A lo largo de su periplo de cinco años, de 1831 a 1836, el Beagle realizó numerosas escalas (figura 3.1). En ellas, Darwin aprovechó para recolectar y preparar una gran cantidad de muestras que remitía periódicamente a Inglaterra para su clasificación y posterior estudio. Todavía hoy se encuentran en el Museo de Historia Natural de Londres especímenes recolectados por Darwin. Pero, además de tomar muestras, Darwin acrecentaba su gran capacidad de observación, a la vez que desarrollaba un sentido analítico para aplicar lo que veía a una explicación coherente del mundo. Para él, toda observación debía servir para apoyar o rechazar una idea, una hipótesis científica, una teoría: observar sin un objetivo en la acción era lo mismo que perder el tiempo. Peor aún, se podía fácilmente pasar por alto lo realmente relevante en la escena. Para Darwin, la mera acumulación de observaciones o datos, sin conexión con una teoría científica, no tenía sentido.
Figura 3.1 El viaje del Beagle.
Estas ideas las puso en práctica bien pronto en su viaje. Para éste, Darwin se hizo con una copia del primer tomo de los Principios de Geología de Lyell, libro que ejerció un gran impacto sobre él. Gracias a sus detalladas descripciones y observaciones de fenómenos geológicos, como el terremoto de Chile de 1832, Darwin alcanzó, a su regreso a Londres, un gran reconocimiento como geólogo antes que como biólogo. Antes de eso, Darwin pasó cinco años dando la vuelta alrededor del mundo, pero sus escalas más famosas fueron en Sudamérica. Recorrió la pampa argentina y Chile, donde le sorprendió un devastador terremoto, y las islas Galápagos, en el Pacífico, a unos 1.000 km de las costas de Ecuador. Algunas de las observaciones y especímenes recolectados en estas islas, especialmente las aves conocidas como pinzones de Darwin, fueron los que le convencieron de la realidad de la idea que había ido considerando con más firmeza: todas las especies descienden de un ancestro común y han ido apareciendo paulatinamente a lo largo de la historia de la Tierra transformándose unas en otras: la diversidad de formas vivientes es el resultado de los procesos de transformación y de extinción.
Esta idea, como hemos visto, no es en absoluto original de Darwin, pero él fue el primer científico en transformarla en una teoría científica. Para ello, además de acumular observaciones que la sustentaban más allá de toda duda, dio con un mecanismo que podía provocar esa transformación a la vez que, de paso, explicaba la adaptación de los organismos a su entorno. Denominó selección natural a este mecanismo, y presentó sus ideas a la comunidad científica y a la sociedad en el libro El origen de las especies.
La idea de la selección natural como mecanismo promotor del cambio evolutivo y de la adaptación al medio se hizo evidente para Darwin dos años después del regreso del Beagle a Inglaterra. Encontró la inspiración en la lectura de un libro, An Essay on the Principle of Population, escrito a principios del siglo XIX por Thomas Robert Malthus (1766-1834). En esta obra, Malthus señalaba que toda población, si no se le establecen límites, tiende a aumentar el número de sus individuos según una ley de crecimiento exponencial, lo que provoca que, en pocas generaciones, no haya suficientes recursos en el medio para abastecer sus necesidades. Si comparamos dos poblaciones inicialmente iguales, aquélla con una tasa de crecimiento intrínseca mayor desplazará rápidamente a su competidora, y la llevará a la desaparición. La consecuencia lógica de este proceso es el establecimiento de una competencia feroz por el acceso a unos recursos que son más escasos a medida que las poblaciones crecen.
Si unimos la competencia establecida constantemente por los recursos con la existencia de variantes entre los individuos de todas las especies, es fácil deducir que no todos los miembros de una población tendrán iguales posibilidades de conseguir los recursos necesarios que les permitan sobrevivir y reproducirse, para poder dejar nuevos descendientes para las siguientes generaciones. Estas diferencias son, en ocasiones, muy sutiles: una velocidad punta algo mayor para cazar o huir, una menor sensibilidad a un producto tóxico, una habilidad superior para atraer a una pareja, etc. Pero los efectos de todas estas diferencias acumuladas son muy grandes y determinan qué individuos formarán las poblaciones de las generaciones venideras. Es en este punto donde Darwin encontró más problemas y, de hecho, no consiguió dar con una solución correcta.
Su teoría de la herencia postulaba que el parecido entre progenitores y descendientes se debía a la transmisión, durante la fecundación, de información sobre las características de cada órgano y estructura, información que era enviada desde éstos a los fluidos sexuales a través de la sangre. Esta teoría, denominada pangénesis, era fácilmente asimilable a la de la herencia de los caracteres adquiridos, propuesta por Lamarck para explicar el cambio orgánico entre generaciones, pero planteaba, a su vez, numerosos problemas. Por ejemplo, August Weismann, el primer biólogo que estableció la separación entre línea somática y línea germinal, se encargó de demostrar su falsedad mediante un sencillo experimento: crió durante varias generaciones una colonia de ratones a los que, nada más nacer, cortaba la cola, y fue tomando nota del tamaño de la misma en cada generación. Nunca llegó a observar, no ya su desaparición, lo que cabría esperar si la teoría de la pangénesis fuese correcta, sino ni siquiera un acortamiento significativo de la misma.
Darwin empezó a trabajar sobre estas ideas en 1837 y, tres años más tarde, ya había escrito 900 páginas que las desarrollaban en sus cuadernos. Pero Darwin era una persona prudente y decidió retrasar la comunicación pública de éstas pues, por una parte, quería proporcionar evidencias incuestionables sobre su teoría y, por otra, era consciente de su relevancia y trascendencia. De hecho, sólo redactó un pequeño resumen, de unas 35 páginas, en 1842, y un texto más largo, de unas 240, en 1844; aunque no los llegó a publicar, dejó instrucciones al respecto en caso de que falleciese inesperadamente. Sólo dejó entrever la teoría que estaba desarrollando en su correspondencia con un naturalista americano, Asa Gray, y en sus conversaciones con Charles Lyell, con quien le unió una buena amistad tras su regreso a Inglaterra, y con Robert Hooker, botánico inglés y amigo íntimo. Curiosamente, Lyell, el gran inspirador y formulador del uniformismo, se oponía a la extensión de estos principios a los seres vivos, y rechazaba las teorías evolucionistas planteadas por su amigo Darwin.
Mientras tanto, Darwin seguía trabajando y publicando monografías científicas, varias de ellas dedicadas a analizar el otro componente esencial de la teoría evolutiva: la explicación de las adaptaciones. Darwin había adquirido una gran reputación como científico y había ingresado en las más importantes sociedades científicas de Inglaterra. El 18 de junio de 1858, Darwin recibió una carta de un joven naturalista, Alfred Russel Wallace (1823-1913), quien se encontraba de expedición en el archipiélago malayo; en la carta le solicitaba consejo sobre la publicación de una idea que se le había ocurrido durante sus viajes para explicar el origen de la variación orgánica. Ésta, escrita en apenas veinte páginas tras un acceso febril provocado por la malaria, era el mejor resumen que Darwin había leído de su propia teoría. Confuso al principio, tras consultar con varios de sus colegas, decidió presentar las ideas tanto de Wallace como las suyas propias en la sesión del 1 de julio de la Sociedad Lineana de Londres, donde fue acogida con sorprendente indiferencia. 1Simultáneamente, decidió abandonar sus intenciones de escribir un gran tratado sobre la teoría de la evolución mediante la selección natural, y se concentró en la publicación de una versión abreviada. El 24 de noviembre de 1859, apareció la primera edición de El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la supervivencia.
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