Llevaban así tres horas.
—Creo que echaré un sueñecito en esta buena hamaca —murmuró, y volvió a tenderse.
Salva, incansable y desvelado, dirigió un vistazo al inhollado césped, a la quieta luna reflejada como en un espejo fantástico en el centro de la cuadrilátera laguna, al perímetro intocado. No se movía ni una brizna. El rumor del río rasgueaba la noche. De cuando en cuando un vehículo rechinaba, y por lo demás todo era silencio y ansiedad.
De la contigua alameda de la Telefónica se distinguía el negror de sus más altas copas, perfiladas contra el cielo estrellado, por entre cuyas ramas, al cabo de las horas, Salva predecía la aparición de astros que marchan encadenados a su destino, contraseñando su fría o ardiente soledad bajo códigos de fulgores trémulos —azul, blanco, rojo.
Luego nadie hay más libre que el hombre.
Lo que al hombre le ocurre, se lo debe a sí mismo. Un astro no puede dejar su órbita. El hombre sí.
De pronto creyó percibir un crujido de pisadas… ¿O sería otra falsa alarma?
Salva chascó los dedos y Velasco, que también lo oía, aguzó el oído sin levantarse.
—Son ellos —siseó. Pegó un brinco de gato y se puso en pie en absoluto silencio.
Salva notó que sus músculos se tensaban obedientes al instinto de supervivencia. De atacar y defender se trataba.
—Cuando yo dé la voz de Alto, tú apareces por el otro lado.
Salva asintió y se separaron tal como tenían planeado.
Vio alejarse a Velasco en cuclillas, zanqueando con sus largas piernas como una araña en retirada, constriñendo su complexión al zócalo de carambucos que sostenía la alambrada.
Salva admiró la eficacia de ese estilo ceñido, sigiloso y veloz. Lo vio confundirse con un seto y dejó de apreciarlo.
No se les veía pero conocía el punto de intrusión por el ruido. Pugnaban ansiosos, imprudentes. Incautos. Por fin, uno coronó la tapia del bar. Su silueta se destacó nítida contra el resplandor de las farolas de la carretera; se sostuvo a cuatro patas y, farfullando algo, se descolgó al césped. Otro sujeto repitió el proceso con menos dilación. A zancadas se llegaron hasta el contorno del vaso; alguno acarició la superficie del agua y una onda suave fue a lamer las cuatro esquinas. La reflejada luna pareció sonreír. Y desde luego los intrusos sofocaban a duras penas tremendas risotadas. Ambos en cuclillas se giraron sobre sus talones, levantaron sus respectivas posaderas desnudas al aire y tomaron posición malabar al borde de la piscina.
Cagaban a dúo.
—¡Alto a la Guardia Civil, cabronazos! —rugió Velasco desde el fondo.
Salva también se dio a conocer.
—¡Arriba los brazos! —gritó, con una inflexión más bien chillona, se detectó con disgusto.
Los dos individuos hicieron un conato de huida, pero Velasco cargó el arma gritando que dispararía; y así uno se enredó con las bermudas y el otro resbaló, quedando ambos sentados en la hierba, las manos en la cabeza y el culo al aire.
Velasco les metió la linterna.
—¡Pero si es el Balilla! —exclamó—. Tenías que ser tú. ¿Te crees muy gracioso? ¡Subíos los pantalones ahora mismo, guarracos!
El que vestía bermudas y camiseta con las mangas arrancadas no era conocido por Velasco, pero el Balilla sí —el cual llamaba la atención por la raída cazadora tipo piloto que lucía a pecho descubierto—; y de ahí que el jefe de pareja le dedicara todas sus lindezas.
—¡Cerdo, que eres un cerdo! Te vas a enterar, Balilla, por mis cojones. ¿Y este, quién es?
—Es un coleguita de fuera. Pero no hemos hecho nada malo, agente, se lo juro.
—Cállate. Eso lo diré yo.
Desde su posición, Salva podía distinguirle a la espalda de la chupa el símbolo anarquista, una «A» llameante dentro de un círculo rojo.
Velasco enfocó al agua.
En la piscina flotaban en reposada deriva un zurullo oscuro y una pelota ovoide, agrietada.
—¡Cerdos! —les pateó con menos tesón que asco.
El Balilla se apartó la pelambrera de la cara y, dirigiendo a Velasco una mirada suplicante, se expresó en tono lastimero:
—Oh, agente. Sólo queríamos divertirnos un rato. Pero le juro que no volverá a ocurrir.
Velasco le estampó un pisotón en el pie.
—¡Que te calles, cerdaco! ¿Qué hago contigo, so mierda? —Velasco vaciló—. Ponte de rodillas —ordenó, y el otro obedeció como impulsado por un resorte—. Las manos a la nuca.
Velasco comenzó a cachearlo con grima.
—¡Ajá! —profirió sacando algo de uno de los innúmeros bolsillos de cremallera—. ¿Y esto…?
—Es una pelotita de hachís —admitió el Balilla.
—¿De qué clase? —interrogó al punto Velasco.
—De buten, tío —concretó el Balilla con una cordialidad extraña.
—Humm. Sabes que esto sí es delito. ¿O no?
El otro sacudió afirmativamente la pelambrera.
—Estás de suerte hoy, Balilla. Te voy a requisar el costo y dejaré que te largues. Pero como los de la piscina se me quejen, una sola vez, de que han visto otra mierda, aunque sea de perro, te preparo un marrón que entonces sí que te vas a cagar, pero camino del trullo. ¡Humo!
El otro salió de naja, pero el Balilla, aún de rodillas y sin volverse, se atrevió a implorar:
—Agente: déjeme un cachito, que todas las pelas que tenía me las he dejado en eso…
—Pero ¡cómo te atreves, cabroncete! —reaccionó Velasco blandiendo la pistola, y el Balilla huyó como un jabato.
A solas de nuevo, Salva preguntó a su compañero por qué no los había detenido.
—No habría servido de nada —respondió Velasco, enfundándose la Star. Tanteando la aprehensión, siguió explicando—: Sólo para hacernos perder el tiempo. El Balilla tiene antecedentes por tirones, robo de autorradios, hurtos en la consulta del médico, chalés reventados… Cagarse en una propiedad ajena no le habría afectado en absoluto.
—¿Y qué piensas hacer con la droga?
—Fumármela, no te jode; que este cabrón no sé de dónde la saca, pero siempre es de la mejor. Mañana hablaré con el dueño y le pondré al tanto. ¿Bajarás conmigo?
—No creo que pueda. He quedado con una amiga.
—Una amiga, ¿eh? Ten cuidado. Folla y corre. Todas las mujeres son unas golfas.
Conjeturó que la actitud de Velasco para resolver la situación había sido la más inteligente, pero no supo explicarse el desencanto que lo coreaba.
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