Efrén Matallana - La ira del embaucado

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La ira del embaucado es la historia de un guardia civil cuya desaforada probidad y sentido del honor —honor inmaculado— le lleva a emprender un camino de ilegalidad y acción, un desfile por el filo de la navaja hacia un sueño… de sangre y locura.
La fuerza de esta obra reside en su ritmo vibrante, en la evolución psicológica del personaje y en que no existe ninguna otra novela en la actual narrativa española cuya temática y tratamiento hayan sido abordado antes: el mundo de la Guardia Civil contado desde dentro, con sus heroicidades y mezquindades, lejos de exaltaciones y degradaciones preconcebidas o politizadas, a la par que nos muestra la ominosa articulación de una banda terrorista con sus no menos héroes, rutinas y vilezas.

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Un agente de la Ley.

—Tranquilamente no: conducía a velocidad excesiva.

—Volveré a llamar —y colgó.

Salva tomó una gran bocanada de aire. Primer asalto sorteado. El siguiente sería el del teco primer Jefe. ¿Lo resistiría? Las rodillas le latían como corazones óseos. Encajado en la mesita de la desastrosa máquina de escribir —la tecla erre salía disparada de continuo—, detallaba datos y pormenores con el atribulado auxilio de Jorge.

A medida que los compañeros iban teniendo conocimiento de la temible movida, que ya zumbaba en el Puesto como una osadía apocalíptica que arrastraría a todos sin exactitud ni mesura, se interesaban con una discreción compasiva y se abrían con muecas de condolencia. El pipiolo la estaba cagando.

—Que no nos pase nada —murmuraban en retirada.

Cuando el brigada llegó al cuartel, no pocos se lo imaginaban agarrándose la cabeza y gritando «¡Pero en qué lío me habéis metido!». Sin embargo, y para sorpresa de todos, excepto del propio Salva, el comandante de Puesto elogió el talante de aquel guardia a sus órdenes.

—Un buen servicio, sí señor —lo felicitaba—. No tenía ni idea de la LITA esa. Pero confío en ti, muchacho, y sé que lo has hecho bien. De lo demás, me encargo yo.

El cabal aval de su superior lo tranquilizó poderosamente, le hizo sentir el espíritu del primer artículo del Reglamento, ese que habla del Honor y que cuenta que una vez perdido ya no se recobra jamás; un fogoso eslogan que decora las casas-cuartel a guisa de troglodítico rótulo de neón y del cual él se negaba a refutar.

—Peor para ti —le advertía el suboficial a solas en la oficina—. He aquí otra muestra de esa realidad subyacente de la que siempre te hablo. Has de saber que la férula del Régimen trabaja desde muchos y diversos frentes: desde las tablillas rotuladas hasta el martirio del Chato, ya sabes, el Régimen Disciplinario. En esta tu primera escaramuza contra la dictadura de la Cúpula te has conducido con bravura. Tú estás por encima. Lo sabía. Pero no bajes la guardia —le musitó con pasión—. Y ahora déjame lo del teco; a ver si la estira del berrinche, y uno menos.

Transcurrió media hora, una entera y varias más, durante las cuales dos llamadas telefónicas del primer Jefe requirieron del comandante de Puesto explicaciones de por qué un guardia eventual tomaba iniciativas tan fuera de sus mismísimas Instrucciones Particulares.

El brigada lo excusó diciendo que era un novato falto de «profesionalidad conveniente y mano izquierda». Pero ya no había remedio. La denuncia constaba en la autoridad competente y la jurisdicción del turismo competía a los funcionarios de Hacienda, quienes determinarían el lugar definitivo de depósito y confiscación. Hecho que se produjo al día siguiente. Había luchado contra la Bestia y había ganado. O eso creía.

O quería creer.

3

Se transportaba colmado de orgullo y procuraba disimularlo mostrando indiferencia con sus compañeros, pero Anabel le caló de inmediato tras los saludos de rigor en el rincón del viento.

—Pareces contento.

—Será que vuelvo a verte —respondió él con deshecha franqueza—. ¿Qué tal si vamos a la capital y paseamos en barca?

—No puedo. Sólo dispongo de dos horas libres antes de entrar al trabajo.

—Vaya, siempre igual —no pudo evitar lamentarse de un modo tan sincero que ella pareció a punto de retractarse.

Pero sólo fue un efímero gesto de compunción en la apabullante angularidad de su faz que quizás él tomó erróneamente, porque ella repuso sin vacilar:

—Ojalá pudiera; pero no.

—Déjame que por lo menos te acompañe.

Tampoco se avino, pero agregó, receptiva:

—Pero puedes darme el teléfono del cuartel, y te llamo cuando tenga libre. Y si coincidimos, nos vemos.

Se lo anotó y acordaron, en vista del parvo tiempo disponible, charlar y tratar de conocerse mejor a la sombra de tan místico rincón.

Sentados sobre un poyo, de respaldo el pretil a una honda calle a sus espaldas, ella le comentaba que no hay más fe válida que uno mismo, ni más dogma positivo que el ansia de vivir en libertad. Y esa ansia significa sacudirse de las cadenas del entorno cueste lo que cueste y luchar y morir por ello es felicidad bastante. Otra religión no hace sino deslavazar a la persona. Grandes personalidades así lo habían proclamado: «el opio del pueblo», «la involución de la humanidad», «el freno de la civilización», «el yugo de los oprimidos». Salva se atrevió a comentar que en verdad las iglesias contribuían a remachar ese yugo, pero estimaba necesario creer en alguien Superior al que recurrir cuando la desesperanza lo abate a uno en medio de los hombres. Anabel aseguraba que adorar algo que no se ve ni se experimenta denotaba un signo de ignorancia y, por lo tanto, de menoscabo personal. Las religiones sirven como remedio para dominar la locura y para sobrellevar la soledad y el tedio de vivir sin metas, pero sin más positivismo. Sí, en cambio, creía en la reencarnación. En el retorno a lo dejado. Morimos para volver. De ahí el afán por dejar un mundo lo menos paradójico e injusto posible, por si retornamos a un estrato social mísero o a una raza menospreciada.

Le refería sus seguras opiniones acompañándolas del aleteo extasiante de sus manos, que en cierto momento se elevaron para declararle su pasión por el firmamento y la insondable infinitud que apenas confunde la prepotencia de los que miran al progreso en detrimento de la paz y el bienestar contemporáneo. Cómo puede creer alguien que estamos solos en el Universo o lo absurdo que sería diferir otros dos mil años la constatación de que somos reyes de nada y príncipes de utopías asesinadas por astutos congéneres cuyo derecho a la vida es más que dudoso por mucho que sus leyes dicten otra cosa. En todo caso, mirar las estrellas era la paz, la armonía turbulenta que rige distinta allá arriba o quién sabe si Dios jugando a los dados y abajo el no menos impredecible amor para contrarrestar la insignificancia de ser humano y efímero.

Electrizado con el roce de su piel y rendido por las caricias filosofales de sus palabras y el magnetismo de su cosmos, Salva descansaba más que en el esconce de un templo en uno del Edén. Habían convertido aquel emplazamiento de débil alumbrado —un farol destartalado con medios cristales a la espalda de la iglesia— en un refugio donde intercambiaban sentimientos y sensaciones, no siempre cabalmente expresadas.

Pero el tiempo corre veloz cuando es un enemigo, y con una mirada al reloj y un aviso lapidario, Anabel acarreó que Salva dejara de sentirse como un ingrávido cosmonauta. Otra semana de tormento. Quizás menos porque ella tenía su teléfono.

Curiosamente, había olvidado el beso que tanto había fantaseado repetir. Ella y su aire de impasible sensualidad bastaron para contentar sus sentidos; no obstante, en la despedida Anabel se le arrimó para darle un piquito fugaz que le sorprendió y el efluvio a ella le embriagó y le desorientó, dilatándole luego una eternidad el camino al cuartel.

¿Enamorado —total y perdidamente— de la primera chica que había conocido, cazado en la primera verónica, como diría Velasco? Qué más quisiera, anheló echando pasos por sobre el bordillo de la acera como si anduviera por la cornisa de un pináculo: un delicioso vértigo allende la atracción física y notaba que le crecía con el paso de las horas.

¿Cómo lo sentiría ella?

Otro día especularé, zanjó, entrando en el pabellón de solteros.

Una armonía sin nombre retumbaba tras una puerta. Tenía que dormir. Dentro de unas horas salía de nocturno con Velasco.

«Misión especial», había advertido el brigada.

4

Velasco dejó caer la mano y enterró la colilla entre la hierba. Se incorporó y escudriñó una vez más. Luego miró a Salva y negó con la cabeza.

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