Efrén Matallana - La ira del embaucado

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La ira del embaucado es la historia de un guardia civil cuya desaforada probidad y sentido del honor —honor inmaculado— le lleva a emprender un camino de ilegalidad y acción, un desfile por el filo de la navaja hacia un sueño… de sangre y locura.
La fuerza de esta obra reside en su ritmo vibrante, en la evolución psicológica del personaje y en que no existe ninguna otra novela en la actual narrativa española cuya temática y tratamiento hayan sido abordado antes: el mundo de la Guardia Civil contado desde dentro, con sus heroicidades y mezquindades, lejos de exaltaciones y degradaciones preconcebidas o politizadas, a la par que nos muestra la ominosa articulación de una banda terrorista con sus no menos héroes, rutinas y vilezas.

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—¿Quién ha sido? ¡Número, número!

El Malagueño trató de decir algo, pero el cabo le mandó callar.

—¡¿ESTÁIS DORMIDOS?!… —se encrespaba el profesor. Las circundantes luces de vatios tasados del patio de Armas incitaban a ello y no a taconear precisamente.

Fue a la undécima cuando le debió de parecer militarmente correcto, porque cambió el firmes por marcha.

El Malagueño se deslizó entre Salva y Marino.

—¿Es que quieres que te tomen el número otra vez o qué? —le recriminó en voz baja, pese al in crescendo zumbido general.

—¡Puta mala suerte! —maldijo el otro—. Le comeré el tarro y le haré que me lo quite. —Y para librarse de dar otras explicaciones más explícitas, recurrió a Marino—: Hay qué ver cómo le gusta dar la nota al lechuguino este, ¿eh?

—Está claro que bastante mejor que la clase de gimnasia —apoyó Marino.

—Pues, hombre, no estábamos muy finos que digamos —contradijo Salva, si bien estaba de acuerdo con su amigo en lo de las escasas cualidades como profesor de educación física del oficial; pero se negaba a reconocérselo por que no se le envaneciera.

—¡Tú eres tonto! —replicó Marino con menos miramientos—. No ves que lleva tres días con pasado mañana fuera de su academia y que recrea sus ilusiones de caudillo con nosotros.

—Si tú lo dices… —concedió Salva, sin ánimo de controversia.

—Hay ganas de marcha, ¡¿eh, muchachos?! —rugió la voz hueca y carrasposa del megáfono—. Pues nada: cetme en prevengan, y ¡paso ligero!

El bullicio subió de nivel una décima de segundo y luego se disipó, absorbido por un clac-clac simultáneo y trepidante.

—¡Eh, pishas! —siseó el Malagueño, reclamando de nuevo la atención—. Mirad qué truco para llevar el chopo —y retiró las manos del fusil terciado a la altura de la cadera, el cual, milagrosamente, no se cayó con la prontitud que la ley de la gravedad depara a un peso de cuatro kilos y pico a un metro del suelo. Lo retomó y dijo—: ¿A que es la hostia?

—¿Y cómo lo haces? —preguntó Marino con vivo interés.

Salva, en cambio, sólo le movía la mera curiosidad.

El Malagueño se subió con ademán triunfante la chaquetilla del chándal. En la penumbra amarillenta, Salva acertó a distinguir el ceñidor de lona sobre el cual descansaba, incrustada, la empuñadura del cetme.

—Qué cerdo, el tío —le reprochó Marino—. Y lo dice ahora.

—Como te lo descubran, te follan cero treinta —repuso Salva.

—No; si eres un poco listo —aseguró el Malagueño, boqueando por el esfuerzo de la carrera y a pesar del ardid.

—No me parece bien; las cosas hay que hacerlas como nos dicen —insistió Salva—. A eso hemos venido aquí.

—¡Y una leche! Vengo por la paga, como todos. Menos tú, por lo que veo… ¡Joder! El puto lechuguino me va a matar. ¡Ya no puedo más! —y se calló, falto de aliento.

—¡Un, os, un, os…! —se desgañitaba el oficial por encima de los acerbos recordatorios de unos cuantos a su más directa familia.

Salva sostenía el cetme con tesón y pulso, como si alardeara de no engañar a sus Instructores. Aquel chopo representaba un sueño ganado. Además, él no necesitaba ninguna ayuda extra: lo empujaba un viento de entusiasmo que lo llevaba en volandas.

Sin hielo en el pavimento, debido a una noche de moderado rigor invernal, la galopada se prolongó hasta el final de la clase de Gimnasia y al grito de ROMPAN FILAS las Compañías, estiradas en Secciones, se desbandaron como pájaros escopeteados.

El orto extendía sobre los cerros trazas de un reavivado incendio descomunal. Y como de una quema, huían todos. Los últimos se ducharían con agua fría. No sería el caso de Salva. Y en esta clase de vicisitud, tampoco el de sus amigos; aunque es posible que esa mañana sí lo fuera con el Malagueño, que volaba hacia el cabo que le había cogido el número.

Un día menos que comenzaba.

III. DISCIPLINA Y FAJINA

1

A la mayoría de los alumnos el acatamiento de las pautas académicas les sonaba a mera tradición, un celo que fuera del cuadrilongo recinto militar no tendría repercusiones posteriores, ni tampoco que el incumplimiento de las normas de régimen interior pudiera conllevar consecuencias negativas en sus futuros como guardias civiles.

Excepto Salva, seguro de todo lo contrario. Eran sus creencias y nadie le engañaba.

En espera de la llegada del profesor, algunos alumnos apuraban el estudio. Otros, como el Malagueño, tenían sus propias inquietudes.

—He conseguido «material» de calidad para la tarde —anunció, retorciéndose en su silla.

—¿A qué te refieres? —preguntó Salva, con indiferencia.

El Malagueño se volvió un instante a su pupitre y tornó con un fajo de cómics, que desplegó como una baraja sobre las mesas de Marino y Salva. En todas las portadas se apreciaban mujeres despampanantes y lascivas.

—¿Qué os parece, pishas? Esta es buenísima —dijo, empujando la primera del montón. Leyó—: «Vampiresas virginales». —Y explicó—: Tienen que follar sin perder el virgo, si es que quieren vivir eternamente. Los tíos alucinan. Yo sí que voy a alucinar en las tres horas de estudio.

—¡Y yo! —se apuntó Marino—. Tienes que pasármelas.

—Por supuesto. Entre colegas, lo que haga falta.

—Si os pillan, iréis al Parte, os quitarán puntos, y, sobre todo tú, Marino, os veréis en la cuerda floja —les recordó Salva, sin fuerzas, cansado de repetirse.

—Gracias por darme ánimos, hombre.

—¡En pie! —prorrumpió el jefe de Clase.

El capitán Roeda entró bajo un gran tricornio, acompañado de su inseparable bastón negro coronado por una estatuilla del duque de Ahumada. «Hecha a mano y chapada en oro de seis micras», solía alardear como muestra de lo que consideraba su bienaventurada pertenencia al Cuerpo.

—A sus órdenes, mi capitán. Sin novedad en la clase —participó el excabo de las COE, en férrea posición de firmes.

El oficial se cambió con parsimonia el cetro de mano y, llevándose la punta de los dedos a las sienes, compuso un saludo no menos ortodoxo.

—Gracias, jefe de Clase —dijo con el usual y benigno acento con el que atendía a superiores e inferiores.

Acto seguido, se quitó el tricornio, que, junto con el maletín, depositó con esmero y simetría en la mesa, y recuperando su bastón, con un elegante vaivén, indicó al alumno más próximo a la puerta que la cerrara y a los demás que tomaran asiento.

Subió a la tarima y se fue para la pizarra.

—A ver por dónde nos sale hoy el santurrón este —le cuchicheó Marino.

—Pues a mí me parece un gran oficial.

—Tu problema es que sólo sabes ver con los ojos. Estuvo implicado en el 23-F de teniente, y ahí lo tienes: de capitán perdonavidas. Y tan apreciado por sus compadres que es casi un héroe.

—Y tu problema es que se te dispara la imaginación —replicó Salva en susurros, atento a los números que escribía el profesor.

Sin embargo, en esa cuestión Marino no andaba desencaminado. Por semejante aventura aquel oficial levantaba admiración incluso en sus superiores. El teniente coronel Jefe de Estudios hablaba de él no sin cierta fascinación por lo que llamaba «Una vida de compromiso dedicada al Cuerpo, más envidiable por cuanto ha pasado por circunstancias difíciles, incomprensibles para quienes no aman la Institución».

Había algo improcedente en el paladino elogio. Pero Salva consideraba que sentar opiniones demasiado serias, a las que tan dado era su amigo, suponía una temeridad extravagante y posiblemente antirreglamentaria, pues no eran guardias profesionales y sí novatos de nula experiencia.

—Mi tío Esteban me tiene al tanto: a estos o les sigues la corriente o te joden vivo —añadió Marino, con una naturalidad audible que irritó mudamente a Salva.

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