Y como si Salva no hubiera oído nada, se encaramó a la cencha y con un ritmo de hierros dislocados atacó su catre. La litera entera traqueteaba como un andamio mal ensamblado.
Y es que tenía bien aprendida la lección: nada de remolonear o el instructor de turno tomaría nota de los rezagados para llevarlos al parte de Arrestados. Y él nunca había sido fichado por tardón.
No así su vecino de abajo.
—Despega la oreja, Malagueño, que es la hora.
Pero el otro no le respondió; continuó hecho un gurruño amodorrado, en tanto que Salva hacía su cama, esmerándose en no dejar arrugas debajo de las mantas y éstas extendidas —perfectamente extendidas.
De la otra litera de la camareta, talmente que zombis, se erguían el Cántabro, que plantaba pies en el suelo, y el Gallego, que dejaba colgar sus largas piernas, sin que ninguno se decidiera a más.
—¡Vamos, fuera! —Les apremió, y zarandeando barrotes contra el insensato remolón, que ni se removía—: Si te pilla el Instructor, acabarás en el Parte, y no podrás salir este fin de semana.
—Cómo Diana —gruñó el afectado—. Si apenas hace un rato que nos hemos acostado. ¿No tendrá el turuta el reloj chungo? Avísame si viene el Instructor. Y no pares, que me estás poniendo cachondo.
—Que te den —replicó Salva—. Me largo que no pillo lavabo —agarró su neceser y se alejó deslizándose con las botas sin abrochar, adelantándose ágil por entre siluetas entumecidas.
El cuartelero bramó —ahora sí— histérico:
—¡COMPAÑÍA, EL SARGENTO!
Un instantáneo ajetreo se elevó por toda la nave. Los todavía aletargados botaron a los dos pasillos medulares, impunemente acusados por los chirridos de sus respectivos catres militares.
Entrando en los aseos, Salva se vio alcanzado por el Malagueño.
—Entre lo del fin de semana y la llegada del sargento, me habéis convencido —farfulló consternado, arrastrando las chanclas y también los párpados, con las perneras del pijama enrolladas a la altura de las rodillas.
Era viernes. El día más importante en que uno debía proteger el número de su chapa, una placa que prendida al pecho identificaba al portador sin necesidad de abrir la boca. Sólo los fines de semana estaba permitido abandonar la Academia. Acontecimiento imperdonable para el Malagueño.
—Saldrás mañana, ¿no, pisha? —le sondeó, afeitándose con ojos entornados.
—Depende de cuándo pongan el examen —objetó Salva.
—Bah, no seas pringao —protestó el Malagueño, dejando caer una legañosa mirada de soslayo—. Marino dice que está listo y Piñeiro también se apunta. Ya sabes que mi tía nos presta su casa para que nos podamos quitar el uniforme y rular de paisano. De puta madre, pisha.
—Conque Marino… Otro que está bien jodido de puntos. Más os valdría a los dos quedaros a estudiar. Y en cuanto a lo de cambiarse de ropa, ya sabéis que eso no me gusta.
—La cabronada de anoche exige venganza —apoyó Marino dos lavabos a la izquierda.
—¡Lo ves! —le incitó el Malagueño—. El Cántabro está de acuerdo.
Anda, pisha, dile al manchego algo filosófico para que se convenza.
—Los fines de semana son para desintoxicarse —respondió Marino, con un aplomo que el Malagueño tomó por mera sátira; de ahí que lo buscara para celebrarlo chocándose las palmas de las manos.
—Muy agudo, pisha, muy agudo.
Salva se echó el agua helada a la cara, que, abotargada y con grandes ojeras, no difería mucho de la de sus compañeros, ni tampoco de las del resto de alumnos: daban cuenta de no haber dormido un mínimo de horas. Esa noche se habían acostado mucho más tarde de lo habitual. Todo por culpa de un quídam anónimo que después del toque de Silencio y amparado en la oscuridad, berreó con pronunciación sicalíptica que si alguno quería hablar con la novia, él tenía «línea». Alguien le respondió con un sonoro pedo. De inmediato, el alcohol pimplado en la cantina durante las horas libres de la tarde desató innúmeras lenguas en una sarta de baladronadas porno-jocosas, que indefectiblemente llamó la atención del oficial de guardia. No dieron la cara los alborotadores y la cuarta Compañía en pleno formó en el patio de Armas… Hasta que el reloj de la explanada marcó la una y media y el teniente consideró expiado el quebrantamiento de las normas de régimen interno.
Muchos rajaban ahora con los más diversos títulos despectivos. Menos Salva. Él era así. Salva creía en sus mandos, en la disciplina, en los Reglamentos. En la Guardia Civil como Institución sin hipocresía.
—Tenía razón —se ratificó, de vuelta a la camareta—. Debieron dar la cara.
El Malagueño, doblado dentro de su taquilla, refunfuñaba porque no encontraba el pantalón de faena en aquella leonera.
—Tú estás chalado —le replicó sin mirarle, interrumpiéndose un instante para atornillarse a diestro y siniestro el índice sobre la sien, y a continuación soltó un grito de triunfo porque había dado con la prenda.
Salva se abrochó las relucientes botas —las cuales semejaban moldes empavonados—, se ajustó el cinturón, camisa, guerrera, se encajó el gorro cuartelero; todo ello con una celeridad que en sus primeros días como novicio le hubiera parecido imposible. Repasó en torno de sí por última vez: el interior de la taquilla en orden; por el suelo nada de papeles u objetos extraños; y él, afeitado y cabalmente uniformado. Y, por último, acorde con su fe en el régimen, repasó la geometría de su cama: que el embozo de la sábana discurriera paralelo y tirante a la almohada, que la colcha estuviera bien remetida, que el escudo amarillo del Cuerpo cayera con exactitud equidistante en el centro…
No sólo quedaba bien hecha, sino que cualquier protuberancia parecida a una arruga —mucho menos una real y notoria— era indetectable por inexistente.
Y es que en el caso de la cama no muy bien hecha, sería motivo más que probable de verse reflejado en el Parte de Arrestos del día siguiente, por Falta de policía en el material adjudicado. Quizá 0,10 o 0,20 puntos de penalización. Un descuento leve para una falta leve. Por cada 0,10 un día de arresto. Lo que significaba que las escasas horas libres había que pasarlas en las aulas de estudio. El desastre sucedía si a uno le tomaban el número a las puertas del fin de semana.
Para Salva lo preocupante no era el arresto en sí, sino la reducción que le supondría en su nota media final. Sus miras estaban puestas en un destino que le seducía y desvelaba, un destino en una comandancia la cual solía tener siempre demasiados peticionarios. Una puntuación alta resultaba, por lo tanto, imprescindible.
Por el momento no había sido fichado por ninguna falta. De los 10 puntos iniciales del baremo los conservaba todos. Eso le llenaba de una profunda satisfacción, que no se atrevía a declarar; primero porque aún faltaba mucho para terminar el curso, y en segundo lugar porque los «vírgenes de coeficiente» no estaban bien vistos. Llegar a un descuento de seis puntos implicaba que el caso sería estudiado por la Junta de Profesores; es decir: repetición del curso o la expulsión de la Academia. En su imaginación no cabían tales posibilidades: él creía en el sistema, lo respetaba, lo enaltecía. Lo gozaba.
—Daos prisa —les acuciaba—. Que el teniente ya debe de andar por las aulas.
—Tranquilo, asfixiado —replicó el Malagueño.
Marino empezaba a hacer la cama.
Salva y el Gallego salieron a la carrera: la única forma de llegar con puntualidad a la quinta planta del edificio al otro lado del patio de Armas, donde tendrían la primera clase del día: media hora de estudio antes de la de Gimnasia. Pasadas las seis treinta, el incauto que no hubiera hecho su comparecencia delante del oficial encargado de recoger los partes de Novedades, tendría muy difícil no aparecer en la próxima edición de arrestados.
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