basta de nombres históricos, ¡ligados a las viejas cuestiones del Risorgimento! Hoy los partidos (...) deben ser las ideas que los constituyen, y de las ideas deben tomar el nombre. 24
Éste fue el auspicio que de un modo u otro se convirtió en el constante pero vacío leit-motiv de la vida política en la Italia liberal. En realidad fueron precisamente la debilidad de las ideas y la ausencia de conflictos reales y duraderos entre las fuerzas constitucionales lo que propició exactamente lo contrario, es decir, la tendencia, que iba emergiendo entonces en muchas partes de Europa, a pensar la política en términos de «ejecutivo» más que de «conflicto», tendencia que, desde 1883, asumió en el vocabulario político de la época el nombre de transformismo.
En este sentido, sólo se puede entender el tema del transformismo en el contexto de una fase histórica europea, las últimas tres décadas del siglo XIX, con fuertes tensiones políticas e ideales acerca del papel del Parlamento en el constitucionalismo liberal. Esta nueva manera de entender la relación entre Gobierno y Parlamento marcaba la toma de conciencia de que una época, la del liberalismo elitista y del parlamentarismo oligárquico, se acercaba a su fin.
Por eso la propuesta transformista parece hoy una respuesta política general que se impuso no por las características de la vida política italiana, ni a causa de los límites «éticos» de la clase política, sino que más bien constituyó el atajo a través del cual las clases dirigentes intentaron reconducir en una síntesis eficaz la relación entre el Parlamento, insustituible centro de compensación de crecientes y conflictivos intereses de las numerosas realidades económicas, sociales y culturales de la geografía nacional, y el ejecutivo, cuya importancia estaba creciendo en proporción a la demanda –cada vez más frecuente– de «gobierno» por parte de la esfera social y el contexto internacional.
El transformismo, tal como lo entendieron Depretis y Minghetti, no fue la simple convergencia de los diputados hacia un centro político genérico, sino la tentativa de hacer del Gobierno el centro del sistema, apartándolo del conflicto político y transformándolo en una especie de órgano de mediación/compensación administrativa. Así el proyecto transformista, reivindicando la homogeneidad sustancial de la clase política en el momento en el que las antiguas diferencias palidecían frente a los mucho más radicales desafíos de las fuerzas antisistema, no representaba tanto una política de mediación entre la derecha y la izquierda histórica, ni una franca llamada al moderantismo 25o al conservadurismo, como, más bien, un intento de definir una vía política alternativa al government by discussion, pilar de la modernidad política del siglo XIX, sin deber renunciar por eso a la energía legitimadora del parlamentarismo.
Aquel proyecto transformista, entonces, más allá de las tentativas contingentes y muy pragmáticas de las alquimias de Depetris, intentaba sobre todo reforzar el papel del Gobierno, en respuesta a las exigencias de la época, limitando sin embargo al mismo tiempo la pujanza de su proyecto (reducida casi únicamente al requerimiento de cerrar filas en torno al ejecutivo frente al temido peligro de la disgregación nacional) y rebajando su carga reformadora, a la que algunos sectores más avanzados de la izquierda no pretendían renunciar, hasta el punto de haber incluso favorecido la revitalización de las «temibles» facciones radicales. La esencia última del transformismo no debe buscarse de todos modos en la invitación a romper las filas del partido para colocarse junto al Gobierno. En este sentido existieron otras tentativas abortadas de reposicionamiento de algunos segmentos de las tradicionales reagrupaciones parlamentarias. Debe señalarse, por ejemplo, la convergencia Carioli-Sella en 1878, cuyo objetivo había sido el de resaltar el hecho político del conflicto (tanto en el interior de la clase política liberal, como respecto a las culturas antisistema) asumiéndolo como elemento de fuerza identitario. La razón del éxito de la proposición de Depretis debe buscarse en la lógica opuesta, en la capacidad de convencer a la opinión pública de la urgente necesidad de preservar al Gobierno de los conflictos entre las partes, de efectuar un abordaje seguro para todos en el tempestuoso mar de los cambios en curso en la sociedad. Tal elección, neutralizando el significado político del Gobierno como «agente de una única parte», permitió a Depretis realizar la sofisticada operación de asegurarse el voto favorable no de una corriente en mayoría sino de una mayoría de las corrientes, erosionando sólo de modo muy lento la identidad político-ideológica de los diputados a los que no se pedía la abjuración. 26Así, una parte consistente de la clase política liberal pudo continuar pensando en términos de proyección ideal y ser todavía percibida como «revolucionaria» (incluida la derecha), aun apoyando a un gobierno cuya realidad política consistía en la congelación de las reformas. El Gobierno, en fin, presentándose como «partido» nacional progresista, hacía de la «transformación de las partes» un baluarte natural con el que fracturar la demanda de aceleración democrática proveniente del pueblo. En muchos aspectos, la de Depretis fue una obra maestra táctica y estratégica que ligaba los diputados al Gobierno, dejándoles, en el fondo de su herencia política ideal, la convicción de ser mejores y superiores al gris pero necesario ejecutivo de Depetris. 27
Con el transformismo, el Parlamento comenzó a perder no sólo la aspiración de encarnar el papel de «educador» sino, sobre todo, en Italia como en otros sitios, el de legislador real. Aumentaba el porcentaje de proyectos de ley de iniciativa gubernamental mientras disminuía el de los proyectos liderados por los parlamentarios. En conjunto, entre 1861 y 1890, el ejecutivo presentó 3.499 proyectos de ley, mientras que los diputados se limitaron a 892 (el 25,5% del total). En el Senado fueron 333 frente a los 15 presentados por los senadores.
El transformismo, además, se había revelado, no por casualidad, como la fórmula política más eficaz para excluir definitivamente del horizonte político italiano toda posibilidad de una «última llamarada» democrático-radical. El acuerdo Depretis-Minghetti, de hecho, había enterrado formalmente la única alternativa real dentro del universo político liberal, la del Gobierno Cairoli-Zanardelli, que, entre 1878 y 1880, había jugado todas sus cartas para la recuperación de un proyecto político basado en la libertad y el garantismo. 28En este contexto los notables parlamentarios, tras haber rechazado la propuesta Carioli, llegaron a formular un primer proyecto parcial de nacionalización de las masas que, en la interpretación de Crispi, se convertiría en la primera aproximación orgánica de la clase política liberal a la cuestión de la democracia. Una aproximación drásticamente alternativa a la de Carioli y Zanardelli, centrada en la discrecionalidad autoritaria del hombre de Estado y la intensificación del instrumento administrativo con el fin de una modernización de la esfera pública. Un cortocircuito, activado por el incremento de los gastos públicos y el refuerzo del ejército para objetivos propios de una gran potencia, capaz de iniciar los procesos de nacionalización e integración de las clases populares prescindiendo de la cuestión de las libertades públicas, abandonadas, en el fondo, al inmovilismo, sujetas a la usura de la cultura discrecional de la «praxis». Es probable que Carioli y Zanardelli planteasen, al enfatizar el tema del garantismo, la cuestión de la hegemonía de la clase dirigente liberal sobre el arriesgado terreno de la aceptación, al menos parcial, del conflicto abierto con todos los actores políticos dispuestos a reconocer la legitimidad de la revolución del Risorgimento. 29Se trataba, en otras palabras, de afrontar el ya ineludible recorrido de legitimación del Estado liberal, valorizando y no suprimiendo, mediando o neutralizando, los mecanismos de politización del sistema. 30
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