[t]odos nuestros partidos parlamentarios tienen un origen común –el origen revolucionario–. Aquellos que fantasearon (...) con una Izquierda bandera de progreso y una Derecha bandera de conservadurismo, han aplicado denominaciones de índole extranjera y de cosas ajenas a los hechos italianos, que no supieron ver o no supieron juzgar (...). Ningún historiador que quiera ser imparcial podrá encontrar el martirio patriótico de las altas clases inferior, en toda Italia, al de los democráticos. 3
Los excluidos de la legitimación constitucional (católicos y mazzinianos) eran también los portadores de una cultura política y social alternativa a aquella del progresismo de matriz positivista. De este modo, el parlamento del Estado unitario no se convertiría únicamente en la sede de la representación política del país legal, sino también en el símbolo de una «revolución» que, en cierto modo a la vez, se reconocía carente de alternativas al refuerzo de las instituciones monárquicas. La centralidad del parlamento se convirtió en el dique destinado a separar de modo cada vez más claro la visión revolucionaria mazziniana de aquella democrático-parlamentaria. Si en 1862 para Agostino Depretis, prestigioso exponente de la moderada izquierda subalpina, era natural afirmar que «todas las fuerzas del país, tanto las monárquicas como las democráticas, todas tienen como única representación el rey y el parlamento», 4menos evidente pareció, en 1864, a la Cámara, la afirmación de Francesco Crispi, líder de la izquierda democrática, según la cual «la monarquía es lo que nos une, la república nos dividiría» 5y, en consecuencia, no existían «partidos hostiles en este recinto». 6
Una tendencia confirmada por el fracaso sustancial, entre 1863 y 1864, del proyecto de Agostino Bertani y Giovanni Nicotera de provocar la dimisión, en clave de protesta, de todos los diputados de la izquierda. Fue el último gran intento de desplazar el epicentro político del parlamento al país. Incluso los adversarios de la derecha, por otro lado, reconocían
como, poco a poco, las pasiones partidistas van cediendo su lugar al frío raciocinio y (...) como los hombres de la oposición se han convencido de la necesidad de combatir al gobierno, no en las plazas o en las columnas de algún periódico sectario, si no en las aulas del Parlamento. 7
La centralidad de la clase política parlamentaria, al imponerse por falta de alternativas, no implicó una legitimación real, la cual hubiese requerido, al menos, una mayor participación crítica del pueblo en los acontecimientos político-institucionales de la época: los más informados de los intelectuales y políticos reconocían que la debilidad del sistema nacía de la ausencia de una opinión pública fuerte y consciente.
No obstante este hecho, hasta los años setenta, el conflicto entre las dos grandes formaciones parlamentarias había producido una evidente contraposición que parecía abocada a institucionalizar, sobre el patrón de un supuesto –más que real– modelo británico, 8la auspiciada división bipartidista del sistema político. Algunos datos relativos a los votos de confianza nominales evidencian la existencia hasta 1876 de una fractura bastante clara y, consecuentemente, una tendencia más bien marcada hacia el «voto de partido». 9Tal división encuentra su inspiración en las divergencias reales que habían separado, a partir de 1861, a las dos grandes formaciones parlamentarias y que se alimentaban de las insalvables diferencias respecto al modo de completar el proceso de unificación nacional. Con Roma ocupada y una vez concluida la epopeya del Risorgimento, semejante división había perdido su aspereza original, reapareciendo, aún así durante algunos años, como dinámica fisiológica de un moderno sistema parlamentario. De este período breve, pero significativo, encontramos una confirmación precisa incluso fuera del parlamento.
Lo revela de manera emblemática la caída, en 1876, del gobierno de Marco Minghetti. Tal «revolución», que debería haber abierto las puertas del poder a una parte de aquel personal político, tan sólo pocos años atrás calificado de peligroso por sus originarias simpatías radicales y republicanas, no activó ninguna alarma real ni provocó un discurso público sobre crisis «destructivas». La Derecha, a través de su órgano de mayor crédito, no sólo renunció a anticipar obscuros escenarios futuros sino que, al contrario, optó por apoyar al ejecutivo formado por sus adversarios:
No querría que en torno al nuevo Ministerio –escribía La Perseveranza– se crease de golpe una atmósfera de implacable hostilidad. No lo querría incluso si esta atmósfera pudiese apagarlo: pues (...) consideraría un grave daño al futuro del país y al prestigio de la política moderada, la vuelta inmediata de nuestros hombres al poder. 10
Incluso en la derrota, se alababa un sistema capaz de garantizar una alternancia real: «feliz el país que encuentra, sin dudar, una doble fila de hombres aptos, con distintos métodos, para guiar por el camino de la prosperidad y del prestigio a un joven pueblo!». 11
En realidad, para esta clase política no existía el problema del partido. Las etiquetas de derecha e izquierda histórica 12congregaban heterogéneos grupos parlamentarios, a menudo unidos sobre la base de lógicas regionales o de la fuerza de atracción de personalidades políticas individuales. La derecha toscana y la véneta, la izquierda meridional, la «Consortería» emiliana, sólo por enumerar algunos ejemplos, representaban la coherente expresión de un universo liberal que no necesitaba de la organización, y mucho menos del partido, para vitalizar la esfera de una «política» cuyo sentido se agotaba en la extenuante actividad de mediación del debate en el parlamento, en apoyo o no del gobierno.
Siguiendo el guión del pensamiento liberal europeo, además, la cultura política liberal italiana también consideraba extremadamente insidiosa cualquier perspectiva de partido organizado. Uno de los liberales más versátiles y cosmopolitas, el moderado Ruggiero Bonghi, recordaba que «los partidos políticos son esencialmente los partidos que dividen la clase que gobierna». ¿Cómo debería ser esta clase?
La clase política no debería vivir en el aire, quiero decir, debería tener de cualquier modo raíces y ejercitar acciones en el pueblo. Aquel que quiera ocuparse de política, no debe vivir de ello. El hombre político debe ser un señor, que es siempre la mejor profesión, o un profesor, o un abogado, o un médico, o un comerciante,
o un científico, o un hombre de letras, y esta clase política es mejor, cuanto más abastecida se encuentre de cada una de estas posiciones sociales en las proporciones de influencia que aquellas tengan en el país. (...) El mayor peligro que se puede correr está en esto: que de la vida política se alejen con nausea todos los que tienen y saben. 13
La composición social del Parlamento en los años de gobierno de la derecha muestra cómo, desde el inicio del reino de Italia, la columna vertebral por excelencia de la clase política parlamentaria estuvo representada por la propiedad terrateniente y por la categoría de los doctores en leyes. Esta última, que representaba algo menos de la mitad del total de los diputados por legislatura, se preparaba para convertirse en la categoría de mediación política por excelencia en la Italia liberal. En vísperas de la reforma electoral de 1882, más del 47% de los diputados poseían un diploma en jurisprudencia, mientras que, en el campo de las profesiones liberales, sólo el 5% eran licenciados en medicina y un porcentaje similar en ingeniería. Estas proporciones permanecieron más o menos inalteradas (pero con un posterior aumento de doctores en leyes) hasta el final del siglo. 14
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