Un intento abocado al fracaso, en cuanto expresión de un liberalismo más avanzado en contradicción con las nuevas exigencias de la burguesía nacional, la cual, a partir de los años ochenta, empezó a desarrollar un sentimiento de inseguridad frente a las presiones democráticas existentes. Este sentimiento coincidió con las primeras veleidades expansionistas de importantes sectores de la propia burguesía, fatales para un gobierno como el de Cairoli que, también en política exterior, proponía la cauta tolerancia demostrada en política interna. No fue casualidad que la política italiana interna, el papel del soberano y de los círculos de la corte, la función del gobierno, el peso del ejército, el arraigo también en Italia de un nuevo modelo de derecho público, centrado en la administración más que en la «revolución liberal» y el gasto público, conocieran una rápida y excepcional intensificación precisamente en el terreno de la política exterior, es decir, tras la decisión de unirse a la Triple Alianza. Todas las incertidumbres sobre qué tipo de desarrollo y, por tanto, de legitimación política era más eficaz, se desvanecieron frente al ingreso «armado» de Italia en el grupo de las grandes potencias.
Desde el punto de vista de los intentos de legitimación del sistema, podemos por consiguiente destacar un continuum, brevemente interrumpido por el experimento Carioli-Zanardelli, que unió el proyecto jacobino-pedagógico de la derecha, el transformismo, el crispismo y el proyecto autoritario de final de siglo. Un continuum que, aún con resultados y objetivos diversos, encontraba su baricentro en la voluntad de ampliar las bases del Estado, y por tanto completar el proceso de nacionalización de los italianos, acentuando el factor administrativo y el papel del ejecutivo. Semejante perspectiva nunca había sido realmente discutida, ante la urgencia de hacer adaptar las exigencias de legitimación, nutridas con ansia por la clase política, y la cada vez mayor demanda de integración de las masas populares. Observada con atención, esta perspectiva confirma cómo la «pedagogía» liberal contenía en su interior, tanto la hipótesis «excéntrica» de la exaltación de las virtudes educativas del conflicto regulado, como la «armónica» de la prevención del conflicto mediante la «buena administración» y por tanto, la centralidad de la dirección política. Será este último el camino que intentará encauzar Crispi, conjugando el aspecto decisionista del antiguo «accionismo» garibaldino con la aspereza estatalista del hegelismo de la derecha.
El que fuera conspirador mazziniano se presentó como símbolo de una recuperación moral y política del país, puesta en práctica esencialmente a través de una progresiva extensión del margen legal de la autoridad estatal. En este sentido, pasión política, «jacobinismo» y cultura jurídica, aspectos destacados de la personalidad del estadista siciliano desde los tiempos de las aventuras garibaldinas, aparecían ahora, para las clases dirigentes nacionales, como las características ideales de un atajo a través del cual relanzar la iniciativa política del Estado, llegando así a una cauta y formalizada ampliación de las bases sociales de la vida pública, sin ceder a las perspectivas de democracia política apartadas en la sombra, también, por parte de algunos sectores del liberalismo más avanzado. A Depretis por tanto, sucedió un hombre que, fuerte gracias al amplísimo consenso inicial de la Cámara y del país, no traslucía ningún temor al transitar por la senda de una intensa actividad reformadora. El objetivo declarado era el de restituir fuerza al ejecutivo sin tener que incrementar los privilegios de la Corona («es necesario que el rey permanezca en la esfera sublime y serena en la que la Constitución lo ha situado»). Así, la mejor garantía de libertad para el gobierno sería, en teoría, una mayoría estable y homogénea, determinada sobre la base de las ideas y del programa. Consecuentemente, más que en la división de partidos en cuanto tal, Crispi, una vez en el gobierno, parecía interesado en una sólida mayoría que le garantizase una amplia libertad de maniobra. Para obtenerla, no obstante su formal aversión por el método Depretis, la vía más fácil seguía siendo apostar por la ya enraizada predisposición transformística del Parlamento, actuando para dislocar toda incipiente reagrupación de aquella oposición de tipo británico tan a menudo invocada por él mismo.
El transformismo, así, demostraba toda su ductilidad, preparándose para convertirse en el respaldo parlamentario a la «revolución administrativa» de Crispi, mientras permanecía intacta la exigencia de fondo, para una clase dirigente dotada de escasa legitimación, de perfilar un proyecto de neutralización del desafío político producido por las incesantes alteraciones de los equilibrios sociales. Semejante exigencia, como ya se ha señalado, era simbolizada por el rechazo liberal del partido entendido como instrumento de intervención política de una parte. Más adecuado al objetivo debió de parecer, para amplios sectores de la burguesía liberal, el control de aquel particular tipo de poder aparentemente neutro y «situacional» representado por el Estado y su administración. Se trató de una elección de grandísima relevancia en cuanto que permitió el comienzo de un peculiar proceso de «alienación de la política» entendido como rechazo de institucionalizar el recurso a medios exclusivamente políticos (como era intención del gobierno Carioli-Zanardelli) en el proceso de nacionalización del país.
En este sentido, la ausente parlamentarización, es decir, la coherente transformación de los conflictos sociales en conflictos políticos que reconducirá al consenso a través de la mediación entre partidos y la cultura de la asamblea, tomó la forma del parlamentarismo, es decir, de la primacía de una clase parlamentaria dedicada a «representar», y por tanto cristalizar, la conflictividad social, evitando su emancipación en sentido político. El parlamentarismo se convertía en símbolo del fraccionamiento geográfico y de la impotencia política de la burguesía nacional, fuente de descontento y frustración, principalmente para una considerable parte de la intelligentsia que, precisamente a partir de estos años, acabó por identificar el Parlamento con el reino de las miserias particularistas y por tanto ajeno, si no hostil, a los auténticos procesos de homogeneización cultural y política del país. La función y la propia composición de la Cámara, «parcial y ficticia representación del pueblo (...), multitud de intereses esencialmente privados, cuya suma está muy lejos de formar el interés público», 31daban pie en los ambientes liberales a una ansiosa incertidumbre acerca de la capacidad de resistencia de las instituciones representativas frente «a la corriente de las ideas democráticas que cada vez las invade más». 32
Fue precisamente a partir de este estado de desorientación cuando maduraron, en la segunda mitad de los años ochenta, el proyecto crispino y una nueva orientación hacia el derecho público que postulaba, mediante la obra pionera de Vittorio Emanuele Orlando, una dimensión más racional del estado de derecho al que demandar la resolución de la perpetua discrepancia entre los principios del liberalismo y su puesta en práctica. Si la propuesta gobernativa de Depretis tendía a asegurarse la mayoría transformando la Cámara en la terminal de una compleja red de mediaciones políticas del ejecutivo, la de Crispi tendía sin embargo a hacer del Parlamento el inerte espectador de una dirección política centralizadora, presentando su personalidad como insustituible síntesis de partido, gobierno y proyecto político capaz de reunir una mayoría estable.
La confianza en las capacidades y el patriotismo de Crispi se convirtió, no por casualidad, en un estadio obligado de la formación de mayorías plasmadas por la fascinación por el hombre fuerte y la ausencia de alternativas realistas. La dualidad institucional entre Gobierno y Parlamento asumía cada vez más la forma de una relación de base personal. Al Parlamento, cuya «competencia se extiende a todo lo que tiene por objetivo crear derechos y determinar deberes de los ciudadanos; es decir, hacer las leyes generales» y «vigila todo lo que se hace en el Estado», se contraponía para Crispi lo que declaraba en 1887, «el temple del hombre que dirige los asuntos del Estado».
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