tomaban a la ligera sus objetivos. Y sin embargo, ella no había sido capaz de ayudar a ese joven.

Y lo peor de todo es que había otra persona cautiva: su novia.

«Na… Natsuko.»

Ese debía de ser su nombre. «Natsuko.» ¿Qué habría sido de ella? ¿Qué tormento estaría atravesando en ese momento? Junko cerró los ojos con fuerza durante un instante, lo que duró el escalofrío que se deslizó por su espalda.

«Tengo que ponerme en pie. No puedo desmayarme. Debo rescatar a Natsuko antes de que sea demasiado tarde.»

Bajo el resplandor de las persistentes llamas, brotaba la sangre del hombre cuya cabeza descansaba en su regazo. Otra sangre se deslizaba desde su propio hombro izquierdo. Ambas adoptaban el mismo color: un tono profundo, oscuro y doloroso. El joven había perdido muchísima sangre, más que ella. Tenía el cuerpo empapado.

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