Tomó un libro del aparador y lo abrió a voleo.
«Porque la pena tizna cuando estalla.»
El mañana era un enigma desconcertante.
Pero no perdía la esperanza de la ventura.
Y el mañana —sólo que el de veinticuatro horas más tarde— talmente llegó venturoso.
3
De nuevo se le requería para acompañar al comandante de Puesto en un acto de mero protocolo: la inauguración de una fuente en el parque de la Telefónica.
Preparó el vehículo de ceremonias y, maqueado y ficticio, partieron los dos guardias civiles hasta el frondoso lugar que tanto le atraía.
Pero al llegar sufrió una profunda decepción al fijarse en cómo la obra había supuesto el arrancamiento de una veintena de árboles viejos y sanos y en su lugar alzado un estanque ensartado por una especie de cuerno o trompa de pedruscos agarrados con hormigón, que de ningún modo podía exculpar semejante tala.
Cerca del brigada, por exigencia de éste, Salva correspondía saludos maquinales a las autoridades locales a continuación de su superior. Mero protocolo. En derredor, una gran cantidad de público aguardaba la puesta de sol. Entonces la fea fuente sacaría a relucir su poder y su esplendor.
Como el momento estaba al caer, el alcalde sopló el micrófono del estrado.
—Queridos ciudadanos y ciudadanas. Nos hemos reunido aquí para celebrar, de nuevo, la política progresista que rige nuestro municipio. Con este evento democrático y ecológico —Salva reparó con amarga ironía en los tocones—, seguimos avanzando. Gracias a los ciudadanos y ciudadanas de San Juan, las mejoras de nuestro hermoso pueblo no se detienen. Esta fuente, que dedicamos a la libertad. ¡Libertad! —gritó, y se dilató en asentir a los aplausos que le ovacionaban—. Gracias, queridos ciudadanos y ciudadanas. Es, por supuesto, una obra de todos y todas. Como os decía: este monumento será a partir de ahora un signo de los nuevos tiempos…
De repente, un grupo voceó acusaciones de electoralista, corrupto, ladrón y timador, y exigieron que explicara cómo era posible que para semejante construcción se hubieran destinado tantísimos millones, cuando resultaba patente que no podía haber costado ni una quinta parte.
El alcalde miró a Carmelo, el alguacil que hacía funciones de policía municipal, hesitó con claro azoramiento, y recurrió con idéntico gesto al brigada. Éste se dirigió con Salva hacia los alborotadores, con paso tranquilo, para darles tiempo.
En efecto, el grupo de opositores se alejó. El alcalde asintió con palmario regocijo a los aplausos del público, que un grupo lateral había azuzado ruidosamente.
—¿Lo ven?, queridos ciudadanos y ciudadanas —profirió, altivo—. He ahí una muestra de la derecha reaccionaria y de las diferencias que mantenemos contra ellos, nosotros, el pueblo progresista. Gracias a la Benemérita y a la actitud democrática de nuestros ciudadanos y ciudadanas, podemos continuar con esta trascendental celebración popular brindada por las fuerzas progresistas. Y ahora —hizo una seña— admiremos esta obra del pueblo para el pueblo.
Con el sol escondido, el alcalde descendió del estrado dispuesto a descorrer una pequeña cortina, y pidió a todos los que lo desearan que se hicieran una foto con él. Se acercaron muchas personas y, como en olor de multitudes, dicha autoridad congeló una sonrisa vasta y radiante, hasta el punto de parecer que en realidad retenía una carcajada. Luego descubrió la placa. Más aplausos, más fotos.
El rito siguiente consistió en activar un interruptor, y unos chorros altos y sonorosos brotaron hacia la trompa o estatua amorfa que representaba la Libertad. Se encendieron luces acuáticas en el fondo del estanque y por los parterres las nuevas farolas.
A medida que caía la noche, la gente expresaba su entusiástica aprobación, y Salva, después de contemplar los chorros alternativos y coloreados, en contra de su primera impresión, también se adhirió a la opinión general. E incluso se permitió expresarlo a algunas de las autoridades locales que acudían a felicitar al brigada y, por ende, a él.
Fue una actuación breve que satisfizo todas sus esperanzas. Un actor secundario y admirado sin más participación que su porte y su templada gallardía al servicio del espíritu original: Servidor de la Ciudadanía. Como siempre había soñado verse. Creía y apostaba.
Sin embargo, al regreso, el brigada barbotó un parecer menos entusiasta.
—Cuadrilla de tartufos y falsarios.
Definitivamente, aquel hombre vivía instalado en la amargura. Mejor no preguntar.
4
—He de decir que las cosas no van como el jefe de la Comandancia quisiera. —Comenzó el teniente, sentado en el sillón del comandante de Puesto, con el busto erguido, tenso más bien, dirigiéndose al semicírculo de guardias civiles que rodeaban la vieja mesa de maestro escuela, cuyo mueble, le había informado el brigada, figuraba en inventario desde hacía cuarenta y cinco años. Por supuesto, el original ya no existía, pero como el inventario decía que sí, él había aprovechado la renovación del moblaje de la escuela local para hacerse con otra, que, aunque muy distinta, en bastante mejor estado. De eso hacía diez años y pronto la operación tendría que ser repetida: las oficinas que se remodelaban en el Ayuntamiento serán una buena oportunidad.
«Esperemos que no se explaye con el sermón. Unas cuantas admoniciones y con viento fresco arree a otro Puesto con la monserga. Eso sí: dejando un rastro de firmas para que tan pronto caiga por su despacho remitir el formulario de dietas. Aquí no tenemos tiempo ni hombres para investigar delitos en la demarcación, pero para soportar dos horas de amenazas caciquiles ya verás como sí. Ay, si los delincuentes supieran… El miedo guarda la viña.»
Y como si de una profecía se tratara, los vaticinios del suboficial se estaban cumpliendo.
—Y si algo va mal en mi Línea, es por culpa mía —se enardecía el oficial—. Este Puesto no sigue mis recomendaciones: que no son mías, sino del jefe de la Comandancia, y de más altas instancias. —«Ahí comprenderás el porqué de mi postura». Lo iba entendiendo—. Y nosotros los oficiales tenemos la obligación de subsanarlo en aras del prestigio de nuestra gloriosa tradición —«Con la obstinación de los que o se esmeran con intransigencia o sus rutilantes futuros garantizados por la matemática de los ascensos correría peligro de ser omitida por el BOC». Increíble la clarividencia del comandante de Puesto—. Por eso tengo que hacerles saber, muy seriamente, que no se está trabajando con arreglo a las Instrucciones Particulares: se ponen pocas denuncias —detallaba con teatral mortificación—, y encima las que se ponen están mal.
Carrasco, dándose por aludido, fue a intervenir; de inmediato, el oficial disparó su dedo índice y le cortó.
—Hablaré con usted más tarde —dijo sin mirarlo—. Ahora quisiera saber qué razones existen para que no se proceda según lo ordenado —interpeló del comandante de Puesto.
Éste, ubicado en una esquina del semicírculo, respondió:
—En lo que va de trimestre tenemos varios atestados por delitos a la Ley de Caza. Y hace pocos días instruimos diligencias por robo con dos detenidos y la recuperación de los efectos robados —exponía con una voz monótona, fuera del presente, de este y de cualquier otro, y así concluyó con desazón—: Pero todo eso ya lo sabe usted.
El oficial meneó la cabeza.
—No es esa la legislación que me interesa —reveló con cierto sofoco, y era como si repitiera severas amonestaciones—. La estadística es lo que sirve. El señor teniente coronel lo ordena y yo he de supervisar el cumplimiento de sus órdenes. El cómputo final es lo que vale, y nada como denuncias al Código de la Circulación. Eso es lo que se les exige.
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