—Nada en particular; apreciaciones personales. —No poder confesarse sin ambages le oprimía como un firmes en el que se estuviera conteniendo unas furibundas ganas de mear.
El pudor y frases machaconas como «los trapos sucios se lavan dentro», «el Régimen Disciplinario vela por la tradición», le impedían hacerlo. Él creía en la Institución, en lo que le decían sus jefes.
—¿Algún desengaño importante…? —insinuó Anabel, sagazmente tangencial.
—Sí, es algo de eso. —De pronto, Salva no pudo contenerse—: Tiene que ver con la veleidad de quien impone las Leyes y la sumisión injusta que los de abajo hemos de soportar.
Se preguntó, aprensivo, qué debería contestarle si ella le inquiría por los de arriba.
Pero Anabel habló segura de sí misma, dando por indiscutibles y claras sus palabras.
—Siempre ha sido así. El salvaje hedonismo en que vivimos y el zarandeo implacable de la masa social ha arrasado con la crítica y el pensamiento. Y esto hace que las oligarquías de siempre sean hoy más fuertes que nunca. Nos engañan con sus pantomimas y sus apariencias honorables. Pero basta con fijarse en cómo la aplicación de las Leyes afecta de manera tan diferente según el poderío del encartado. También en cómo los políticos, en especial los que van de renovadores, vociferan antes de encumbrarse y luego el cinismo y la hipocresía con que se conducen. Eso significa que el Sistema está podrido.
Rodeó una farola y prosiguió con sugestiva convicción.
—La gente prefiere una chorrada electrónica o unas zapatillas de moda antes que el compromiso social. Esa desgana nos hunde, festivamente, pero nos hunde. Nada ha cambiado en relación con la opresión de los que rigen el rumbo político y abajo la mayoría acomodaticia y los falsos progresistas, marionetas de la mano antigua y fascista que nos sigue manipulando entre bastidores.
Se calló ella, y él no supo qué decir. Entendía que comulgaba con aquella pelicobre de ojos balas nato, pero que no podía ni rebatir ni arrimar una idea propia, consistente y peculiar.
Fue una sensación de pusilanimidad insoportable.
Nunca seré digno de un ser tan preclaro y exquisito, se presagió angustiado.
—¿No crees que sea fascista la mano que os trata como a marionetas en tu trabajo? —sondeó ella con perfecta confianza.
Salva se sobrecogió. Definitivamente, se sintió sin ideas y sin aliento.
Se acordó de Carrasco.
—Creo que estamos dos clases de guardias civiles —y acabó por relatarle, según su pobre entendimiento, la abstrusa hipótesis de su compañero.
—Naturalmente —aprobó ella, entusiasmada—. No hay forma eficaz de lucha excepto la estrategia radical.
—¿Cuál? —se arredró él más que preguntó.
—Crean leyes que luego no cumplen, pero se aseguran de que los demás queden sometidos. Fomentan una sociedad que sólo beneficia a ellos como clase privilegiada, basados en proyectos de supremacía y de influencia al servicio de la ingeniería financiera y las inversiones multimillonarias con las que coaccionan al poder democrático; luego éste no existe como tal, y en último extremo reorientan los códigos jurídicos para que se les impongan fianzas que siempre podrán pagar: es parte del riesgo inversor. Es un juego en el que la gente de a pie vamos de comparsa para cubrir las apariencias del sistema actual, que, por otra parte, no para de llenarse la boca con la palabra «democracia», repetida hasta el hartazgo para que no nos demos cuenta de que no existe verdadera participación popular y que votemos lo que votemos la línea de gobierno está decidida de antemano por las oligarquías que financian al partido de turno.
Por debajo del puentecillo de madera al que habían llegado, el agua corría en regatos chispeantes e irregulares. Una minicascada exhumaba las raíces de un chopo. Entre ellas descubría Salva su intelecto en aquel momento. El de ella anidaba en la alta copa del árbol.
—La culpa no es de quien crea la ley; más bien del que la incumple —apuntó, titubeante.
—La tiene quien permite que suceda —dijo ella de codos sobre el pretil de maderos.
Otro mutis. Al cabo de medio minuto de insacudible perplejidad, Salva estimó:
—Así son las cosas, y nada puede hacerse. —Pero en el ínterin había cavilado algo singular: ¿Quién lo permite: el teniente jefe de Línea, el teniente coronel primer jefe de la Comandancia, el general crápula? ¿Quién?—. Quizás divagar sobre estas cuestiones no esté a nuestro alcance.
—Esa es la táctica de los que defienden la tradición —rebatió ella al punto—: apocarnos, resignarnos. ¡Explotarnos!
—Lo malo es que nosotros podemos hacer tan poco…
—Claro que podemos: luchar. Luchar con todas las armas posibles. Revolverse es evolucionar. —Palmoteó el tronco de la pasarela—: ¡Mira que cargarse un árbol para hacer esto!
—Desde luego —coincidió Salva, anonadado ante aquella propincuidad de vehemencia inaprensible.
En cualquier caso, Salva disfrutaba discutiendo ideas afines, aunque fuera bordeando una excentricidad que desconocía si le afectaba como orientación vital o como agente de la autoridad, o en ambas. O en ninguna.
—¿Vamos a El Holandés a tomar algo? —propuso.
—No. Veamos la fuente.
La estatua amorfa de la Libertad se bañaba bajo el chorro de su cúspide y el estanque circular recibía el torrente repartido en una docena de caños ruidosos que potenciaban la paz del entorno, y a ellos, además, la dicha. Una fina grieta dejaba escapar un tembloroso venero que, silencioso y afilado, buscaba el río. A él bajaron, saltando de piedra en piedra, insectos de flor en flor, soldados de trinchera en trinchera, contemplándose con disimulada excitación en los remansos de la corriente en los que reverberaban sus imágenes imantadas, ignaros del tiempo —el Tiempo—, deslizado, ingobernable, como el agua entre sus manos. Las piedras bajo sus pies componían arroyuelos y éstos murmuraban quién sabe si una queja o un agradecimiento.
Ella no tenía ninguna duda.
—Deberíamos sentir la naturaleza en todo momento, por su belleza y por su serenidad. ¿No te parece?
—Pues sí.
Como las palabras no le salían, se dejó llevar por los pies: vadeando, riendo, fantaseando que cruzaban tumultuosos rápidos en un lugar del paraíso. Inopinadamente —quizás subrepticiamente—, sus mejillas se rozaron en un impulso causal, y sus labios se tocaron y se separaron, sin violencia, sin atropello, deseando repetir. ¿Repetir cómo? Casualidad simulada o intención voraz. Milisegundos de consternación: que ella disolvió con un deliberado arrimo, una repetición húmeda y lenta, dulce y extática. Un suceso flipante y fugaz que precedió a la partida.
—Déjame acompañarte.
Ella lo desestimó con un gesto arrogante de la cabeza, la mirada calibre 7,62 nato rayada de complaciente desatención.
Quedarían en el rincón del viento, a la vuelta de la iglesia y de otra semana.
Otra interminable, desoladora semana.
—Si no pudieras por la mañana, entonces por la tarde.
Concretaron horas y minutos, y como garantía y concesión ella se despidió con otro beso.
Un beso como un soplo de vida para siete días. La relación no dejaba de ser promisoria. Regresó al cuartel arreado de gozo y excitación. Ella era toda conmoción espiritual. Se arrojó a la cama. ¿Para qué estudiar?
Mejor pasar el tiempo dormido y diluir con el sueño la conciencia de agente subyugado, de «prójimo corrompido». Retumbaron las paredes por un trallazo de música.
Rodó al suelo.
—Me distraeré con el Polilla.
Después de llamar y escuchar adelante entró en el cuarto… Bañado por el lívido resplandor del monitor, el semblante de su amigo resaltaba cadavérico en medio del resto de cosas que por efecto del cambio de imágenes parecían dotadas de más vida que el propio Monti. Sólo los enrojecidos ojos y el fatigado pestañeo desmentían que no fuera un fiambre sedente.
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