Efrén Matallana - La ira del embaucado

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La ira del embaucado es la historia de un guardia civil cuya desaforada probidad y sentido del honor —honor inmaculado— le lleva a emprender un camino de ilegalidad y acción, un desfile por el filo de la navaja hacia un sueño… de sangre y locura.
La fuerza de esta obra reside en su ritmo vibrante, en la evolución psicológica del personaje y en que no existe ninguna otra novela en la actual narrativa española cuya temática y tratamiento hayan sido abordado antes: el mundo de la Guardia Civil contado desde dentro, con sus heroicidades y mezquindades, lejos de exaltaciones y degradaciones preconcebidas o politizadas, a la par que nos muestra la ominosa articulación de una banda terrorista con sus no menos héroes, rutinas y vilezas.

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Él nunca permitiría que ese fuera su caso.

Matizados por las farolas moribundas, la premura y el sueño, los alumnos cruzaban la explanada en silenciosa y turbia agitación.

Llegó, para no variar, de los primeros. Tras un vistazo al tablón de anuncios, se puso en la cola para ser revistado: lo ordenado antes de entrar al aula. Lo ordenado que para él era sagrado.

Flemático, escrupuloso, puntual y estrábico, apareció el teniente Yuste. Ordenó que fueran pasando bajo su ubicua y escudriñadora mirada. El Malagueño le apodaba el «bizco bebes». Marino sencillamente le desestimaba sin aspavientos.

A través de las grandes ventanas, la noche persistía, quebradiza… En uno de sus confines despuntaban trazos lívidos.

Sólo faltaban ellos dos. Quien más le preocupaba era Marino. Un día más el número de su chapa se reproduciría en el temible Parte. De los diez puntos del coeficiente, había —o le habían— agotado tres. Demasiado para transitarse por la cuarta parte de un curso académico cargado de pretensiones y minuciosidades inapelables.

El teniente Yuste, meticuloso hasta la intimidación, no perdonaría.

—Su uniformidad es incorrecta: lleva el chándal debajo de la guerrera —paró en seco al alumno que le precedía.

No le permitió excusarse; echó mano al bolsillo de su guerrera y extrajo un bolígrafo verde botella, cuya áurea pinza tenía la forma de un hacha y una espada cruzadas en aspa. Le anotó el número y se dedicó al siguiente.

Y el corredor que continuaba despejado.

Escuchó adelante y prosiguió con paso indemne a sentarse en la mesa que compartía con Marino al fondo del aula.

El oficial entró a recoger el parte de Novedades del alumno jefe de Clase, un tipo rechoncho y formal que en la mili había sido cabo 1º de las COE. Por esa razón y porque era el de mayor edad, había recibido el peliagudo y desamparado cargo. Una responsabilidad que al principio le halagó y de la que al poco habría abjurado si se lo hubieran permitido: ejercer la autoridad sobre sus propios compañeros, bajo la amenaza de aparecer él mismo en el Parte si no ataba corto, debía de resultarle una servidumbre cruel y pérfida; especialmente durante las horas de estudio y con cierta clase de gente alborotadora y descarada, como el Malagueño.

El oficial estaba a punto de anotar las ausencias, cuando dos golpes secos en la hoja metida en el aula giró todas las cabezas hacia la entrada.

Era Marino.

—¿Y tú de dónde vienes? —inquirió el teniente.

—De la Compañía.

El teniente miró su reloj. Salva también el suyo. Pasaban catorce segundos de la hora en punto.

Catorce segundos o catorce horas, para aquel oficial lo mismo daba. Salva lo veía rodar rápido hacia la expulsión. Y no se lo merecía. Marino era un tío noble, buen compañero y, a pesar de todo, pertrechado de una personalidad y una inteligencia superior a la de la mayoría de los compañeros que componían aquel Batallón de futuros guardias civiles.

Tal como preveía, el superior dijo:

—Llega tarde. Deme su número.

Marino se lo dio; pero el oficial no pudo entenderlo: el retumbe de pasos atropellados del Malagueño se lo impidió.

El teniente se quedó atónito.

—¡Otro! —exclamó; y al instante y con sarcástica pesadumbre—: Bueno, qué le vamos a hacer. Dígame su número.

En vez de eso, el Malagueño, enhiesto como un blandón al lado de Marino, cuyo firmes estricto contrastaba casi con impertinencia, profirió con acento campanudo:

—¡A sus órdenes, mi teniente! Permítame decirle que por un principio de cólico, me encuentro indispuesto.

El oficial le clavó su ojo peregrino.

—Conque «indispuesto», ¿eh? —repitió con dejo de ironía y decidido viaje de la mano al boli benemérito—. Pues en principio te voy a recetar 0,20 por llegar tarde a un acto académico.

Se oyeron risas por lo bajini. El Malagueño no había dicho su última palabra.

—Mi teniente, es que la cena me sentó muy mal anoche. No obstante lo anterior, he venido a clase…

El teniente le interrumpió:

—Cállate o te meto medio punto por Réplicas desatentas a un superior —se expresó en tono hosco, pero de tuteo—, y este fin de semana te lo pasas arrestado, y encima me lo agradeces porque te ahorro mil duros. —Lo repasó con un barrido lento y dispar, y añadió—: Sus zapatos no tienen brillo de betún.

Aquello se complicaba; de pronto, había dejado de tutearle. El Malagueño tenía en juego la ansiada fuga del sábado, y presumiblemente la del domingo.

Levantó el mentón con gravedad calculada y declamó, muy serio:

—Es que les han caído agua y al limpiarlos se han vuelto mate.

El oficial apuntó el bolígrafo a los dos estáticos alumnos, y dijo:

—A uno 0,20 por llegar tarde, y a ti —se suponía que miraba al Malagueño—, te voy a recetar 0,20 para curarte el achaque, y 0,10 por ese mate-agua que usas. En total son…

La clase entera rio con breve descaro.

—¡Silencio! —gritó el oficial, desistiendo de la anotación—. Es hora de estudio. Pasad y no me toquéis los «bebes» tan temprano.

—¡A la orden, mi teniente! —estalló el Malagueño, cuadrándose histriónica y contundentemente.

El teniente asintió con expresión adusta y complacida, y se marchó. El Malagueño y Marino ocuparon sus sillas; el primero delante de Salva y el segundo a su lado. Salva aprovechó para reconvenir a uno y a otro.

Pero sobre todo a Marino.

—Podías darte más prisa. Esta vez te has librado por la labia del Malagueño. Te recuerdo que vas muy mal de puntos.

Marino arrugó la frente en un gesto entre pesaroso y despectivo.

—La puta cama tiene la culpa —maldijo.

—Es verdad —se giró el Malagueño—. No hay modo de que quede hecha como a estos cabrones les gusta. Lo importante es que, con un poco de suerte, mañana nos largamos.

—Yo no pienso salir —manifestó Salva, en voz baja.

—No jodas, tío —se cabreó Marino—. Si ya han pasado los exámenes.

—Vosotros no habéis visto el tablón de anuncios, claro.

—¿Qué pasa con el tablón? —preguntó Marino, con fastidio, como si esperara oír un argumento absurdo.

—Que el lunes hay examen de las Reales Ordenanzas.

—¡Otra vez! —Se alarmó el Malagueño sin moderación—. Pero qué manía con los artículos.

—Lo siento, pero no puedo confiarme —adujo Salva en susurros, percatado de las severas miradas del jefe de Clase al trío cuchicheante—. Yo necesito sacar un buen número de promoción y así poder elegir el destino que quiero.

—Lo dicho: eres un asfixiado —se ratificó el Malagueño, escurriéndose en la silla, a fin de eclipsarse del jefe de Clase y de la siempre imprevisible entrada de los Instructores que desde el pasillo vigilaban el silencio de las horas de estudio.

Marino estuvo de acuerdo y pasó a largar:

—Mi tío dice que sin padrino no tienes nada que hacer aquí. Te advierto que yo tengo enchufe. La mujer de otro pariente es sirvienta de un general del Cuerpo y me ha prometido un destino chollo. Seguro que será mejor que el tuyo con tanto estudiar.

—Si es que sales —replicó Salva, corrosivo—. Además, eso sí que no me lo creo —añadió, herido de lleno en su devoción—. Me parece que te has buscado un consuelo bastante pobre. ¿Qué dice al artículo 47 del Reglamento para el Servicio?

—Ni idea. Pero como sé que estás deseando, suéltalo.

Musitando, Salva le recordó:

—«Se prohíbe a todo individuo del Cuerpo el uso de recomendaciones —Marino comenzó a oscilar la cabeza con burla—, para lograr la resolución favorable de sus peticiones oficiales…

—Vamos a contar mentiras, tralarí —canturreaba Marino.

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