Entre los artistas que mejor han sabido reflejar la vibración que generan las letras en las ciudades se encuentra nuestro admirado Ed Ruscha, quien ha conseguido combinar con sabiduría el tándem ciudad-letras a lo largo de su carrera profesional, siempre de forma contundente. No fue fácil para él iniciar su trayectoria como creador en una ciudad alejada del foco neurálgico del arte americano, siempre pendiente de lo que ocurría en Nueva York. La hazaña de Ruscha consiste en funcionar desde los márgenes, trabajar de forma coherente, y no dejarse engatusar por las mieles que le ofrecía el ambiente de la todopoderosa Nueva York. Nuestro artista, junto con otros compañeros de la costa oeste, respaldados por algunos críticos y teóricos del arte, genera a partir de los primeros años de la década de 1960 un discurso conceptual y trabado que casi siempre ha contado con el signo gráfico y la letra como factor decisivo. Si bien Ruscha ha utilizado las letras y la tipografía en la mayoría de sus obras (especialmente pinturas, dibujos y grabados), es en el retrato de ciertos edificios y zonas urbanas donde aparece el acento y la intensa evocación por los paisajes de sus ciudades. A nadie se le escapa que precisamente Los Ángeles dispone de un elemento geo/gráfico característico: las letras dispuestas en la montaña que componen la palabra Hollywood. Evidentemente Ruscha ha desatado su peculiar mirada también sobre este icono no solamente paisajístico, sino ante todo de la mitología del cine. Cuando entramos en este territorio casi resulta imprescindible hacer alusiones al cine de los años sesenta, evocando de paso los maravillosos trabajos de Samuel Bass para los créditos de algunas películas legendarias. Del mismo modo que han quedado atrapadas en nuestra retina las letras dibujadas por Andy Warhol en sus piezas replicantes de los envases de sopas Campbell o del detergente Brillo. Todo este engranaje forma parte de un modelo cultural anglosajón que logró ensalzar la tipografía a nivel de elemento artístico, utilizando las letras que, provenientes de la publicidad comercial, irrumpían descaradamente en el discurso del arte. Puede que la tradicional separación entre bellas artes y artes aplicadas (siempre más difusa en el panorama anglosajón) se rompiese con este sencillo mecanismo de equiparación: las letras. Actualmente a nadie se le ocurriría excluir del rango artístico las obras de Robert Indiana, tremendamente tipográficas en su concepción formal.
Para Yve-Alain Bois, Ruscha es el artista esencial de Los Ángeles (Bois, 2005: 71), lo cual refuerza nuestra postura con relación a la mimética influencia que desprenden el artista y su ciudad. Él representa con fuerza la cultura californiana de los sesenta, un ámbito que ha tomado mucha fuerza entre los jóvenes artistas actuales, debido a que marcó un modelo propio, justamente al desmarcarse de la implacable Nueva York. La historia del arte Pop ha puesto a Ruscha en el lugar que le correspondía, ya que su modelo está en realidad impregnado de la tradición conceptual, y sus letras en la ciudad participan activamente del legado de Marcel Duchamp, Tristan Tzara o Joseph Beuys. La modestia de Ruscha, siempre equilibrado desde su ciudad musa Los Ángeles, viene acompañada de una gran visualidad, puede que engrandecida por el cine como fabulación mediática. En los trabajos de Ruscha no solamente se respira la tradición surrealista y conceptual, sino también «una extraña mezcla de humor, placer y desenvoltura» (Peter Schjeldahl, citado por Schwartz, 2005: 40). De Ruscha nos interesa su mirada en todas direcciones. Para él puede servir tanto una gasolinera como una cabina de teléfono, en ocasiones pintadas con una perspectiva forzada, anguladas a la manera de un contrapicado cinematográfico, como aquella fuga imposible que le dedica al logotipo cuya profundidad nos lo muestra en tres dimensiones, el de la productora 20th Century Fox. También las letras que inundan el asfalto han sido fuente de inspiración para Ed Ruscha, quien ha llevado en series recientes esta temática a un nivel mucho más complejo, utilizando como imagen para sus cuadros montañas nevadas, sobre las que leemos el nombre de calles de Los Ángeles: Alvarado, Hoover, Vermont, Western... La disposición del nombre de dichas calles suele estar relacionada con su situación en el mapa, o incluso en la dirección que toman. De este modo, el artista elabora un complejo y entrañable patrón de medidas visuales, ya que combina los nombres y sus palabras con su disposición geográfica, lanzándolos después hacia otros ámbitos, sin que pierdan por ello la referencia inicial. Ruscha desmenuza lo que otros habían tanteado, como Edward Hopper en algunas de sus pinturas, o Walker Evans y Dennis Hopper en otras tantas fotografías. Pero además Ruscha transforma sus fotografías y pinturas en bellos homenajes a la ciudad, a su ciudad, convirtiendo así Los Ángeles en el escenario por excelencia de su producción, en el plató de su biografía.
Entre los artistas que han retratado la ciudad queremos rendir merecido homenaje a los fotógrafos que interpretan sus calles, relatándonos el devenir de la gente y de los edificios, de las tiendas y de los anuncios, haciéndonos testigos del bullicio que el trajín urbano lleva consigo. Rescatamos así los maravillosos trabajos de Cartier-Bresson en París, o los retratos de Català-Roca en Barcelona, al igual que el relato gráfico de Miguel Cuadrado en la Valencia de los años de la posguerra. Se trata de instantáneas que nos transmiten un cierto estadio histórico, aunque en realidad también nos hablan de un artista embelesado por su ciudad. Este arraigo hacia la letra escrita en la ciudad nos transporta hacia imágenes en las que ambos elementos (la letra/la ciudad) se han ensamblado y ya forman parte de un mismo sentido visual. El escenario de la palabra escrita en una página nos lleva a las letras pintadas sobre el lienzo, de manera que la representación pintada de la palabra acaba convirtiéndose en un signo, un símbolo y una imagen. Los trabajos de Edward Ruscha invocan aquella pregunta que Roland Barthes se hacía a partir de sus pesquisas sobre los cuadros de Cy Twombly: «¿qué está pasando aquí?». No resulta nada simple responder, al contrario, ya que en el momento en que las palabras y los textos invaden el plano artístico del papel o el lienzo, nos ponen en un aprieto interpretativo. Esto es algo que los artistas norteamericanos han sabido explotar, como han hecho de manera contundente Jasper Johns, Roy Lichtenstein, Joseph Kosuth o Robert Rauschenberg. También los representantes del movimiento Youth British Artists han hecho lo propio, tal y como se comprueba en los trabajos de Tracey Emin o Damien Hirst. Los componentes semánticos del texto se agolpan en nuestra mirada, generando así interpretaciones que también responden a nuestro propio bagaje como ciudadanos. Las letras, su disposición en las obras, y las consiguientes lecturas que de ellas hacemos, siguen flotando en nuestra mente después de haber invadido nuestro repertorio particular, un arsenal de composiciones tipográficas que acumulamos en cada paseo, en cada recorrido urbano, pero también en los cuadros de los artistas a quienes admiramos. Los rituales nos ayudan a concretar los comportamientos sociales. La ciudad, al ser interpretada por Ruscha, puede estar habitada por sus escenarios favoritos: estaciones de servicio, aparcamientos, avenidas, edificios, hoteles... Y es así como este escenógrafo de la letra consigue articular un mundo fascinante plasmado en cuadros ya clásicos como Large Trademark with Eight Spotlights (lienzo al óleo de 1962) o en Standard Station, Amarillo, Texas (óleo de 1963), ambos del mismo formato y tamaño, acentuando la perspectiva de las letras (en el primer caso, de la imagen de 20th Century Fox; en el segundo, de una estación de servicio de la marca Standard). Lo extraordinario del arte de Ruscha, en sus diferentes períodos creativos, es que siempre ha sabido conjugar las posibilidades significativas del texto con las ideas que deseaba interpretar, bien a través de composiciones tipográficas con mensajes contundentes, incluso extraños o esquivos (Thermometters Should last Forever, 1973; Nice, Hot Vegetables, 1976; Screaming In Spanish, 1974), bien manipulando los materiales, especialmente líquidos comestibles, en algunas de sus composiciones más conocidas. Celebramos en Ruscha su siempre manifiesta ironía, algo que permite releer en cualquier momento sus trabajos sin que pierdan un ápice de interés.
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