Efrén Matallana - La ira del embaucado

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La ira del embaucado es la historia de un guardia civil cuya desaforada probidad y sentido del honor —honor inmaculado— le lleva a emprender un camino de ilegalidad y acción, un desfile por el filo de la navaja hacia un sueño… de sangre y locura.
La fuerza de esta obra reside en su ritmo vibrante, en la evolución psicológica del personaje y en que no existe ninguna otra novela en la actual narrativa española cuya temática y tratamiento hayan sido abordado antes: el mundo de la Guardia Civil contado desde dentro, con sus heroicidades y mezquindades, lejos de exaltaciones y degradaciones preconcebidas o politizadas, a la par que nos muestra la ominosa articulación de una banda terrorista con sus no menos héroes, rutinas y vilezas.

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Por sus graves expresiones, no supo qué colegir.

—¡Felicidades, Salva, que lo has conseguido! —exclamó de súbito el guardia Cristóbal, al tiempo que le tendía la mano en ademán de enérgica y cordial congratulación.

Salva se sintió levitar. Permaneció un instante suspendido de gozo y de incredulidad, y luego alargó la mano con reserva, resistiéndose a reventar.

—Pásate por el cuartel y le firmas al cabo comandante de Puesto la notificación oficial de tu incorporación a la Academia de Guardias de la Guardia Civil —informó el guardia Raimundo—. ¡Que ya casi eres del Cuerpo, hombre! —agregó, y Salva ya no pudo aguantar más.

Dio un salto y un grito. Sin saber qué decir ni cómo comportarse, recorrió el trío, abrazándose convulso de júbilo a su madre, a los gratos visitantes de uniforme, su madre, los visitantes y… Tenía que ir al cuartel.

Con un rápido adiós entró a la casa y al poco tornó a la calle, por el portón, arrastrando una bici desnuda, la bici con la que había pulido sus entrenamientos para ser guardia civil.

Blandió el puño, eufórico, en respuesta a las reiteradas felicitaciones de los virtuales compañeros, y salió de estampía, echando chispas, de felicidad.

Parecía mentira. Se iría a vivir a un sueño, a su sueño. Se había preparado con perseverancia insomne y por fin su empeño y su ambición fructificaban. Durante meses había hollado caminos, unas veces polvorientos, otras esquivando lagunajos, impasible a la meteorología o la altura del sol, empeñado en superar las pruebas físicas de acceso más allá de los mínimos exigibles. Había saltado toda clase de vallas porque erróneamente creyó que una de las pruebas era el salto de altura y en su rodilla perduraban las consecuencias del arrebato unido a la falta de técnica. Pero eso fue al principio. Porfió y no tardó en pasar por encima de ciento cuarenta centímetros, infalible e incólume. Luego resultó que tal prueba no figuraba en las oposiciones.

Quiso asegurarse y nunca dejó nada al azar.

De igual modo se condujo con los temarios de preparación, de los que supo su contenido con tanta precisión que tuvo que complementarse con otros mejor desarrollados. Y ahora su recompensa. Un desiderátum visto como una luz remota al fondo de un largo y negro túnel.

Iba a la luz.

¿Y si fuera un error?

Aquella inopinada y violenta conjetura le sobrecogió de tal manera que dejó de pedalear. Cuántas horas imaginando aquella noticia… ¡Para que se tratara de una errata o una equivocación!

Se inclinó sobre el manillar de la esquelética bicicleta e imprimió a sus piernas un pedaleo frenético, impaciente, apasionado, ¡brrrrrrrrr!, hacia el objetivo, del que ya distinguía las desconchaduras del vetusto caserón que servía de cuartel de la Guardia Civil.

Al llegar, se arrojó en marcha; la bici prosiguió unos metros en difícil equilibrio, perdió velocidad, se bamboleó como un borracho y se acostó en el suelo sin estrépito, en tanto su propietario transponía la entrada, por encima de la cual un cartel de madera, repintada con los colores nacionales, rezaba: TODO POR LA PATRIA.

Debían de tener más de 100 años, el cartel y el edificio.

Le recibió el guardia de servicio en la puerta, quien, al reconocerle, se apresuró a felicitarlo. Al oírlos salió el cabo de la oficina. Se trataba de un hombre joven, no gordo pero de recia apariencia, de amplio pecho y brazos musculosos. Sus grandes y redondos ojos le daban un aspecto de bonachón y buena persona. Nada que ver con lo que Salva había escuchado acerca de aquel guardia civil por parte de otros individuos que se lo habían cruzado; desde luego por razones muy distintas a las que a él lo conducían en aquel momento.

—¡Enhorabuena, chavalote! —le saludó con un entusiástico apretón de manos.

—Gracias, cabo —acertó Salva a responder.

—Qué coño, cabo: llámame Rafa. Ya te hartarás de decir cabo y sargento y teniente, y a lo mejor teniente coronel. Nunca se sabe dónde puede uno acabar. Depende de lo que te dejes dar. Pero eso es otra historia. Al fin puedes respirar tranquilo, ¿eh?; después de esas carreras y esos saltos campestres.

(¿dar?)

—Sí, al fin —exhaló Salva—. No habrá ninguna duda… Que se hayan equivocado o algo así…

—Por supuesto que no —risoteó el cabo al fijarse en el semblante de Salva, revuelto de angustia y beatitud. Penetró en el cuartucho que era la oficina y volvió con un Boletín Oficial del Cuerpo del que sobresalía un folio; tiró de éste y leyó—: «Se remite relación personal esa Zona que ha sido seleccionado para realizar fase de presente en la Academia de Guardias de la Guardia Civil». Aquí estás —le señaló con su rechoncho dedo un nombre tachado de amarillo fosforescente en mitad de un listado de más nombres.

Salva acarició el papel. Lo leyó; y lo releyó. No había error alguno. Era el suyo, joder.

—¡Lo conseguí! —gritó, estirando los brazos por encima de la cabeza, bajándolos y volviéndolos a subir, bajándolos y volviéndolos a subir…

Impregnó de hilaridad a los dos guardias civiles que le contemplaban y a intervalos apretaba los puños en tanto que recibía consejos que, por lo visto, le serían muy importantes en el futuro dentro de la Institución…

Pero él sólo sentía el calado del tricornio.

El cabo Rafa le entregó una copia de la notificación, la cual debería presentar a su incorporación a la Academia. Salva recogió el importante papel, agarrándolo con fuerza para que nada ni nadie se lo hiciera perder: en ese salvoconducto iban ilusiones, esperanzas, sueños repetidos en sueños, noches sin dormir.

Sus inconmensurables, fervientes anhelos por ser guardia civil.

Se marchó corriendo y cuando se había alejado como un kilómetro, ya metido en el pueblo, echó en falta la bicicleta. Volvió por ella, zanqueando, dando brincos, regocijado y efusivo con todo perro y gato.

Y es que el día de la gran noticia, había llegado. ¡Brrrrrrr!

II. DIANA: EL CORREDOR EN SU LABERINTO

1

La voz, aunque hosca y excesiva, pareció retumbar únicamente en el sueño.

Pero no. Al momento se repitió verídica y exasperante para todo bicho durmiente, al tiempo que los fluorescentes lapados al techo parpadeaban anegando de luz blanca y dura la inmensa nave en la que se ordenaban cien literas con doscientas camas y otras tantas taquillas de chapa.

Por cada dos camaretas —compartimentos de cuatro taquillas enfrentadas dos a dos— había altos ventanales, cuyas viejas maderas alabeadas sostenían vidrios arcaicos y polvorientos, muchos de ellos remendados por burdas piezas de cartón, a través de cuyos secretos intersticios penetraba el aire del invierno frío de la serranía, sajando los rostros de los infortunados de la cuarta Compañía. Salva era uno.

Ocupante de una cama superior, venía a yacer cada noche en la perpendicular de un juego de rendijas misteriosas, que por más que había pegado o tapizado con celofán no lograba eximirse por completo de la gélida y regular caricia desde que llegara dos meses atrás.

—¡Compañía, Diana! —volvió a gritar el cuartelero con desesperada vehemencia y cierta inflexión de histerismo, un canario de cuerdas vocales aterciopeladas; demasiado para lo que los mandos de la Academia esperaban de un guardia civil integral.

De un salto aterrizó Salva. Con presteza, casi con impaciencia, empezó a cambiarse de ropa: el pantalón del pijama por el de los grandes bolsillos de faena, los pies adentro de las botas de hebillas, al hombro la toalla… Tan eficaz alacridad fatigaba al ocupante inferior de la litera.

Como éste conocía el siguiente paso con que sería importunado, impetró con voz pastosa:

—Deja la cama para luego, ¿vale?

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