El profesor no se dio por enterado. Por si acaso, Salva había girado la cabeza hacia las ventanas. La mañana era de una claridad turbia. En su fondo, la serranía que rodea el promontorio de la Academia se dejaba entrever velada de la misma pigmentación neblinosa que el cielo, donde el sol apenas se adivinaba.
Nada que ver con sus sentimientos, por mucho que Marino insistiera.
El capitán se volvió.
—Estos son los artículos que deben estudiarse para mañana. Son artículos que hablan del sacrificio por la Patria.
Permaneció un rato en silencio; luego adelantó el bastón y, apoyándose en él mientras descendía de la tarima, arrancó la lección, llevando en la otra mano un largo cabo de tiza que sostenía a modo de cigarrillo.
—De la Patria y del Ejército. Hoy hablaremos de nuestra Patria y de nosotros: el Ejército. Aunque la mayoría de ustedes son unos desertores del arado, ya va siendo hora de que se impregnen de la gloriosa tradición que nos ampara. Pronto serán militares profesionales y, por lo tanto, deben darse cuenta de por qué somos necesarios, absolutamente necesarios —recalcó internándose por uno de los dos pasillos que resultaban del reparto de pupitres—: Pues porque tenemos que defender la Patria, ¿verdad? —derramó con dulzura eclesiástica sus palabras, y en el mismo tono—: ¿Y por qué tenemos que defender a España, nuestra Patria?
Llegado al final del aula, se giró en redondo.
—Ya solamente esta pregunta debe ofendernos. Es como si te preguntaran por qué tienes que defender a tu madre. Pues porque no eres un mal nacido, porque los insultos a ella dirigidos te queman las entrañas y tú y todo lo tuyo sois la misma cosa. Por eso la Patria, ¡la Patria! —alzó la voz con un temblor de cuerdas vocales—. La Patria tiene el derecho de exigirnos a todos sacrificios, desvelos y hasta la propia vida —blandió el bastón con el puño tembleque, lo asestó encima de una baldosa, que cloqueó, y plantando la otra manaza encima, trituró el cabo de tiza, uno de cuyos trozos salió expelido como una vaina por el cetme—. Hasta la propia vida —repitió, bajando los ojos al par que levantando la mano.
Se contempló estupefacto la palma espolvoreada, y al advertir que la empuñadura del cetro también lo estaba, trastocó en un visaje de infinita repugnancia.
Se dilató en limpiar y soplar con exquisito tesón la preciada estatuilla.
Acabada la tarea, remontó a la tarima y, barriendo con una mirada afable a los alumnos, el bastón delicadamente asido con ambas manos clavado delante de sí, continuó con sosegado fervor:
—Si siempre ha de existir el peligro contra la Patria, ¿será menester organizarse? Pues en todas las encrucijadas de la Historia las miradas de salvación convergen hacia encuadramientos militares. Dos ejemplos: El dos de mayo es uno. Los ejércitos de Napoleón entran traidoramente en España. Unos oficiales del Ejército Español, Ruiz, Daoíz y Velarde, haciéndose eco del sentir del pueblo, y ¡ojo!, que esto es muy importante —exigió máxima atención con un par de golpecitos del bastón a la tarima—, ya que el Ejército ha de ser quien represente las ansias del pueblo cuando éste no tiene otra forma de hacerlo; pues bien, como os decía: haciéndose eco del sentir del pueblo, lanzan su rebeldía por las calles madrileñas y escriben con su sangre sublimes gestas. ¡Mas nunca fue la valentía cualidad que faltara al soldado español! Llega la noticia a Don Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles, quien inflado de ardor patriótico arenga a España con su proclama: «¡La Patria está en peligro! Españoles, ¡acudid a salvarla!». Y acudieron. ¡Vaya que sí! Y es que España había necesitado de su Ejército para devolver el trabajo, la paz y el honor robado a sus hogares que unos extranjeros habían profanado.
Hizo una pausa, estimativa de cómo calaban sus palabras.
Prosiguió con expresión conforme:
—El otro ejemplo llegaría el 18 de julio del glorioso año 1936. Son los últimos años de la República: reina un cuadro desolador en todas las familias españolas: hoy cae un hermano, mañana es asesinado el padre o el esposo. La ruindad moral se apodera de los resortes del poder. La situación anárquica desborda todo límite y el pueblo sano y bueno llora lágrimas de sangre. ¡Pero aún hay un reducto que no cede! —percutió de nuevo el bastón contra la madera: un único golpe que sonó como un disparo. Los cuellos se alargaron—. ¡Es el Ejército!, reserva y relicario de las virtudes de la Patria. Y un 18 de julio… ¡Ah!, un glorioso 18 de julio, el Ejército español encuadra en su castrense disciplina a todo un pueblo que se niega a ser esclavo de mandatos extranjeros. Y riñendo duras batallas toda la juventud española, derrochando heroísmo, se desangra. Nuevamente, el Ejército salvaba a la Patria. ¡La Patria!
Recuperó el aliento, y dejó en el aire una pregunta en tono reposado, no exento de emoción —o conmoción:
—¿Quiénes son, en consecuencia, los enemigos del Ejército?
Silencio total; por lo cual pasó a explicar:
—Pues bien, sólo los que se oponen al robustecimiento de la Patria; sólo las aves de rapiña que desean que sus futuras presas sean débiles para mejor devorarlas sin temor alguno; sólo lo más bajo y despreciable de la sociedad teme la acción represiva de los tribunales de justicia. Sólo a quien piense ofender a España puede preocupar nuestra fortaleza como Ejército. No escuchéis cuando os hablen de desmilitarización y otras majaderías. Quienes lo hacen buscan desprestigiar y destruir. En las inmaculadas creencias que os enseñamos y en el nervio que se espera de vosotros están puestas nuestras esperanzas, los viejos guardias civiles que sabemos del pasado, del presente y sospechamos el futuro. Ciertamente, vivimos tiempos desdichados…
El oficial jadeaba como si descansara de un inspirado discurso ante una multitud enardecida.
—Sé que estoy despabilando —agregó casi sin voz— esa llamita que duerme en las honduras de vuestros espíritus apocados, donde anida la furia del soldado heroico que todos los españoles llevamos dentro y que, incluso vosotros, desertores del arado, estoy seguro, también abrigáis.
En la clase flotaban caras netamente obtusas.
Consultó la hora; resollaba poderosamente.
—¿Qué te había dicho? —refunfuñó Marino.
Salva no respondió: tenía los pelos de punta.
—Bien, esta fue la clase de hoy. Ahora preguntaré los artículos de las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas. Los de la Obediencia ¿no? Veamos —caminó hasta su mesa, donde tomó un librito.
—No tengo ni idea, tíos —murmuró el Malagueño, ladeando la cabeza.
—Ni yo —dijo Marino, empero mirando al profesor—. Pero me sé un truco que aprendí allá por Cantabria, en la escuela.
Salva levantó las cejas en señal de compasión.
—¡Usted!
El bastón apuntaba con precisión inmisericorde a Salva. Éste se puso en pie.
—Dígame el artículo que habla de la institución militar.
Salva recitó:
—«El orden jerárquico castrense define en todo momento la situación relativa entre militares, en cuanto concierne a mando, obediencia y responsabilidad.»
—Muy bien. ¡Muy bien recitado! —exclamó el profesor, golpeando la tarima con el bastón, ahora para celebrar la consecución de aquel alumno ideal.
El capitán preguntó a varios más, y unos lo sabían mejor o peor y en general se oían sentencias de papagayos, consecuencia de frágiles memorizaciones. Cuando la corneta tocó alto, el profesor puso a Salva como ejemplo de aplicación castrense y éste enrojeció un poco de vergüenza. Pero en su fuero interno se llenó de orgullo y vanidad: otro ladrillo al castillo de sus sueños.
En el breve descanso hasta la siguiente clase, Marino no dejaba de zaherirlo. Pero Salva creía saber cómo defenderse.
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