—»… lo contrario implica una provocación a la Justicia.
—Vamos a contar mentiras, tralará…
Salva, no obstante, terminó de recitar:
—»… El que tal intente, será severamente castigado».
—Este tío se lo estudia todo —masculló el Malagueño, asombrado, descaradamente vuelto a ellos. El jefe de Clase no les quitaba ojo.
Salva era el primero en no tolerar semejante falta, pero en discusiones de ese tipo no podía evitar entrar al trapo y tratar de rebatirlas.
Tampoco Marino, quien desplegaba la misma férrea certidumbre en sentido contrario:
—Reliquia propagandística. Soy hijo del Cuerpo y he vivido muchos años en cuarteles. Tú no puedes saberlo. Mira a tu alrededor y piensa: alumnos incapaces de hacer la «O» con un canuto y gordos que es evidente que no han pasado las mismas pruebas físicas que tú y que yo. Un cuadro de médicos y psicólogos imparciales no los habría dejado pasar nunca: a unos por tarados y a otros por sociópatas. Algunos hasta son yonquis —Salva frunció el entrecejo. Marino se enardeció—: Pero no seas gilipollas, hombre. Tú no fumas y no tienes ni idea de cómo se lo montan esos mendas: yo los he visto esnifar mientras los demás les hacíamos corro echando un cigarro en la explanada del comedor. Y todos ellos, a poco que indagues, resulta que son hijos o sobrinos de jerarcas. De auténtica oposición, estamos tú y yo y cuatro más. Y sobre los artículos, no te líes: son un laberinto de distracción, la coartada de la vieja guardia. Si fueras capaz de leerlos con serenidad, verías dos cosas clarísimas: tiranía y feudalismo. No lo olvides: por muy malas que sean mis notas, tendré mejor destino que tú.
Pero Salva no estaba dispuesto a dejarle encima y, contra su voluntad de hablar en clase, le arremetió en plan filosófico.
—Confucio decía que en la vida hay que fijarse una meta lejana, y aunque nunca la alcancemos, al menos nos servirá de faro.
—Ese Confucio no tiene ni idea de lo que es la Guardia Civil —refutó el Malagueño sonoramente.
Aquello irritó a Salva, pero sobre todo al jefe de Clase.
—¡SILENCIO! —voceó, poniéndose en pie detrás de la mesa encaramada a la tarima, la destinada a los profesores que él ocupaba en ausencia de aquéllos—. La próxima vez van al Parte los que están hablando al fondo. ¡Malagueño: date la vuelta ahora mismo o te apunto! —amenazó, o suplicó.
El Malagueño se revolvió afectando sorpresa.
—¿Yoooo?
—Sí, tú —espetó el jefe de Clase—. Y si no te callas, en cuanto pase el primer Instructor le doy tu número.
—Jefe, eres un cabrón —replicó el Malagueño en voz alta y guasona. Saltaron risas generales y el jefe de Clase simuló que le tomaba el número.
Por voluntad de Salva, la charla cesó del todo y el Malagueño dejó de girarse y Marino de vilipendiar tan alegremente.
Un cabo-instructor hizo una rápida y sigilosa incursión. Los alumnos respondieron con un silencio funeral, acentuado por toses y roces de páginas. El jefe de Clase no abrió la boca. Sin nadie que llevarse al Parte, regresó a su paseo vigilante por el corredor.
En un cuarto de hora, la fatiga la impondría la clase de Gimnasia en el cuadrangular vasto patio de Armas. Salva lo estaba deseando; posiblemente era el segundo con tal disposición (se permitía conceder el beneficio de la duda a algún otro). Se distrajo con los cristales de las ventanas, empañados por la calefacción: allende, la alborada delineaba el flexuoso horizonte de todos los amaneceres. Al contraluz, las suaves cumbres de los cerros en lontananza se perfilaban como ondulantes masas carbonizadas… No disponía de tiempo para la lírica: clavó los codos en la mesa, se llevó las manos a las orejas y se dio a empollar las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas. Marino, por su parte, rematadamente ajeno a toda erudición militar, había sacado un cuaderno de crucigramas y rellenaba casillas, unas veces en horizontal, otras en vertical.
El Malagueño coloreaba un cómic porno.
Al cabo de unos minutos, Salva reparó en la impresionante quietud de su compañero de mesa. Con la cabeza apoyada sobre el brazo extendido, que arrojaba por delante del pupitre, Marino dormía con inverecunda placidez. Qué imaginación tenía el tío. Siguió memorizando.
Con el rugido de la corneta en el corredor, se alzó un ajetreo de estampida. Marino, que había sido despertado por Salva un segundo antes, le siguió con farfulladas imprecaciones contra el instrumento supuestamente musical.
De nuevo en infernal carrera. A las camaretas, cambiarse, meterse en el chándal, correr a formación… Salva más deprisa que ninguno, con ilusión salvaje remontando el agobio vertiginoso. Si en las horas de estudio apenas se permitía entregarse a la distracción —excepto que Marino le diera por contarle batallitas—, tampoco lo haría en las de gimnasia, una de sus grandes aficiones.
Se enfundó el chándal azul, reorganizó la taquilla, revisó su cama y su parte de suelo; de hecho, el de la camareta entera: Marino nunca doblaba el espinazo y lo más que hacía con respecto a su lado era darle una patada, así viera un fajo de billetes. Agarró el cetme y desfiló con prisa y sin pausa; sólo se ralentizó para reconvenir al Malagueño.
—Eh, tú, cachazas. Aún tienes que cambiarte y te queda un minuto para formar, y ya sabes que a los últimos les suelen tomar el número.
El Malagueño exageró una mirada de reojo.
—Hoy no. Tengo un plan.
—Sí, ya sé: ir al Botiquín —dijo Salva, caminando de espaldas—. Pero recuerda que no te has apuntado en la lista del jefe de Clase, y hoy está el subteniente, el que te quitó 0,40 por simular tos.
El Malagueño se clavó, pensativo: asomar sin genuina tos por el Botiquín y toparse con el ladino del subteniente médico, sería tanto como afiliarse al listín de arrestos diarios. Adiós fin de semana. Se llevó las manos a la cabeza y se arrancó a contracorriente. Salva lo vio chocarse contra todo y todos.
—¡Y que no se te olvide el cetme! —le recordó a gritos. Encaró su ruta y echó a correr.
Arañado por el viento helado de la madrugada, que despejaba caras modorras y apenas el cielo tiznado, Salva ocupó su sitio en la formación, rodeado de bostezos, toses y tiritonas. En pleno recuento, llegaron Marino y el Malagueño, alocados, a medio vestir, el rostro rojo como chivatos de temperatura.
—Qué, calentando —tiró Salva.
—Muy gracioso —jadeó Marino, sin aliento, poniéndose la chaquetilla del chándal, que había traído en la mano.
El Malagueño ni respirar podía. Se arrastró hasta su sitio, en la cola de la Sección, con los cordones de las zapatillas a medio atar mientras estallaba una orden de firmes seco, lejano e inexcusable.
Comoquiera que el zapateo del entero Batallón sonara con un estrépito apocado y asíncrono, algo así como un redoble de tambor hecho por un principiante extenuado, el profesor de Educación Física, el teniente Garrido, un oficial bisoño y puntilloso para el que Marino tenía un abstruso y despectivo alias, ordenó que se repitiera.
—Ya empieza a dar la nota el Millanito Astray de los cojones —rezongó Marino.
Salva no opinó, pero otros alumnos sí añadieron comentarios de apoyo y de irritación.
—¡¡Muy mal, muy mal!! —voceaba el oficial detrás de un megáfono—. En descanso otra vez.
—Verás la que nos da, verás —gruñía Marino. Y Salva exasperado con aquel infatigable contumaz y el grupito que le hacía de comparsa.
Curiosamente, al que no escuchaba rajar era al Malagueño. Lo captó de soslayo. Indistinto por mor del alba todavía tímida, se debatía a la pata coja por atarse con disimulo —rodilla al pecho— las deportivas. De pronto se le cayó el cetme al suelo y las risas precedieron a la aparición de varios Instructores, llegados como moscas.
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