AAVV - Las elites en Italia y en España (1850-1922)

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Este libro es fruto del congreso internacional 'Les élites in Italia e in Spagna (1850-1922)', que tuvo lugar en la Universidad de Verona en marzo de 2006 y que reunió a destacados especialistas en el campo de la historia política. A modo de trazos transversales, las contribuciones que se reúnen en esta obra ofrecen perspectivas complementarias sobre el poder político y económico durante la consolidación y crisis del liberalismo en la Europa meridional. Las relaciones entre los miembros de las elites ocupan un lugar destacado, en el ámbito del Parlamento, de la esfera de acción centro/periferia del poder político y en el campo de las redes asociativas. El libro se cierra con diversas reflexiones que, con carácter comparativo, plantean el problema del concepto de elite y su relación con otras categorías historiográficas.

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Justo antes de la reforma de 1882, en los 508 distritos en los que se dividía el Reino, se contabilizaron 369.627 votantes (sobre 621.896 electores y una población de casi 29 millones de habitantes). Desde el punto de vista de los votos necesarios para acceder a un escaño, hasta la XIV legislatura, bastaba un promedio de 500 votos, cantidad relativamente modesta que producía el frecuente recurso a una segunda vuelta. Con la ampliación del sufragio, el electorado superó los dos millones, con el consiguiente aumento del número de votos necesarios para obtener el escaño. La media se situaba en torno a los 4.800 pero las cifras reales demostraron que, por ejemplo, en Novara II el primero de los elegidos obtuvo 12.918 votos y en Turín V 12.600, mientras que en Grosseto un candidato accedió a la Cámara con 1.441 votos y en Nápoles II con 1.999. 15

En lo que respecta a la carrera parlamentaria, parece significativo el hecho de que, de 1861 a 1880, el 53% de los diputados conservaran su escaño por tres o cuatro legislaturas y el 17% por cinco o seis. Tras la llegada al poder de la izquierda, esta tendencia a la permanencia siguió igualmente patente, pues el 61% de los diputados elegidos en 1876 conservaron su mandato en 1880. La reforma electoral de 1882, tras la introducción del escrutinio de lista y la ampliación del sufragio, provocó una renovación notable de la clase parlamentaria (del orden del 40%), aunque poco después se constató un fenómeno de estabilización, ya que el 48% de aquellos que eran diputados en 1882 estaba aún presentes en la Cámara en 1892. Hasta la reforma electoral de 1882 fueron sin duda los límites del sufragio los que favorecieron el fenómeno de la continuidad en el mandato. 16

El contacto directo entre candidato y electores premiaba la óptica de notabilidad de las relaciones políticas, es decir, una perspectiva en la que exclusivamente podían emerger personalidades, difícilmente sustituibles, capaces de utilizar su propia autoridad social en los restringidos ámbitos de distritos uninominales, volviendo superflua la dimensión organizativa y, en gran parte, también, la político-ideológica.

Por otro lado, la realidad de la notabilidad, más allá de las modalidades de selección de los miembros del Parlamento como rito de transposición de la tradicional jerarquía social al campo político, garantizaba a niveles más amplios el funcionamiento de la relación de obligación política, esencial para la legitimación del sistema. 17Un tipo de relación que muchas veces prescindía de las distinciones políticas, geográficas y de la propia tendencia al puro y simple «voto de intercambio». Una percepción similar del «deber» era manifestada incluso por aquellos que no debían «cuidar» distritos, como el véneto Fedele Lampertico, senador y por tanto extraño a las maniobras para conseguir consensos electorales. En este caso representativo de una percepción muy extendida del papel de la clase política, las relaciones de notabilidad, estando desligadas de un resultado utilitarista inmediato, demostraban, con evidencia aún mayor, la complejidad de la relación entre obligación social y legitimidad política. 18La telaraña de relaciones personales a las que la derecha primero y la izquierda después confiaban su predominio electoral estaba de todos modos unida al uso abusivo de las instituciones públicas. Prefectos, magistrados y funcionarios, nombrados y ascendidos sobre la base de méritos políticos, no olvidaron asegurar su apoyo determinante a los candidatos del «partido de gobierno», según las lógicas «amistosas» y de grupo existentes dentro de la fragmentada galaxia de las formaciones políticas. 19La figura clave de tal sistema, incluso tras la reforma de 1882, era por tanto la del «gran elector», en torno a la cual se concentraban las esperanzas de los diputados y la irritación de quienes comenzaban a advertir que la política requería una buena dosis de manipulación.

¿Cómo se hacen las listas? –se preguntaba Bonghi– todos lo sabéis: las listas son hechas por los comités situados en el centro o en los centros de los distritos electorales. ¿Y cómo hacen los comités las listas? Las hacen de varios modos (...). No son listas que salgan del corazón de los electores y asciendan de éstos a los comités; son listas que descienden de los cálculos de los comités y van hasta los electores. ¿Pero quiénes forman los comités? Son los grandes electores los que constituyen los comités, que se entrometen entre los candidatos y los electores

(...) Como entonces se fuerza al diputado a ser intermediario de favores a los grandes electores frente a los ministros, así los grandes electores se convierten en intermediarios de los favores del diputado a los demás electores del distrito. Se crean auténticas oligarquías que intentan conservar todo el poder del distrito entre sus manos. 20

En Módena, en 1886, el prefecto declaró abiertamente que:

el carácter predominante de las elecciones fue, en gran parte de la provincia, la casi completa indiferencia respecto al carácter político de éstas. La actitud de los electores fue determinada bien por el poder de algunas personas importantes bien por uniones especiales con candidatos ajenos a su fe política (...). Son por tanto poco acentuadas las diferencias entre partidos políticos, y no es raro que, salvo algunos líderes que están ya muy comprometidos con su pasado, el resto de miembros oscile continuamente, por muchas razones personales, o sea que intenten hacer de la política un oficio perenne. 21

El desencanto, el cinismo y la indignación, más o menos interesados, por el funcionamiento de la esfera política empezaron, entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, a evolucionar hacia un primer esbozo de análisis del funcionamiento del sistema parlamentario y administrativo, que intercalaba observación científica y polémica política. 22

Fuera del Parlamento, hasta 1876, la dimensión ideológico-organizativa de la política siguió siendo, para las fuerzas constitucionales, una perspectiva marginal y reservada a realidades locales más dinámicas, como en Milán, donde en 1865 surgió una Sociedad patriótica, con la intención de asumir «la opinión pública en el sentido del partido liberal unitario y constitucional». 23Este evidente límite organizacional se vio agudizado, entre otras razones, por la limitada dinámica política de las administraciones municipales y provinciales que, hasta la reforma de Crispi de 1888, se definían institucionalmente sólo en el marco de una lógica sustancialmente patrimonial.

Un panorama éste que, tras la aparente imagen de «normalidad» del sistema parlamentario moderno, escondía una realidad en rápida mutación. En el país, los dos actores «antisistema» más fuertes, católicos y socialistas, no sólo no parecían inmediatamente susceptibles de ser integrados por las dinámicas institucionales, si no que se presentaban, por el contrario, en viva fermentación. En efecto, católicos y socialistas, desde distintos puntos de vista, continuaban cuestionando la legitimidad de las instituciones, en nombre y por cuenta del «país real» privado de voz por el «individualismo egoísta» de los liberales. En las fantasías de una estrecha y temerosa opinión pública liberal, todavía trastornada por las resistencias violentas al nuevo régimen que se habían manifestado en algunas áreas del Mezzogiorno con el bandidaje, estos actores antisistema se convertirían muy pronto en las temibles pesadillas de «partidos extralegales» bien organizados, con toda la carga de inquietud que la idea de organización «sectaria» despertaba en el imaginario liberal. Esta inseguridad, más allá del verdadero potencial organizativo y subversivo de tales realidades, habría proporcionado tempranamente la base, en el campo político, del proyecto transformista, es decir, de la necesidad de transformar los partidos parlamentarios históricos, con el fin de crear un «partido nuevo» que defendiese los resultados de la «revolución» liberal de la obra trastornadora de los negros y de los rojos. El recambio producido en la gestión del poder, en 1876, aceleró dicha hipótesis en nombre de un nuevo, más «moderno», modo de sentir la cosa pública:

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